Autobiografía póstuma
POR LUIS ZAPATA
Retomemos, pues, los temas ya esbozados, antes de que esto se convierta en un caos.
Soy, como dije líneas arriba, el prolífico y versátil escritor Zenobio Zamudio, muerto fresco que suspira aliviado por verse ya libre de las penalidades terrenas y de la autoimpuesta obligación de ser modesto.
¿Qué hago? También lo dije antes: escribo mi autobiografía, sólo que el objetivo de ésta no es el de toda autobiografía: decir la verdad a medias, silenciar defectos y episodios ridículos, cuando no un carácter verdaderamente proclive hacia la maldad. Decía el buen Chateaubriand que la belleza, al menos en su forma ideal, era “el arte de escoger y de ocultar” (las cursivas son suyas). Pero yo me propongo aquí no ocultar nada, ya que ni soy Chateaubriand ni pretendo crear belleza: sólo verdad. Mi meta es, pues, contarlo todo o, mejor, confesar todo lo que en general no puede confesarse, mientras aún quede una pizca de escrúpulo: al fin y al cabo, podría uno preguntar qué es la belleza si no la verdad (claro, en gustos estéticos se rompen géneros, y no faltará quien piense lo contrario). En cuanto a lo primero, a escoger, nadie duda de que el arte es una continua elección, un continuo decir “esto sí va, esto no va”.
¿Dónde estoy? Ya lo dije varias veces. Lo que no he dicho es dónde se encuentran mis —llamémosles así— restos mortales, id est, mi cuerpecito, que tantos placeres y disgustos supo darme: en este momento hace su entrada triunfal en mi tan aborrecido aunque ahora un poco menos pueblo natal, por esa carretera recta y un tanto angosta que ha cobrado tantas vidas: son muchos los que se confían y creen que pueden manejar por ella a gran velocidad. Como el resto del pueblo, está malhecha (déjenme abrir un paréntesis y comentarles que la mayoría de sus casas fueron construidas como al aventón y dan la impresión de no haber sido acabadas, por lo menos las que surgieron de una pseudomodernidad barata, que sustituyó el pintoresco adobe por el ladrillo, o, lo que es peor, los bloques de tabicón, esos que no se toman el cuidado de cubrir —salvo las fachadas: pueblo de fachadas—, sino que dejan pelones y ofrecen una apariencia desastrosa al turista que —no digamos que visita el pueblo, pues nadie que no haya nacido aquí lo visita ni por equivocación; por lo demás, no hay ningún motivo para visitarlo— pasa fugaz por ese tramo de carretera recta y un tanto angosta anhelando aires y paisajes más benévolos), y no pocas sorpresas se han llevado muchos allá (es decir, en la carretera) y aquí (es decir, en este espacio al que han llegado los que aquí han llegado, después de haber muerto casi sin darse cuenta debido a la rapidez del chingadazo).
Una regla mínima de cortesía, o el respeto de los antiguos cánones literarios me obligaría a hacerles una visita guiada por mi pueblo, o bien a describirlo. Sí. Pero tanto los guías de turismo como los escritores de antaño necesitan (necesitaban) un estímulo para su expansión verbal, trátese de la belleza del lugar, del reconocimiento o de los beneficios económicos que esperan (esperaban) obtener. Como San Mateo del Río es, y no me canso de decirlo, uno de los pueblos más feos que existen, si no el que más, y como no espero conseguir nada con el despliegue de mis habilidades descriptivas, omitiré la parte correspondiente al paisaje sanmateano: que me perdonen los posibles interesados.
O, bueno, va, para que no se me acuse de nada, especialmente ahora que ya no puedo defenderme de viva voz, ni mucho menos mandar cartas a la redacción de los periódicos, cosa a la que, dicho sea de paso, nunca fui afecto en vida.
¿Qué se ve desde la carretera?
Vulcanizadoras, basura, propaganda política (id est, basura), anuncios de cerveza, humo por aquí, humo por allá, humo más allá (¿queman basura en estos supuestamente ecológicos tiempos?), anuncios de lucha libre, casas con techos de asbesto, gasolineras, tramos de carretera en reparación, más anuncios de cerveza, loncherías, anuncios de bailes, cerros medio pelones, árboles medio polvosos, agencias de automóviles, anuncios de cemento y otros materiales de construcción, árboles de mango, uno que otro pino tristón, hoteles de paso, más anuncios de cerveza, de refrescos, salones de fiestas, autopartes (sic), bares, tiendas de abarrotes, estéticas (sic), refacciones, puestos de fruta, de verduras, de carne y longaniza, distribuidores de materiales de construcción, expendios de pintura, de alimentos para animales, más propaganda política, restaurantes, ferreterías, anuncios de teléfonos celulares, más anuncios de cerveza, tendajones, marisquerías, cantabares (sic), más basura, montones de grava, montones de tierra, coches, claro, gente, claro, algunos muy bajitos, casi pigmeos por la desnutrición (éste, junto con el de Guerrero y Oaxaca, es uno de los estados más pobres), escuelas, academias, bancos, más refaccionarias y más materiales de construcción, muelles, mofles, radiadores, instalaciones militares, tiendas de colchones, mangueras, alguna oficina de gobierno (todo esto, claro, es únicamente lo que se ve desde la carretera, sin entrar de hecho a San Mateo). Algunos dirán que es un pueblo próspero, y tal vez tengan razón: “Se ve mucho movimiento”, como aseguran los que de esto saben. Pero no siempre fue así, y la prosperidad de la feúcha capital no es, en modo alguno, indicadora de que en el resto del estado haya cierta bonanza económica, como cualquiera con tres dedos de frente puede deducirlo.
¿Y qué diré sobre el carácter de mis paisanos? Que es hosco, ríspido, cuando no abiertamente violento. No los caracteriza la buena educación: no sólo no saben decir “de nada” cuando uno les da las gracias; tampoco saben agradecer nada. Y como prueba de esto, pondré un ejemplo: nunca supo mi pueblo natal agradecerme —al menos en vida— el haber grabado su nombre con caracteres de oro en la república de las letras: nunca un premiecín, una casita, un regalito compensatorio. Ásperos y groseros, burdos y palurdos, vulgares e ignorantes. Ni siquiera saludan; es más, con frecuencia ni siquiera contestan el saludo. En ocasiones, cuando me siento benévolo (ahorita, por ejemplo), puedo verlos como animalitos ariscos que van por la vida como Dios les dio a entender. Nada tengo que agradecerles —¿ni siquiera estas memorias póstumas? Aprovechemos este momento de magnanimidad para darles las gracias, así sea torciendo un poco la boca, y para que no se me acuse de lo mismo: bueno, tenkius, pues, pero traten de ser un poco mejores.
Otro rasgo que los afea es la presunción, la arrogancia, la impresión de ser el centro del mundo: ¡por fa-vor! Siempre he pensado que no hay mayor naquería que la presunción, así sea disimulada, o sobre todo si es disimulada. Viene luego la cursilería. Y le sigue la hosquedad. Pues bien, en mi pueblo se dan las tres en abundante profusión (¿incurro en un pleonasmo? Si es así, que se me perdone, pero ¡es que en San Mateo proliferan tanto!).
No son, pues, mis paisanos los seres más amables del mundo, ni los más hospitalarios. Y, sin embargo, parecería que en este momento pretenden sacarse la espinita.
En las entrevistas, con frecuencia les preguntan a las personas importantes si volverían a vivir sus vidas como las vivieron, si no se arrepienten de nada. Yo no, yo no. Yo sí, yo sí. ¿Son sinceros? Tal vez. Al menos sus respuestas parecen una prueba de madurez. Yo ni eso, yo ni eso. Claro que a mí nadie me está entrevistando (cuando alguna vez lo hicieron, no me formularon esas preguntas), y no tengo la menor certeza de que mis respuestas puedan interesarle a nadie. ¿Salvo a mí y a mis pocos aunque fieles lectores? Quién sabe, quién sabe. Pero en algo me he de entretener, al menos en este momento en que no tengo nada que hacer: aún no arreglan del todo el lugar donde se llevarán a cabo el velorio, esta noche, y los actos oficiales programados para mañana.
Siempre me he sentido un poco tonto, y quizá siempre lo he sido. Siempre me costó trabajo, cuando no me fue imposible, tomar decisiones, y muchas veces fue la vida quien las tomó en mi lugar. Siempre he pensado también que he cometido muchos errores de los que no he aprendido nada; es decir, que me han servido para pura chingada, al contrario de esos hombres y mujeres ilustres que hacen una recapitulación de sus fecundas vidas.
Siempre fui, pues, de los que nunca aprendieron de sus errores, de los que tropezaron no dos, sino mil veces con la misma piedra. Ingenuo, crédulo, a veces en demasía, fui víctima en muchas ocasiones de la mezquindad ajena. Otras más, no supe defenderme, cuando habría podido hacerlo. Lo único que me redime es mi obra, que sí, sí, sí habría vuelto a escribir de la misma manera.
Fragmento de novela.
*Fotografía tomada del sitio: MEMEXICO.COM
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