Asteriscos para formar una constelación*
POR JULIO EUTIQUIO SARABIA
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1
En la ribera, más fardos que barqueros causan estupor;
humo y aceite alteran el grito de los monos en el alba.
La claridad surge del andar volátil distinto al de los ebrios:
unos a otros diciéndose los ensalmos que han de redimir al mundo;
reflexiones cortantes sobre el reposo de los muertos
mientras alrededor de las tumbas vocalizan.
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2
Proclama tú que hubo una vez la niebla inverosímil de donde emergían figuras
y murmullos que órdenes acatables eran en sus destinatarios:
abandonaban sus casas con dirección incierta
y en el camino,
fuese el de Santiago o el de Las Dulzuras del Edén,
uno a uno comprendía que en el propósito
el parteaguas ya era señalado.
Yendo así por esa senda,
sin ser el maestre ni su hijo,
Teresa ni Juan entre los devotos que levitan,
Villon aparte y a buena distancia Diego Evangelista,
un buitre en el hotel Francia entre las visiones de Oaxaca
y el degollamiento de ángeles y codornices,
un alto dictaban a sus cuerpos en los ídem de Aurora, Briseida,
Rosario, Laura y otras féminas. Se decían unas de Chiapas
y otras de Agua Dulce; serranas,
sin haber libado con el Arcipreste;
ribereñas acaso para el contento de la hora
y para no destejer los veinte años venideros.
Escanciada la sal de esta manera,
surtido el conocimiento en lecciones titubeantes,
en los capítulos siguientes la testuz era gallarda,
altiva como siempre.
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3
En un abrir y cerrar de ojos la barca se abría paso entre abedules,
islotes, pájaros en estampida, herederos de talla criminal.
¿No es aquélla la nave de gobierno
ora a la deriva, ora expidiendo luces de bengala?
¿El piloto no causa controversias ya cadáver,
hallen en su nariz la estampa de fenicio
o más linaje le supongan, más tráfago intuyan en su nombre,
más seso —asiéntenlo ya, vamos— de Virgilio?
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4
La túnica en ella era visible por el desliz líquido del remo
y la certidumbre, instante tras instante, de un escenario repetido
en el resplandor cobalto, inabarcable en la certeza de las pesadillas,
obligaba a preguntarse quién emergía del sueño y quién a gritos,
con la vista fija en la ventana, alcohol pedía antes de conciliar la madrugada
en una calle cubierta de paraguas y tarjetas postales: sepias algunas,
grisáceas muchas otras, extrañamente ennegrecidas por el humo de Manhattan.
Excesiva de pie esa figura, a sus anchas mientras supone que la espera
es un barboteo de luz que asfixia o que revela el paisaje sobrenatural del amnios,
el prado en el cual Anquises conversa con Eneas, la orfandad replicante de Raquel,
el remo que otra vez decide el punto final en esta orilla,
la victoria sabida del progreso.
Grandes cargueros poseen en alta mar su tumba sin estrellas.
Los conducen allí quienes antaño cubrieron sus oídos e inútilmente
aguardaron a que sus ojos, repletos de estupor, advirtieran olas gigantes,
emisarios intempestivos tras la calma, bailarinas de Malasia,
la piara y su matrona. Pero ante sí, ante sus previsiones, tuvieron sólo albatros…
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5
Proclama de nuevo que, abiertos los ojos, el fin del mundo se adivina
una crispación blanca, el puño encendido sobre el rostro del imbécil,
el augurio de los puntos suspensivos para quien interpreta la luz de las estrellas.
Nosotros vemos el nimbo de la escoba en el apresurado movimiento de la mano,
vemos el minutero y el tris de la jornada porque habrá de repetirse hasta que el alcohol
––el viernes, quiero decir–– suponga un gramo de luz en el deseo,
un utensilio menos familiar que oculte en el cuerpo las estrías.
Y al ocultarlas, el gesto mismo revelará cuánto del mundo
es un constante fin que la escoba y el plumero despojan de lo insigne.
*Este poema forma parte de Pájaros breves en el techo, título que muy pronto pondrá en circulación la Universidad Autónoma de Querétaro.
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FOTO: Imagen de la Laguna Superior, en el Istmo de Tehuantepec/ARCHIVO EL UNIVERSAL.
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