Asuntos pendientes en los cuadros de Edward Hopper

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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

 

“En todo gran cuadro hopperiano –apunta Robert Hughes– está presente la sensación de tiempo detenido, de escenario teatral, como si el telón apenas se hubiera levantado y aún no arrancara la acción.” No es común que un pintor brinde tan insólita oportunidad literaria: participar en la acción plástica, lograr que el tiempo plástico fluya. Ahí están René Magritte, Andrew Wyeth y Eric Fischl, cuyas obras tampoco pueden deshacerse de una fuerte carga narrativa y que no en balde guardan correspondencias con Edward Hopper. El catálogo de la exposición organizada por el Whitney Museum of Modern Art de Nueva York en 1995, titulada Edward Hopper and the American Imagination y conformada por dos mil quinientos óleos, dibujos y grabados, es un buen ejemplo de la simbiosis pintura-escritura: textos de autores que van de Norman Mailer a Paul Auster, de Ann Lauterbach a William Kennedy, “proponen –dice Hughes– una armonía paralela a los cuadros, no historia ni crítica de arte sino analogías literarias”. Analogías, hay que agregar, en las que despunta en todo su desolado fulgor la América que antes del artista oriundo de Nyack “nadie había captado, y que ahora uno no puede ver sin verlo a él”.

 

El dictum de Hughes da en el blanco. Uno no puede adentrarse en los meandros existenciales de “El libro de la memoria”, segunda parte de La invención de la soledad, sin pensar que A., el alter ego de Auster, es reflejo del hombre que contempla el infinito urbano en Office in a Small City (1953). Uno no puede compartir los devaneos beckettianos de Francis Phelan, el protagonista de Tallo de hierro, sin imaginar que la decrépita Albany de finales de los treinta esbozada por Kennedy bien cabe en el silencio en el que flota la pareja de Hotel by a Railroad (1952). Uno no puede caminar por las calles de una ciudad estadounidense en las Primeras horas de una mañana de domingo (1930) sin tener la certeza de que un pincel acaba de añadir un isósceles radiante a ese muro, de que aquellas ventanas de párpados cerrados huelen a óleo fresco, de que la sombra de uno mismo está siendo alargada para entrar en una galería hopperiana donde la silueta de Raymond Carver enciende un triste Marlboro.

 

No es gratuito que dos de los cinco volúmenes de cuentos de Carver traducidos al español, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y De qué hablamos cuando hablamos de amor, lleven en la portada cuadros de Hopper: South Carolina Morning (1955) y un fragmento de Summer Evening (1947), respectivamente. Uno ingresa en la narrativa del primero abriendo las puertas ciegas que abundan en los páramos exteriores del segundo; diríase que detrás de cada fachada hopperiana acecha, con las aguas del exilio moral hasta el cuello, un loser carveriano. En “¿Por qué no bailan?”, el relato que inaugura De qué hablamos…, un hombre expone su hogar en el jardín delantero en una suerte de instalación del desamparo:

 

 

Aquella mañana vació los armarios, y todo lo que había en ellos estaba fuera de la casa, salvo las tres cajas de cartón de la sala. Mediante un cable tendido al exterior había conectado lámparas y aparatos. Todo funcionaba igual que cuando había estado dentro de la casa.

De cuando en cuando un coche reducía la marcha y los ocupantes miraban, pero ninguno paraba.

 

 

En este anhelo de exhibir, de desnudar el espacio interior se perfilan los seres que deben habitar la posada vacía de Rooms for Tourists (1945). O la pareja espiada en Room in New York (1932), cuya distancia anímica se resume en la tecla del piano que la mujer de rostro ensombrecido pulsará –advierte Hughes– sin obtener respuesta del hombre que lee el periódico a su lado ni de nadie. O los outcasts que rentan una porción del limbo norteamericano en óleos como Cape Cod Evening (1939) y Summer Evening, aunque en ambos, a diferencia del cuento de Carver, el interior ha sido vetado al espectador mediante cortinas o persianas que incrementan la sensación de destierro y abandono.

 

“Si en los cuadros [de Hopper] –señala Mark Strand– hay figuras que sugieren soledad, ello ocurre porque representan nuestra situación como observadores. Lo que vemos en ellos es nuestra propia inmovilidad.” Esta veta voyeurista es explorada por Carver en “Visor”, donde un fotógrafo manco –¿émulo del pintor de Nyack?– empieza a retratar por fuera la casa del narrador:

 

 

Le cogí la fotografía.

Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, la escalera principal, el ventanal en saledizo y la ventana de la cocina desde donde había estado mirando.

¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre?

Me acerqué un poco más a ella y vi mi cabeza, mi cabeza, allí dentro, tras la ventana de la cocina.

Me hizo pensar, el verme a mí mismo de ese modo. Lo digo en serio: es algo que le hace pensar a uno.

 

 

Pensar en la propia parálisis puede entonces paralizar, contribuir a que uno se integre a un retablo hopperiano; saberse observado estimula el deseo de la contemplación. Varios relatos de Carver siguen este proceso pictórico. “Belvedere”, “Veía hasta las cosas más minúsculas”, “Mecánica popular” y “De qué hablamos…” transmiten el estremecimiento del voyeur que irrumpe en la intimidad del otro y la congela en una estampa irrepetible, la fascinación de quien por primera vez se asoma a un óleo de Hopper y descubre en tercer plano, en una esquina del sosiego en el que naufragan los personajes, una carveriana botella de whisky. En “Quienquiera que hubiera dormido en esta cama”, incluido en Tres rosas amarillas, la profanación del terreno privado alcanza su cúspide como en el caso de Room in New York. Iris y Jack, la pareja protagónica, despiertan a las tres de la mañana sacudidos por el timbre del teléfono; al igual que en otros textos de Carver, se trata de un número equivocado que hará estallar no sólo los cristales del sueño sino también la vitrina de la vida conyugal. Durante el resto de su insomnio pleno de cigarros, salpicado intermitentemente por la voz de la mujer ebria que llama preguntando por un desconocido, Iris y Jack bajarán por los peldaños de un diálogo que los conducirá a un punto sin retorno: el sótano donde late la posibilidad de la eutanasia. La maestría de Carver convierte al lector en un fotógrafo que –como el de “Visor”– se coloca afuera del hogar de los personajes y espía a través de las ventanas lo que sucede dentro, en el dormitorio saturado de humo donde está por tomarse una decisión crucial. Al final del relato, cuando empieza a amanecer, vuelve a sonar el teléfono; Jack contesta y le prohíbe a la extraña que llame de nuevo:

 

 

Me tiemblan las manos. Creo que también mi voz traiciona mi estado de ánimo. Pero mientras estoy tratando de dejar las cosas bien claras, Iris se mueve de pronto e inclina un poco el cuerpo, y todo cesa. La línea queda muda, y no oigo nada.

 

 

Tras esa súbita pose femenina se intuye un pincel que detiene el instante para siempre. Tras las palabras de Jack se escucha, proveniente de un radio lejano, una declaración hopperiana: “Un estado de ánimo no puede ser tan ordinario que ya no merezca atención.” Tras el insomnio de la pareja está la Autómata (1927) que bebe un café nocturno para disminuir su ebriedad, la mujer que desde Hotel Room (1931) ha telefoneado al cuadro equivocado.

 

Los cuentos de Carver cumplen entonces con la “armonía paralela” a la obra de Hopper de la que habla Hughes. Cuando aquél escribe, al principio de “Mecánica popular”: “Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa”, uno no puede más que evocar el umbrío espíritu contemporáneo exhibido en interiores que luchan por deshacerse de sus sombras en medio de la dura luz hopperiana. Esos interiores, esos “espacios habitables”, diría Fredric Jameson,

 

 

funcionan como cubículos de un modo u otro abiertos a la ciudad y a la calle, y de alguna forma son incompletos y espacialmente parasitarios de ellas.

 

 

En efecto: en todos sus óleos urbanos Hopper privilegió ámbitos que se nutren del exterior, parajes psíquicos donde la ciudad nunca deja de fluir por el rostro de seres que, al igual que la mujer de Morning Sun (1952), aguardan una epifanía redentora. Sea a través de la opacidad de concreto por la que boga una diáfana aunque desierta Drug Store (1927), de los aparadores donde la anciana de Hotel Window (1956) busca una improbable salida de su reclusión solitaria, de los muros que evidencian el aislamiento afectivo de la pareja de Sunlight in a Cafeteria (1958), de las ventanas que parecen acechar a la mujer expuesta a los ojos del mundo en New York Office (1962), la metrópoli termina siempre por imponer su presencia, acentuando el exilio íntimo de sus habitantes. Estamos frente al gran retratista del desarraigo del siglo XX; así lo demuestran sus “cubículos”, emblemas impecables del tránsito, falsos refugios del hombre que vive impelido por una modernidad centrífuga que no ofrece asideros. Cuartos que se antojan subarrendados, hoteles, oficinas, restaurantes, cafeterías, teatros, cines, vagones, gasolineras, establecen una exacta correspondencia con las vías de (in)comunicación que toman por asalto los segundos planos: carreteras rumbo a ninguna parte (Gas, 1940; Four Lane Road, 1956; Western Motel, 1957), líneas ferroviarias por las que nadie viajará (Railroad Crossing, 1922; House by the Railroad, 1925; Hotel by a Railroad). No deja de sorprender que el metro, símbolo urbano por antonomasia, aparezca por alusión en un solo óleo, Approaching a City (1946), que refrenda los hallazgos visuales de Bridge in Paris (1906). No dejan de inquietar las palabras que Mark Strand dedica a ese túnel que se adentra en las vísceras de la desolación: “Es un cuadro que invita al observador a ingresar sólo para enterrarlo. Es la más siniestra y despiadada de las pinturas de Hopper.” ¿Qué nos espera entonces al otro lado del túnel? ¿La lúgubre casona de House by the Railroad, que según Strand es en realidad

 

 

una tumba, un monumento a la idea de encerramiento, un majestuoso emblema de rechazo […] un elaborado ataúd bajo la luz del sol; brilla con un aire de cosa última, y no tiene puerta?

 

 

Quizá sea esta imagen la que se niega a observar la acomodadora taciturna de pie bajo una lámpara en el pasillo de New York Movie (1939). Quizá, en la pantalla de la que sólo alcanzamos a distinguir un fragmento en blanco y negro, brote en cualquier instante una de las dos mansiones inspiradas en el “elaborado ataúd” hopperiano: la que habita la madre muerta de Norman Bates en Psycho, de Alfred Hitchcock, o la que pertenece al enfermizo terrateniente interpretado por Sam Shepard en Days of Heaven, de Terrence Malick. Quizá empiecen a desfilar trozos de otras películas que captan con éxito la estética del pintor de Nyack: The Reflecting Skin, de Philip Ridley, donde el niño protagonista atiende la gasolinera de Gas para luego acudir a la casa de High Noon (1949), en cuyo pórtico una mujer posterga una iluminación más vampírica que diurna; Flesh and Bone, de Steve Kloves, donde Meg Ryan y Dennis Quaid se ven envueltos en una trama faulkneriana que los lleva a recorrer paisajes extraídos de Corn Hill (1930) y Cape Cod Afternoon (1936); Things to Do in Denver When You’re Dead, de Gary Fleder, donde Andy García se cuela al célebre óleo Nighthawks (1942) para beber su malteada cotidiana. “Quizá –declaró Hopper– yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.”

 

Este deseo se cumple en Rooms by the Sea (1951), que sintetiza la tensa relación interior/exterior de la obra hopperiana. Ya en Le Bistro (1909), el pintor había fundamentado esta simbiosis al colocar a una pareja en una mesa al borde de un espacio aéreo que amenazaba con devorarla de un momento a otro. En Rooms by the Sea, sin embargo, la pareja se ha desvanecido, y con ella todo vestigio humano: queda en primer plano un ámbito desierto y al fondo un pedazo de estancia con un pedazo de armario, un pedazo de sillón rojo, un pedazo de muro en el que cuelga un pedazo de cuadro: tal vez el mismo que vemos. Queda la puerta que tanta falta hacía en House by the Railroad, abierta de par en par de modo que el océano –¿el océano?– pueda irrumpir con toda su eternidad azul. Queda un trapecio solar que ansía ser hollado. ¿Acaso no es esta geometría lo que añoran las criaturas que pueblan ese gran fresco de la espera que constituye la pintura de Hopper? ¿No late una nostalgia de la luz, de “la luz del sol sobre una pared”, en la mujer desnuda sentada al filo de la parálisis (Eleven a.m., 1926), en la que permanece atenta a una revelación celeste (Summertime, 1940), en la que otea el infinito desde el ventanal de su casa (Cape Cod Morning, 1950)? ¿No aguardan lo mismo el hombre que nunca se decidirá a encender su habano (Sunday, 1926), el que busca en una bomba de gasolina una respuesta a su monótona existencia (Gas) y el que se deja imantar por la inmensidad urbana (Office in a Small City)? ¿Por qué los seres casi alienígenas de People in the Sun (1960) parecen haberse citado en sus tumbonas para convocar a una extraña deidad que los salve de su letargo? En la lumbre trapezoidal de Rooms by the Sea caben todos; ahí está el cielo, el mar, el muro: la epifanía redentora. Allá está el fragmento de habitación donde seguramente ha acordado reunirse una nueva galería de soledades reconcentradas. No nos entretengamos más. La puerta ha sido abierta por una mano fulgurante que nos apura al interior: pasen, ya era hora, aún hay asuntos pendientes en los cuadros de Edward Hopper.

 

 

Ensayo incluido en el libro

Paseos sin rumbo. Diálogos entre cine y literatura

(Fórcola, Madrid, 2010)

FOTO: La pintura South Carolina Morning, de Edward Hopper, aparece en la portada del libro ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de Raymond Carver

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