Asia Argento y la ignominia exultante
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Incomprendida (Incompresa, Italia-Francia, 2014), otra vez inclasificable tercera obra en la muy espaciada carrera como escandalosa directora de la predestinada estrella italiana heredera del talento fílmico de su padre (hija del supremo cultivador del giallo shocking Dario) ya de 39 años tras haber alcanzado un precoz éxito instantáneo Asia Argento (Scarlet Diva 00, El corazón es mentiroso 04), con guión suyo y de Barbara Alberti, la apocada/autopacada niña de nueve años Aria (Giulia Salerno) se percibe en 1984 profundamente ajena a sus insufribles medio hermanas apenas mayores Donatina (Ana Lou Castoldi) y Lucrezia (Carolina Poccioni), auténticas ceros a la izquierda en su vida y en las suyas propias, pero ante todo se siente deleznada por sus progenitores monstruosos: la escuálida madre pianista de concierto tan irresistible cuan fatalmente promiscua Yvonne (Charlotte Gainsbourg prolongando a lo bestia su insuperable rol arquetípico sexual aquejado de Ninfomanía) y el supersticioso padre actor histérico explosivo Guido (Gabriel Garko), quienes, a raíz de su cataclísmica separación, deben compartir sólo por la fuerza el cuidado de la chavita, a la que mandan a residir con el otro cuando ya no la tolera cada quien, esa chiquita mercurial que, pese a tanto rechazo desalmado y a ser tratada como pelota ping-pong familiar, va encontrando su sitio en el mundo, bien acomodada a la ignominia gracias a su imaginativo universo de travesuras exultantes, a veces medio salvajes, en compañía de su mejor amiga Angelica (Alice Pea), burlándose y disfrutando de los excéntricos amantes pronto desechables de la madre, trátese del picaresco narcotraficante sudamericano Manuel (Max Gazzè) o del relamido ruco repelente Dodo (Gianmarco Tognazzi) o del chingón chillón punkroquero afroamericano Ricky (Justin Pearson), hasta salir avante o morir en el intento.
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La ignominia exultante saca el máximo jugo posible a una heterodoxa concepción del cine psicológico infantil, sorprendentemente basada en el incontenible gusto por la provocación heredada del director de Rojo profundo (76) y Alarido (77), un gusto por la provocación que ya había dado como frutos el que la cineasta-protagonista apareciera siendo gráficamente violada en su primera autodestructiva película y que El corazón es mentiroso narrara la sublevante historia de un niñito arrastrado por sus abuelos al peor oscurantismo y por su propia madre a la prostitución pedófila y al consumo de drogas y al crimen, un gusto por la provocación (manifiesto como un implícito Manifiesto ético-estético de la realizadora Asia desde que en Scarlet Diva se atrevía a presentarse como autoficcional/autobiográfica actriz protagónica al desnudo despiadado-traumático-espiritual-grifo-corporal degradándose a cámara), pero algo morigerado, si bien redunda aún en dos plausibles consecuencias básicas: negarse a todo pathos compasivo/autocompasivo o a retóricas cursilíricas tipo Fin de la Inocencia (¿cuál?), y además entregarse a una oscilación entre el escándalo y la travesura, como Aria (obvísima aliteración transferencial-autorreferencial de Asia) entre sus dos padres, e invariablemente acabar por largarse de noche, cargando su maleta y a su adorado gato negro dentro de una jaulita.
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La ignominia exultante reclama con mayor sutileza una lejana pero no menos confesa influencia del gran estilista íntimo-popular italiano Luigi Comencini (el de Pan, amor y fantasía 53 y El incomprendido 66), desde el título mismo del filme hasta la estructura esquizonarrativa escalonada en cien peripecias dispersas bien sumadas a la brava, con caprichosos desarrollos episódicos, decorados tan erizantes como la alcoba (o era alboba) rosa pintada de rosa de la cursilaza hermana asmática Lucrezia incestuosamente protegida por papá y la deliberadísima cámara con colorido grano reventado del fotógrafo sumiso Incola Pecorini plantada en contrapicado o en top-shot supino o enchuecando el encuadre sin importar la coherencia secuencial, se trate del robo de cartas en el edificio para gritar a carcajadas las desgracias pasionales del vecindario, o de la magnífica vehemencia de todas las escenas de lesbianismo prematuro (“Somos iguales”) con la amiguita indispensable Angelica, pero también del quiebre moral de ésta, aterrada por la posibilidad de caer en manos de la policía, o de su visceral traición a la heroína, víctima ésta de su propio exceso temerario y desde entonces a solas, aunque admirablemente entera para enfrentar a los demás, tanto al inevitable bullying colectivo como a los rechazos incipientemente eróticos, pero no por ello menos crueles, del lindo compañerito tan deseado Adriano (Andrea Pittorino), una chava sin otra evolución posible que el contradictorio desarrollo incomprensible, precoz y justificadamente transgresor, en rechazo a todo orden impuesto.
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Y la ignominia exultante se torna finalmente un verdadero tratado de cómo acomodarse a las peores circunstancias coercitivas familiares, hasta causar la parental ruina al echar criminosa/delatoramente de cabeza a la madre acusada de recibir un paquete con cocaína y aproximarse a su propio desastre suicida luego de ser burlada por sus condiscípulos en una falsa celebración de cumpleaños convertida en fiesta de globos y faje engañoso en el cuarto oscuro con el asediado compañerito guapo que la ignora inmisericorde como siempre, no obstante logrando in extremis hallar y hacer lucir su verdadero yo, según Bataille “heterogéneo”, si bien menos desorbitado que el de su apabullante desquiciada figura paterna o el de su desquiciante apabullada figura materna, y configurar con brillantez una personalidad distinta, valedera, no por victimizarse ni por demoler ideología alguna, sino para resultar más agradable, según lo aclara con tajante candidez perversa Aria/Asia en el remate-envío, hablando a cámara como único epílogo posible de su profuso y lúdico periplo, sólo expiatorio en teoría o acaso ni eso.
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*FOTO: Incomprendida, de Asia Argento, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 1 de octubre/Especial.
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