Autoficción: el mundo después del “yo”

Nov 21 • destacamos, principales, Reflexiones • 3643 Views • No hay comentarios en Autoficción: el mundo después del “yo”

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La memoria, la tragedia y la infancia suelen ser detonantes, materia prima, que han utilizado los escritores a lo largo de la historia para crear sus obras que han dado rostro a la literatura universal

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POR RODRIGO MENDOZA

 

Es innegable que la narrativa de autoficción ha inundado los estantes de las librerías a lo largo de la última década. Ahí están las obras de Alejandro Zambra, Guadalupe Nettel, Julián Herbert, Emiliano Monge y Juan Pablo Villalobos. Pero es cierto también que este fenómeno literario no es nuevo. Charles Dickens, por ejemplo, construyó sus más famosas novelas a partir de los recuerdos de su empobrecida infancia. El sufrimiento de los niños que protagonizaron sus obras más entrañables guarda una estrecha relación con la vida temprana del escritor inglés. Pensemos también en William S. Burroughs y su Yonqui, en donde enlista sus dispersas experiencias homosexuales y relata con lujo de detalle su descenso al infierno de las drogas. Mario Vargas Llosa escribió La tía Julia y el escribidor valiéndose de su propia experiencia sentimental con Julia Urquidi, hermana de su tía política. La novela está narrada en primera persona por un personaje que también se llama Mario. ¿Eso significa que no existe ficción en ese libro? Podemos hacernos la misma pregunta sobre la obra de Emmanuel Carrère, quien ha creado gran parte de su deslumbrante carrera literaria a partir de la enunciación de su propia persona sin ninguna reserva para su lector; ese Carrère personaje en De vidas ajenas y Una novela rusa se desnuda por completo con todos sus defectos y virtudes. Augusto Roa Bastos, por su parte, concibió Madama Sui partiendo de la reconstrucción de su infancia en Paraguay marcada por las reminiscencias de la dictadura de Strossner y de un temprano enamoramiento hacia esa mujer recia y volátil que le pone nombre a la novela.

 

¿Pero qué es la autoficción y por qué resulta tan atractiva para los escritores contemporáneos? Para contestar esa pregunta podríamos recurrir a Julia Musitano. En su ensayo Autoficción: una aproximación teórica refiere lo autoficcional como una “espectacularización de la intimidad”. El autor de autoficción, entonces, desdibuja los límites de su privacidad: puede contarnos sus remordimientos, el dolor que lo embarga, sus traumas, obsesiones, fracasos y grandes ilusiones. No teme trazarse como alguien patético, vulnerable o despreciable siempre que esto le ayude a contar una buena historia. ¿Hablamos de exhibicionismo? No necesariamente. A diferencia de la autobiografía –en donde sí hay un compromiso con la verdad y con la correspondencia entre la realidad y la memoria, algo que acerca lo autobiográfico más a lo documental, al testimonio– en la autoficción importa muy poco la vida real del autor detrás del texto, lo realmente interesante es el proceso de traslación que hace entre su “verdadero yo” y su “yo ficticio”. Uno se alimenta del otro, resultan indivisibles. El lector puede, acaso ociosamente, intentar dilucidar las diferencias entre cada uno de ellos, si es que existen, pero eso no cambia la naturaleza misma del texto porque su principal virtud es esa ruptura del pacto ficcional que el autor sostiene con el lector: aquel que creíamos creador de mundos otros resulta que ha comenzado a contarnos una historia habitada por un personaje sospechosamente parecido a él; que tiene sus mismas características y que incluso lleva un nombre igual al suyo.

 

Ahora bien, ¿el hecho de que el escritor diga que su obra se basa en sus propias experiencias basta para creerle? ¿Sólo porque estos escritores se enuncian a sí mismos como personajes tenemos que asumir que en su obra no hay espacio para la ficción pura? Deberíamos saber que el escritor tiene la posibilidad, acaso la obligación, de jugar con las posibilidades que la ficción y la realidad le proporcionan. Hay en la autoficción un intercambio de valores entre ambas nociones que permite al escritor hacer lo que Julia Musitano llama “la manipulación de lo vivido”: aunque el autor haya experimentado algo semejante a lo que nos cuenta, ello no significa que no intervenga el texto mediante la ficción, que no modifique los acontecimientos en favor de una mejor expresión literaria.
Sara Sefchovich ha manifestado en su texto “Ensayo sí, novela no” su desinterés por la novela contemporánea porque percibe cierta obsesión, cada vez más frecuente, de los autores consigo mismos. Para ella, el mundo literario está lleno de personas que viven “escribiendo novelas sobre ese ‘gran tema’ que es su propia persona”. Pero esas vidas, esos “yos” ¿son realmente tan interesantes? ¿Vale la pena que escriban sobre ello?

 

A fin de cuentas, el verdadero genio literario del autor yace en su capacidad de hacernos confiar en él y en todo lo que nos está contando. Su auténtica virtud es hacernos pensar que la vida de esa niña en El cuerpo en que nací es, efectivamente, la misma vida de Guadalupe Nettel. ¿Importa que así sea? Contar excepcionalmente una vida trivial es igual de complicado que escribir con trivialidad una vida excepcional. Todo depende del objetivo del escritor. Imposible, incluso innecesario, saber si aquello que la autoficción nos cuenta ha sucedido realmente. En palabras de Musitano: “no sabemos si aquello que nos cuenta [el narrador] sucedió, si algo de aquello sucedió, si es pura invención o si juega a confundirnos”. En esa cualidad de indescifrable es donde yace la elocuencia del discurso autoficcional; lo que importa en realidad es la experiencia que esos libros dejan en el lector; esa sensación de vulnerabilidad y honesta introspección de una figura históricamente inaccesible como lo es el escritor.

 

En todo caso, lo atractivo de la autoficción es que podemos simpatizar con ese personaje-autor, ya sea porque está sobreviviendo a su divorcio, porque nos está contando su niñez o porque nos hace partícipes de sus defectos y temores. Pero también podemos odiar a ese personaje-autor por ser tan déspota, necio y ambicioso, por su falta de empatía y de humildad. En ambos casos estamos ante una recreación del “yo” del autor, una forma de contar historias a partir de sí mismo.

 

Otro punto que suma fascinación a la compleja construcción autoficcional es la intervención de la memoria. Toda escritura a partir del “yo”, además de una indefinible carga de ficción, involucra un proceso de recuperación de la memoria, de una escritura que emerge de los recuerdos. Como sabemos, el recuerdo es inestable; pueden ser manipulado, ya sea de forma consciente o no. Aunque una obra se asuma como una derivación de hechos almacenados en la memoria, no por ello deja de ser subjetiva e infiel al hecho en sí. La historia más bien adquiere un matiz claramente personal que invita al escritor a fundir el recuerdo con la ficción. El caso de Dickens es muy ilustrativo: esas penurias picarescas que viven David Copperfield y Philip Pirrip nacieron de retazos de su memoria que invariablemente devinieron en una extraordinaria ficción.

 

Podemos, dicho sea de paso, extender este fenómeno más allá de la literatura: Federico Fellini, Woody Allen, Pedro Almodóvar y Alfonso Cuarón han utilizado sabiamente la autoficción en el cine para revelarnos sus memorias infantiles, sus rencores sociales, sus historias de desamor y hasta sus ilusiones. El caso de Amarcord revela un deformado mundo adulto que es percibido con una tremenda sensibilidad infantil, lo que la emparenta con Roma de Cuarón, que además es una carta de denuncia a la historia política reciente de la Ciudad de México. En Dolor y gloria, Almodóvar reconstruye excepcionalmente la soledad adulta de un cineasta/artista venido a menos, algo que Woody Allen lleva haciendo desde hace décadas con Stardust memories, Los enredos de Harry y El ciego.

 

Por otra parte, en el terreno de la narrativa gráfica la autoficción ha encontrado en Art Spiegelman y Craig Thompson un afortunado escaparate. Ambos autores han hallado la forma de enfrentar la memoria personal con una tremenda sensibilidad poética a través de Maus y Blankets respectivamente. En Maus asistimos a una poderosa recreación del martirio del padre de Spiegelman en un campo de concentración nazi mientras él mismo trata de descifrar las secuelas que aquello dejó en su progenitor; en Blankets somos testigos del despertar amoroso de Thompson, al tiempo que revisita su infancia mediante la relación delicada con su hermano menor.

 

Dicho lo anterior, sólo queda pensar que quizás confundimos con egocentrismo lo que en realidad pretende ser una reapropiación de la realidad a partir del “yo”, una reconfiguración en la percepción artística desde la experiencia personal. Que el autor decida hablar desde sí mismo implica una duplicación de su ser: aquel que cuenta la historia y aquel que la protagoniza. Ambos son el mismo y también son distintos. Eduardo Milán llama a esta maniobra una “ontología plural” donde el escritor “se enmascara en varios yos”. Pensemos en esos yos que aparecen en Mis documentos y Formas de volver a casa, que son y no son Alejandro Zambra en tanto que evocan su experiencia como niño atrapado en los últimos ecos de la dictadura chilena; como joven escritor y frustrado profesor. La calidez de su escritura es consecuencia de su compromiso personal con una realidad política a la que no puede permanecer indiferente.

 

Cuando vivimos un presente atribulado que exige un posicionamiento político y una problematización de los mecanismos sociales, ¿cómo ignorar el abanico de perspectivas tan sugerentes que la escritura desde el “yo” ofrece? Pensemos en un hipotético escritor nacido en México en el año 2000, es decir, que vivió la falsa promesa política del PAN; la caída de las Torres Gemelas; la crisis económica de 2008; la toma de posesión de Obama; el perfil apocalíptico del 2012; la devastadora vuelta al poder del PRI; la desaparición de 43 estudiantes; el inconcebible promedio de ocho feminicidios diarios; luego la tenebrosa toma de posesión de Donald Trump; la esperanzadora ascensión de un gobierno mexicano de izquierda y la consiguiente sensación de decepción generalizada; la caída de un sistema mediático machista bajo la consigna #MeToo; una pandemia inverosímilmente mortal; y finalmente un encierro desde el que observa al mundo caer en la cuenta de que #BlackLivesMatter. Después de esta pizca de experiencias, ¿por qué no escribir desde el “yo”, desde la experiencia personal a través de estos momentos? Sí, quizás hay escritores que no son capaces de captar el cúmulo de realidades paralelas a sí mismos y se nublan por su ego, por su insulsa vida que asumen interesante. Pero también hay quien puede asir lo poético en lo anodino y la belleza en la tragedia cotidiana; quien es capaz de contar cualquier cosa haciéndola converger sobre su persona y hacernos creer que aquello que dice es importante para nosotros, que es esencial para nuestra experiencia de vida.

 

La autoficción, pues, no asume que el escritor es el centro del mundo y que sólo su vida merece ser contada. Más bien ayuda a que el autor canalice la realidad a través de su pluma y de los puentes que teje con su memoria, de su percepción particular del mundo. No se trata de construcciones basadas en anecdotarios personales sino, más bien, de la capacidad del escritor para hacernos habitar no en un mundo otro sino en su mundo. Sus frustraciones, temores e inconformidades también son nuestras. En otras palabras, hay una afinidad entre el lector y el autor, una sensibilidad compartida en relación con el mundo.

 

FOTO: Ilustración de la novela gráfica Blanckets, de Craig Thompson. / Especial

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