¿Así fue?

Nov 22 • Ficciones • 2477 Views • No hay comentarios en ¿Así fue?

 

POR DIEGO LATORRE LÓPEZ

 

Allá nos despiertan los gallos como a eso de las cinco o cinco y media de la mañana. No hay otros ruidos más que los de nuestros animales. Vivimos alejados de la capital y a unas diez horas de a pie de la cabecera municipal más cercana o dos horas en carro, pero pues por aquí escasean. Trabajamos la tierra desde temprano, ayudando a nuestros padres y hermanos mayores para luego irnos a estudiar, algunos a la escuela primaria, otros a la secundaria y en mi caso, a la normal, como lo han hecho en mi familia desde hace ya algunas generaciones.

 

Me dicen que desde el abuelo de mi abuelo, que desde la fundación de la escuela normal rural de aquí, por el año de 1926 pero que el primer normalista rural graduado de la familia fue mi bisabuelo y de allí para el real. Todos aquí sabemos leer y escribir, pues esta normal es nuestro tesoro. Desde niños queremos ser maestros y nos preparamos para eso, pues tenemos la obligación de seguir formando alumnos que después sean maestros y así completamos un círculo que no se acaba, pues todos los que somos alumnos hoy, vamos a ser maestros mañana y así asegurar que nuestra ideología, nuestra visión del mundo continúe hasta que las cosas vayan para mejor, no sólo por acá donde la vida es desde hace ya muchos años miserable, el último círculo antes de llegar al infierno. No tenemos recursos y el gobierno federal nomás se hace de la vista gorda. La verdad es que no nos apoyan sólo porque incorporamos, desde la época del General Lázaro Cárdenas, la educación socialista a nuestro currículum académico, que aún sostenemos. La escuela normal es, además, nuestro modo de vida y subsistencia. Sabemos y entendemos de macroeconomía, pero eso no nos interesa, porque las grandes cifras no resuelven nada. Aquí nos interesan otras cosas como la igualdad, mejores oportunidades de trabajo, justicia y sobre todo, eliminar las diferencias. Nosotros vivimos aclamando justicia pero la impunidad se ciñe sobre nosotros. Allá el gobierno ya no sabe ni lo que impunidad significa. Nosotros somos el olvido. Mostrencos.

 

En nuestras aulas se formaron y emprendieron la lucha Lucio Cabañas, Genaro Vázquez  y Otón Salazar. A mi abuelo se lo llevaron un día, no lo volvimos a ver. Después supimos que, porque andaba con el Profesor Cabañas, el gobierno se lo llevó y se lo llevó vivo. Y a pesar de tantas luchas y protestas, nada. La gente de otros lados hasta nos tildan de huevones comunistas, que nomás estamos para robar camiones y no hay sensibilidad alguna por nuestra lucha, menos aun por la condición social en la que sobrevivimos: pobreza, delincuencia y lo que más nos arde, impunidad. Pero nuestros gritos son en la obscuridad del tiempo, chocamos con oídos sordos y nadie nos ve, nadie nos quiere oír. Por eso, hoy nos levantamos más temprano. No había cantado el gallo, cuando ya varios de mis compañeros del segundo año nos juntamos en la puerta principal de la escuela normal. Nos habíamos organizado bien, con la idea de ir primero para la cabecera municipal, a una colecta y presentar allí nuestra protesta, para después agenciarnos un medio de transporte y partir rumbo a la capital. Íbamos a marchar el 2 de octubre, desde la caseta de entrada a México hasta el zócalo. El nuestro es un contingente grande y justo en Ciudad Universitaria, nos íbamos a sumar a otro, que marcharía por la tarde hasta el mero centro de nuestro país. Ya allí dos de nuestro grupo iban hablar de las condiciones deplorables en las que sobrevivimos y de las injusticias de las que somos objeto, tanto por el gobierno, como por el narco, que aquí en nuestra tierra, es el mismo. Les hablo así porque sólo conseguimos hacer la primera parte de nuestro viaje, el resto ya es hoy un deseo, pues cercenaron nuestro grito.

 

Ahorita les hablo como estando presente, porque todavía ando vivo.

 

Todos saben a dónde vamos y nos han dejado varios itacates con agua, tortillas y guisos simples, también, frijoles que recogimos en el recorrido hasta las afueras de nuestra comunidad. Con poco dinero y algo de comida para aguantar pues para unos siete u ocho días fuera. Caminamos mucho y casi al caer la noche ya estábamos en la cabecera de nuestro municipio. Somos de “Río de Calabacitas”, contestamos cuando nos preguntan de ¿dónde son? Así se dice nuestra tierra en lengua madre, en náhuatl, pero nuestros interlocutores nos ven sin fiarse. Llegamos en son de paz y comemos algo de nuestros itacates, cerca de la plaza principal de donde nos dicen unos, que el presidente de aquí está con su esposa dando palabras y parabienes para quienes son como ellos, pues para nosotros no hay, nunca han habido esas palabras. Su esposa anda con ganas de quedarse con la silla de su marido y así darle continuidad al negocio que emprendieron hace tiempo, a costa de todos, de los pobres y jodidos de aquí y de los pueblos de alrededor, pero nosotros no queremos eso y no los vamos a dejar. Aunque esté chula nuestra primera dama de acá, no la vamos a dejar, pues ya sabemos que es como sus hermanos, hoy difuntos, que se mueven con el narco, por eso anda con el presidente de por aquí y es, además, la amante del señor gobernador, que está coludido con los del cartel que por estos lares manda hasta las raíces.

 

Acabamos y vamos a agenciarnos medio de transporte. Pedimos prestado dos autobuses con la firme intención de devolverlos en unos días, como siempre le hacemos, aunque con algo de alboroto. Tomamos los camiones porque sí, porque no hay de otra y no somos ladrones pues los vamos a devolver, como siempre ha pasado y el dueño de los camiones ya lo sabe. No le gusta, se enoja, pero ha sido así siempre, porque de otra manera no cooperaría con nosotros. Al final sus camiones siempre regresan sanos y salvos, con algunos kilómetros de más. No somos vándalos ni huevones, pero si no le hacemos así, pues cómo diantres le vamos a hacer si el gobierno no nos quiere ni nunca nos ha querido y los camiones que alguna vez tuvimos, nos lo quitaron porque los usábamos, según ellos, para protestarles a ellos que hasta camiones ya nos habían dado. Así castigados y sin camiones, no hay de otra, hay que pedirlos prestado de a fuerzas.

 

Aprovechamos y le echamos tiempo al teléfono de uno de nuestros compañeros para hablar con nuestras familias. Nos cooperamos todos y todos así hablamos. Apoderados de los camiones nos enfilamos a la plaza principal. Nomás recorrimos pocos metros, de noche y en callejón obscuro, nos salieron al paso un enjambre de policías municipales. Plomazos y refriega, se armaron los catorrazos. Ni nos avisaron ni los vimos venir. En ratonera nos cercaron.

 

Ahora ya les habló así, pues es pasado, historia trunca…

 

Me asusté mucho y teniendo el teléfono de Sebastián en la mano, mi viejo contestó. Oyó la balacera, me dijo sácate de allí. Se cortó la llamada. Caí al piso del camión sin querer, empujado por una fuerza de fuera y empecé a sangrar. Me reventaron el cachete de un balazo y seguía vivo. Salté del camión por la ventana contraria a donde estaba. Azoté en el pavimento y me arrastré para meterme por debajo del camión. A Julio César lo estaban machacando. Sus gritos era lo único que yo oía. Se ensañaron con él y aunque suplicaba, los malditos lo hicieron sufrir. Lo pelaron vivo como una mandarina, mientras le gritaban que así de pinche feo no lo iba a reconocer ni su puta madre. Pero Julio Cesar los miró, todo desollado y con desprecio les clavó los ojos para que supieran que esa cara humana desangrante, sin piel, los iba a mirar siempre, los seguiría siempre a dónde fueran. Por eso uno le dijo a otro, -quítale los ojos para que ya no nos mire-; y así sin ojos todavía tuvo la fuerza, Julio, para mandarlos al diablo, hasta que un bala le partió el cráneo en dos.

 

Nos agarraron a todos. Julio César y otros cinco quedaron tendidos en el pavimento en el lugar de la emboscada. Yo aun vivo, no podía sostenerme en pie, pero hablaba con mis compañeros. Estábamos asustados y confundidos. ¿Por qué la policía se había ceñido así? Nos echaron como basura en camiones. En dos por tres metros, así hacinados, no se podía respirar. Aire nos faltaba. Yo fui en el camión más grande y junto a mí, nomás de asfixia, se quedaron cinco o seis. Yo ya tendría que haber muerto, pero estaba vivo para atestiguar lo que hicieron con nosotros. Nos entregaron a unos cabrones. Estaban pintados de verde y negro como la noche, feos y con almas sin rostro. Les dijeron los cabrones que —por regalo del presi—, que somos vándalos y huevones que amenazan el negocio.

 

El intercambio fue fuera, algunos kilómetros de donde nos emboscaron, pues sentimos mucho camino y mucha ansiedad hasta que se toparon a los maleantes. Uno de ellos abrió la puerta de mi camión y nos vio de frente. Nos escupió un gargajo que me cayó en la frente. Adentro nadie decía nada y ni el ánimo hablaba. Con tanto miedo, todos los que estábamos allí conteníamos la respiración para ahorrar el poquito aire que nos tocaba. Nos pasearon un rato por una terracería hasta que llegamos a un lugar maloliente. Bajaron primero a los de la camioneta chiquita, pues oímos cómo chillaban y el balazo que les apagaba. Se oía feo, a muerto, a destino corto. Nos tocó el turno. Antes de mí desfilaron unos diez o quince, no sé. A los que ya estaban muertos, nomás los rodaban. Nos cambiaron el nombre a todos, perdimos nuestra personalidad, ahora sólo éramos —hijos de su chigadamadre—. A punta pies y cachazos. Uno de estos cabrones, hasta con machete, tasajeó a dos de mis compañeros y sus gritos de dolor quedaron ahogados en la inmensidad de la noche.

 

A mí me jalaron de las greñas. –Pinche putito, no te has muerto. Me pusieron de rodillas y me pegaron un tiro que entró y salió, y que vi cómo la bala rebotaba en el suelo. Seguía vivo, porque tenía que atestiguar todo lo que hicieron. No me preocupé por cerrar los ojos. Nadie me veía. Inmóvil, apilado con mis compañeros nos fueron columpiando al vacío. Caídos en un infierno inmerecido, nos rociaron de combustible y nos dieron fuego. Alimentaron tanto la hoguera, era tan insoportable el calor que por fin me rendí.

 

Allí quedamos todos. Ahora somos polvo esperando que la brisa nos levante y nos lleve a donde haya esperanza. Aun no comprendo por qué nos tocó morir, menos, por qué de esa manera. Creo que el agujero negro en donde nos echaron debiera hacer un agujero en las conciencias de todos y esperar que esta atrocidad tenga al final un sentido. Espero que esto que nos pasó, duela y cale profundo, porque si no duele y no cala, poca esperanza les auguro a los que se quedan.

 

*Fotografía: La desaparición de 43 estudiantes normalistas detenidos por la policía en Iguala, Guerrero, ha generado protestas en varias ciudades de México para exigir su presentación con vida / Reuters

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