Aventuras con el eslabón perdido (o ‘El fósil de homínido en la época de su repoducibilidad tridimensional’)
POR ALAIN-PAUL MALLARD
Puede que sea nada más impresión mía, pero en los años setenta del siglo pasado —en los que me tocó ser niño—, la expresión ‘el eslabón perdido’ tenía, en la cultura popular, una prevalencia de uso mayor que hoy.
Divagando por mundos imaginarios, pasaba yo horas tirado sobre la alfombra amarillo-yema de la que había sido recámara de mi hermano mayor. En el librero, con libros que él había dejado atrás, ciertos lomos me estremecían: El shock del futuro, La mente de Hitler, Pantera Negra: después de la prisión, La tortura. Hoy distingo hasta qué punto formaban parte del zeitgeist; en aquellos ayeres, me metían miedo.
Un título, más que infundir temor, sugería un ominoso misterio: Aventuras con el eslabón perdido. Para mí, ‘eslabón perdido’ remitía al Yeti, al Sasquatch, a un monstruo hirsuto, corpulento, torpe, despiadado. Algo era seguro: el eslabón perdido nunca había sido hallado. Y era, me decía, un enigma que yo estaba llamado a resolver, una de las múltiples aventuras que me aguardaban en el futuro, cuando fuera grande.
Una tarde, me animé a alargar el brazo y tomar del apretado estante el libro en cuestión. En su centro, un cuadernillo con fotografías en blanco y negro. Viejas fotos de huesos y de piedras. Me puse a leer. La luz fue declinando. Alguien entró a ver qué hacía y me encendió la lámpara. Leí tumbado boca abajo sobre el tapete Pop durante tardes enteras. Hasta que lo terminé.
Así fue como conocí al Niño Taung, el Australopitecus africanus.
El eslabón perdido era… ¡un remoto niño africano!, el hueso petrificado de un posible camarada, mitad niño/mitad mono. No una mera astilla de quijada o un ínfimo trozo de falange, no; un rostro entero me miraba desde la página y desde el inicio de los tiempos.
Aventuras con el eslabón perdido de Raymond A. Dart y Dennis Craig fue quizá el primer verdadero ‘libro serio’ que leí. De inmediato me volqué, en uno de esos raptos de entusiasmo que sólo se experimentan en la infancia, al estudio de primates y homínidos. Llegué a explicar la evolución, la paleontología, los fósiles, con sorprendente aplomo —“el niño catedrático”, me apodaba mi abuelo paterno.
Que el Niño Taung fuera un niño lo volvía todo más tangible. Podía identificarme con él. Una vez que tomé su mano peluda ya nunca la solté.
La vida, sin embargo, me condujo al presente eligiendo otras rutas. En los ámbitos en que me muevo hoy día no es mucha la gente con quien puedo conversar sobre el Niño Taung. Y no tengo ya el aplomo suficiente de ponerme a discurrir interminablemente delante de un par de cartulinas con mis torpes dibujos de homínidos…
Pero esquematicemos, casi hasta llevarla a la escala de un cuento infantil, una historia compleja, plena de azares venturosos y agrias controversias científico-ideológicas:
Años veinte.
Minas de toba calcárea en la entonces Provincia de Transvaal, Sudáfrica.
De tanto en tanto, los mineros de Taung descubren, incrustados en el mineral, huesos fosilizados. Cráneos de babuinos que pasan de mano en mano. Alguno termina ornando, durante varios años, el dintel de chimenea en casa de uno de los administradores de la empresa. Una noche viene una joven a cenar. Los fósiles la intrigan. Resulta ser estudiante en la Universidad de Witwatersrand, en Johannesburgo, y pide llevárselos a su mentor, el anatomista australiano Raymond Dart.
Intrigado a su vez, Dart se moviliza de inmediato: ¿hay acaso más huesos fósiles? Los hay. Le remiten, desde la mina, un cajón de madera. Un cráneo se distingue de inmediato del resto. Posee un rostro relativamente plano, dientes menudos, y el mineral en concreción ha llenado la cavidad craneana formando la pétrea huella tridimensional de un cerebro complejo… Se asemeja más a un cráneo humano —un cráneo humano en miniatura— que a los cráneos de mono volcados en el arcón… La intuición de Dart es inmediata y contundente: tiene entre manos el cráneo infantil de un homínido, de un ancestro del hombre. Lo bautiza como Australopitecus africanus y se precipita a darlo a conocer en la revista Nature con una tesis escandalosa: África es la cuna de la humanidad.
La comunidad científica se enciende. Cuestiona de manera prácticamente unánime la calidad de la evidencia y niega la humanidad del Niño Taung y la competencia de Dart como paleoantropólogo. Sólo el Dr. Robert Broom, un médico escocés sin ninguna autoridad en el medio, se dice convencido y parte a palear sedimentos al lado de Dart.
La discusión durará décadas. Décadas en las que Dart y Broom reacometerán con nuevas mediciones, argumentos, dataciones —el Niño Taung tiene entre seis y tres años y entre 2.8 y 2.5 millones de años—, y nuevos hallazgos fósiles.
De poder observar en la abrasadora lejanía de la sabana un grupo de australopitecos, las menudas siluetas serían, en la distancia, las de seres humanos… Lo que torna verdaderamente especial el fósil de Taung es la posición que en éste ocupa el foramen magnum, agujero en el cráneo por donde emerge la médula espinal: no está localizado en la parte posterior como sucede en los animales que andan sobre cuatro patas, sino debajo, en la base, lo cual sugiere que los australopitécidos caminaban erectos, la cabeza balanceada sobre el esbelto cuello, la mirada al frente, libres las manos.
Libres para transformar el mundo.
Durante esas combativas décadas Dart y Broom propondrían también nuevas, descabelladas, teorías: los Australopitecus eran carnívoros y sabrían servirse de herramientas de hueso (!), cazar en grupo (!!), y —lo cual coloca la agresión en el origen mismo de lo humano— habrían inventado la guerra… (!!!)
Tarde en la década del cincuenta el Niño Taung sería plenamente aceptado como un proto-humano. Ya para entonces la Segunda Guerra Mundial y algunos hallazgos clave —entre ellos los realizados por los turbulentos esposos Leaky en la garganta de Olduvai (Tanzania)— habían modificado el clima intelectual. El origen asiático-europeo del hombre era ya insostenible.
Dejé, durante lustros, de pensar en el Niño Taung. Por treinta años estuve demasiado ocupado siendo adolescente. Luego, ya ensayando a ser adulto, anduve de paso por Sudáfrica y ¡ni siquiera me cruzó por la mente ir a la Cradle of Humanity —Sterkfontein, Swartkrans, Rising Star— a rascar un poco entre las piedras!
No hace mucho miré con mi mujer —durante su embarazo— los trece episodios de The Ascent of Man, estupenda serie televisiva de 1973 que el Dr. Jacob Bronowski concibió para la BBC. En el primer capítulo, el compacto Bronowski, de incongruente corbata tejida, solo en un calcinado paisaje africano, encara la cámara y con una inteligencia siempre entusiasta, con un entusiasmo siempre conmovedor, discurre sobre el objeto opaco que tiene entre las manos: un vaciado en yeso del cráneo Taung.
Lo muestra, lo analiza, lo sitúa en un contexto. Y, antes de ponerse a filosofar durante trece programas sobre el impulso ascendente del conocimiento humano, cuenta una historia personal:
En 1950, cuando todavía no quedaba plenamente asentada la humanidad del pequeño australopiteco, fue solicitado para realizar un cálculo. ¿Podría, matemáticamente, correlacionar las medidas de los dientes del fósil con sus formas para diferenciarlos de los dientes de los grandes simios?
Bronowski tenía entonces más de cuarenta años y había pasado su vida haciendo matemática pura sobre la forma de las cosas. De pronto, su conocimiento tenía una aplicación práctica, podía alumbrar a través de dos millones de años y ayudar a decirnos de dónde venimos. Fue, cuenta Bronowski, fenomenal. A partir de ese momento todos sus esfuerzos intelectuales se abocaron a pensar, desde distintas disciplinas, lo que hace al Hombre, Hombre.
“Diestro, observador, pensativo, apasionado, capaz de manipular en la mente los símbolos de la matemática y del lenguaje, las visiones del arte y de la geometría, de la poesía y de la ciencia…”
El ascenso desde sus remotos orígenes animales elevó al Hombre en una espiral de interrogaciones acerca de las cosas de la naturaleza, acerca de la naturaleza de las cosas. Un ansia perpetua de conocimiento que inicia con el trepidante impulso de caminar erguido.
El polímata Bronowski se enjuga entonces con el pañuelo la frente perlada de sudor. Hace calor, en Etiopía. “No sé —dice emocionado— cómo el niño Taung comenzó su vida. Pero sigue siendo para mí el bebé primordial a partir del cual comenzó la aventura humana”.
Tan emotiva profesión de fe me puso la carne de gallina. Apreté el pie de mi mujer. Ella me miró extrañada por sobre su oronda barriga de seis meses. Se me saltaron las lágrimas. Acaso haya sido la elevadísima concentración de hormonas que flotaba en la habitación… Pero pueden, si prefieren, llamarme cursi.
Y la breve vida del Niño Taung, ¿cómo terminó?
Dart propuso y creyó que lo mataron sus carnívoros congéneres. Su tesis The predatory transition from ape to man, conocida vulgarmente como The Killer Ape Theory —la Teoría del Simio Asesino— está hoy desacreditada.
Posteriormente se propuso que nuestros frágiles primeros ancestros eran presa fácil de los grandes felinos. En los sedimentos de las cuevas sudafricanas, los huesos fosilizados de los proto-hombres se hallaron, las más de las veces, revueltos con los de otras especies animales que antaño conformaran la dieta del temible dinofelis, un félido gigante hoy extinto. Se daba por sentado que el Niño Taung había corrido tal suerte. Para Bob Brain, que excavaba la cueva de Swartkrans, nuestros ancestros no eran asesinos; eran víctimas. Víctimas que, a partir de cierto estrato en las excavaciones de Swartkrans (los tiempos prehistóricos dan vértigo), se adueñan de la guarida, destierran al bestial enemigo: la doma del fuego, cuya más antigua evidencia fuera constatada por Brain, habría surgido de la necesidad de hacer frente al gato carnicero de dientes de sable…
Tiempo después, el Niño Taung volvió a ser una modesta sensación en la sección científica de los diarios. Pudo también causarla en las páginas de sucesos: Lee Berger, paleoantropólogo de la universidad de Witwatersrand, resolvió en 1995 el caso de su asesinato, añejo de 2,5 millones de años.
Berger trabajaba sobre el terreno, en una cañada, recogiendo fósiles. Al concluir la jornada, justo ante sus ojos una imponente águila negra (Stephanoaetus coronatus?) se dejó caer, certera y letal, sobre su presa: un mono verde (Chlorocebus pygerythrus). Se hizo el silencio en la cañada, y el águila alzó poderosa el vuelo con su cena entre las garras. ¡Eureka!, pensó Berger y siguió el vuelo del ave con la mirada. Sabía a dónde se dirigía la rapaz: anidan en peñascos rocosos de difícil acceso. Se puso en marcha y escaló durante un par de horas hasta que alcanzó el nido de varas. Justo debajo, una blanca pila de huesos. Entre ellos, cráneos de babuinos. Recogió varios. Ostentaban rasguños profundos producidos por los acerados talones de las águilas. Febril, Berger condujo entonces hasta su laboratorio en la Universidad de Wits. Es una de las contadas personas que tiene acceso a la caja de seguridad de varias puertas en acero templado que aloja y resguarda al fósil más importante de la Historia. Con el pulso acelerado, tomó el cráneo del Niño Taung, que había examinado en incontables ocasiones, y lo comparó con los de su nuevo botín: compartían exactamente las mismas marcas, peculiarísimas, en el interior de la órbita ocular.
Para nuestros primeros ancestros —al menos para los jóvenes— la muerte caía del cielo. Al Niño Taung lo mató un águila pitéfaga, es decir, un águila comedora de simios. Caso cerrado.
La elipsis más osada en la historia de la gramática cinematográfica es fuera de toda duda aquella en que una tibia de tapir, arrojada a los aires por un frenético y peludo proto-hombre (un killer ape), gira contra el cielo y, en su giro, se empalma con una nave espacial. De fondo musical, un poema sinfónico vienés. Proviene, claro, de 2001 Odisea del espacio, de Kubrick. En el parpadeo del corte se omite, se sugiere, toda la historia de la civilización. La elipsis abrevia, par decirlo con Bronowski, El Ascenso del Hombre, la odisea de la especie.
Corte a:
La fachada de un despacho de servicios de impresión en el cruce de la calle Muntaner con General Mitre. El letrero en la vitrina propone ‘Impresión 3D’. Empujo la puerta y me recibe un frescor ronrroneante de aire acondicionado.
Una muchacha con argollas en las narices y tatuajes en el hombro me atiende e informa. Vamos hasta el aparador. Del muestrario de objetos impresos, mi mano elige una esfera perfecta que contiene una segunda esfera perfecta capaz de girar libremente dentro de la primera, y que a su vez contiene una tercera esfera perfecta. Antaño, un minucioso y paciente artista chino se dejaba la vista tallando sus prodigiosas esferas en un colmillo de marfil. ¿Cuántos años tardaba? Las que ahora sopeso en la palma de la mano son de un material plástico, color azul cerúleo. Aparecieron sin que una mano las labrara. Me traen a la mente los inquietantes objetos de Tlön, objetos de un universo metafísico que, en la ficción de Borges, comienzan a invadir el mundo real.
Existe, en el nuestro, un universo paralelo de existencia virtual llamado Thingiverse —‘Cosiverso’. No hay en él cosas propiamente dichas, hay datos: archivos —compartidos por una comunidad de usuarios— con sistemas de coordenadas espaciales que permiten a una impresora tridimensional imprimir cosas. Toda clase de cosas: engranajes, sonrientes perritos, extraños piezas de misteriosos artefactos, un set de cucharas de medir, el barroquísimo alfil de un juego de ajedrez, la rejilla para una trampa de abejas, una pistola…
Mientras sea sólido y quepa en el cubo de la impresora, cualquier objeto puede ser codificado en instrucciones y devuelto una, y otra, y otra vez al mundo.
Podríase por ejemplo, con las coordenadas adecuadas, conjurar a partir de filamentos plásticos que el cabezal de impresión de un robot computarizado va depositando capa por capa en sucesivas curvas de nivel, un bifaz: el hacha de piedra, anterior incluso al genero Homo, que fuera, por mucho, el instrumento humano más largamente utilizado, el que más demoró en tornarse obsoleto…
Dudo que un hacha-de-sílex-de-plástico tendría gran utilidad práctica en el mundo actual, pero la pasmosa posibilidad de imprimirla sugiere una compactación temporal gemela a la alegoría de Kubrick. El shock del presente.
Ya habrán imaginado a dónde quiero llegar…
Traigo en el bolsillo una memoria extraíble —la frase es ya en sí extraña— y en ésta, el sistema de coordenadas para imprimir al Niño Taung. (Al dar a conocer la historia del cold case de asesinato resuelto 2.5 millones de años más tarde, un programa radiofónico de divulgación científica puso a un par de universidades y empresas en la jugada para que digitalizaran el fósil y generaran el archivo que permite imprimirlo. Y lo subieron al ‘Cosiverso’, para azoro y deleite de gente como yo).
La chica de las argollas toma mi USB. La inserta. Me hace una estimación de costos.
Alzo las cejas.
Ya repuesto del susto, me la pienso… Es que ¡es el Niño Taung!
—Tambien puede hacerse a escala —sugiere gentilmente—, así el tiempo de cálculo y el consumo de material bajan y puede que le salga más barato…
—No, no, la escala debe ser 1:1, es absolutamente esencial.
Me la pienso un poco más. ¡Es el Niño Taung!
O.K. Adelante.
Pide que le deje la cuenta pagada y me dice que vuelva dentro de un par de días.
Sugiero que quisiera ver cómo el cráneo se forma en el vientre del robot. Me explica que no es posible: como el asunto se toma varias horas, el técnico lanza la impresión por la noche y se larga a dormir.
Transcurrido el par de días, estoy de vuelta.
—¡Ah, sí la calavera! Quedó muy bien. ¿La quiere para Halloween?
Cómo explicarle…
La chica de las argollas me entrega, sonriente, un sobre. De esos de burbujas protectoras.
Saco del sobre —horror— dos Niños Taung ‘jibarizados’, dos… llaveritos.
—No es posible, ¡ésto no está a escala! Además, ¿por qué dos si sólo pagué por uno?
—Hicimos dos porque cabían varios en el cubo y se necesita de un mínimo de material para lanzar la máquina. Pero pierda cuidado, que sólo se le cobró uno, el que dejó pagado. ¿Dice que no es el buen tamaño?
Toma el auricular y le marca al técnico. Al móvil.
Me lo pasa. De inmediato se pone a la defensiva: que si no está al tamaño el error es mío, que siguió los valores indicados en la escala de Repetier y que sí, en efecto, le extrañó que no midiera los doce, trece centímetros que decía mi Post-it, pero no me iba a llamar a las tres de la mañana ya con la máquina corriendo…
No tengo la más mínima idea de qué pueda ser la escala Repetier. Yo no hice otra cosa que apretar el gran botón azul de ‘Download this thing!’ que, en el ‘Cosiverso’, ostenta cada archivo de un objeto virtual.
Cuelgo.
Para aliviar el malentendido y en un gesto comercial, la chica de las argollas propone hacerme una rebaja del 10% si decido volver a imprimir.
Imposible. Será el Niño Taung pero no puedo seguir aventando el dinero familiar en un capricho.
Quiero examinar mis ‘calaveras’, pero ¡no ahí!, ¡no entonces! Quiero hacerlo con un poco de solemnidad, un poco de calma.
Sintiéndome bastante estúpido, me echo los llaveritos Taung en la bolsa del saco. La muchacha me conduce a la puerta.
Ya una vez en casa, ha llegado mi momento, algo ridículo, de emular a Bronowski. Sostengo en la palma de la mano, a altura de ojos, un (pequeño) cráneo de resina y me dispongo a atacar, como Hamlet ante la calavera del bufón, las Grandes Preguntas Celestes…
*ILUSTRACIÓN: David Peón.