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La Revolución rusa fue un acontecimiento parteaguas del siglo XX y, no obstante el fracaso de su programa político, su influencia en la cultura y en las artes es innegable, como lo demuestra esta crónica-pop, mural insólito, donde aparecen lo mismo Joseph Conrad, Walter Benjamin y Joseph Roth, que Plutarco Elías Calles, Abelardo L. Rodríguez, Tintín y Milú, su fiel camarada

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POR JAVIER GARCÍA-GALIANO

A la memoria del Tovarisch Juan Meléndez

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Un asesinato de novela. “Nunca he creído en el asesinato político como un medio para un fin y, menos aún, en el asesinato del miembro de una dinastía”, escribió Joseph Conrad en 1915 en “Regreso a Polonia”, uno de los textos reunidos y traducidos por Pablo Soler Frost en Polonia y Rusia, editado por Libros del Umbral en 1999. “No sé en qué medida el asesinato pueda aproximarse a la perfección del arte, pues visto con el frío ojo de la razón parece siempre una cruda medida de la esperanza impaciente o de apresurada desesperanza. Hay pocos hombres cuya muerte prematura pueda influir sobre los asuntos humanos como no sea en la superficie. La corriente profunda de las causas no depende de los individuos que, como la masa de la humanidad, son llevados por su destino y ningún asesinato ha podido nunca aplacar, desviar o detener el destino”.

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En el principio de su novela Bajo la mirada de Occidente ocurre uno de esos asesinatos políticos como los que no resultaban infrecuentes en Rusia a finales del siglo XIX e inicios del XX. El Partido Socialista Revolucionario, refiere Richard Pipes en La Revolución Rusa, había ideado la Organización de Combate Socialista Revolucionario que dirigía las operaciones terroristas. El ministro del Interior Dimitri S. Sipiaguin fue asesinado en abril de 1902 por un estudiante radical y, luego de varios intentos, su sucesor, Viacheslav Von Pleve, “voló en pedazos por causa de una bomba lanzada contra su carruaje” en una operación dirigida por Boris Sávinkov. “Los cadáveres de Bogolépov, Sipiaguin, Bogdánovich, Bóbrikov y Von Pleve”, escribió Piotr Struve, que entonces era director en Alemania del principal órgano liberal, “no son antojos melodramáticos o accidentes románticos de la historia rusa. Esos cuerpos marcan el desarrollo lógico de una autocracia moribunda. La autocracia rusa, en la persona de sus últimos emperadores y sus ministros, ha apartado y sigue apartando obstinadamente al país de todos los caminos de un desarrollo político legal y gradual”.

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Supuestamente, según una carta que le escribió Conrad a John Galsworthy el 6 de enero de 1908, el asesinato del principio de Bajo la mirada de Occidente era el de Von Pleve.

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En una carta a su agente literario, James B. Pinker, y en el prólogo que escribió en 1920 para la edición de sus obras completas, Conrad confesaba que “al aparecer en Inglaterra Bajo la mirada de Occidente fue un fiasco de público, quizá debido a esa misma imparcialidad. Seis años después llegó mi recompensa cuando supe que mi libro había conseguido un reconocimiento universal en Rusia y que había sido objeto de numerosas reediciones”. Sostenía que “las diversas figuras que desarrollan sus papeles en este relato deben su existencia, no a una experiencia especial, sino a un conocimiento general de las condiciones de Rusia y de las reacciones morales y emocionales del temperamento ruso bajo la presión del titánico desorden que, en términos humanos, puede reducirse a la fórmula de una desesperación sin sentido provocada por una tiranía sin sentido”.

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Conrad empezó a escribir Bajo la mirada de Occidente en 1907 cuando padecía uno de sus recurrentes ataques de gota. Su publicación se inició por entregas en la English Review en diciembre de 1910 y la editorial Methuen lo imprimió en octubre de 1911.

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En 1905, el zar Nicolás II había proclamado el Manifiesto de Octubre en el que otorgaba “a la población fundamentos inviolables de libertad civil”, se comprometía a introducir el sufragio universal y a “establecer en toda su pureza la regla de que ninguna ley entrará en vigor sin la aprobación de la Duma del Estado”. Ese manifiesto, refiere Pipes, “desató tumultuosas manifestaciones en todas las ciudades del imperio; nadie esperaba tantas concesiones”. Sin embargo, el manifiesto se le había arrancado bajo coacción al zar, por lo que “nunca se sintió moralmente obligado a respetarlo” y no mencionaba la palabra “constitución”. Las sucesivas huelgas y manifestaciones se convirtieron en un levantamiento que dispersó el regimiento Semiónovski recurriendo a la artillería. “El 18 de diciembre, el Comité Ejecutivo del Soviet de Moscú capituló. En el levantamiento perdieron la vida más de 1,000 personas y zonas enteras de la antigua capital quedaron devastadas”.

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Ese año, Conrad escribió en la Forthnightly Review “Autocracia y guerra”, que Pablo Soler Frost incluyó en Polonia y Rusia, acerca de la guerra que se había iniciado cuando, el 8 de febrero de 1904, sin declaración previa, Japón atacó y sitió la base naval de Port Arthur, hundió algunos buques de guerra rusos e inmovilizó el resto. Conrad, que confesaba que no leía periódicos, creía que el “siglo XIX comenzó con guerras que fueron resultado de una revolución corrupta. Puede decirse que el siglo XX empieza con una guerra que es como el explosivo fermento de una tumba moral, de la cual puede aún emerger un nuevo organismo político que sustituya a un fantasma gigante y expansivo. Por cien años el fantasma del poderío ruso ha cubierto con la sombra de su fantástico tamaño los concilios de la Europa central y occidental”, y advertía que “hoy, cuando la posibilidad de que serios disturbios destruyan esa suerte de orden que la autocracia ha mantenido en Rusia, el camino que lleva al Báltico sobre estos ríos se reviste de un aspecto seductor. En cualquier momento, ante la amenaza de un estallido revolucionario provocado por los socialistas, tal vez, pero en realidad culpa de la inmadurez política de las clases ilustradas y el barbarismo político del pueblo ruso, podría aparecer el pretexto de la intervención armada. Los dolores de la resurrección rusa serán largos y penosos. No es éste el lugar para especular acerca de la naturaleza de tales convulsiones, pero ha de haber un violento corte con la lamentable tradición anterior, una sacudida de la unidad social, administrativa y ciertamente, de la unidad territorial”.

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El teatro de la Revolución

Oportunamente, como suelen comportarse algunos reporteros, John Reed, se sabe, escribió un testimonio, con prefacio de Lenin, de la Revolución bolchevique en el otoño de 1917, pero la utopía que proponían los soviets seguiría siendo noticia y acaso no ha dejado de serlo.

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El 7 de abril de 1926, Benno Reifenberg, jefe de la sección de cultura del Frankfurter Zeitung, le escribió a Joseph Roth para confesarle que “su separación de nuestro periódico significa para mí la más irreparable pérdida que podría sufrir en lo que llevamos del año. Contaba con usted. Necesito la colaboración de personas de mi generación con las que me entiendo sin más, con las que comparto ideas que para nosotros son importantes sin mayor explicación. Estoy persuadido de que habríamos perdido una batalla si su nombre ahora apareciera de golpe en periódicos berlineses”.

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Roth había manifestado sin ambigüedad su molestia por no poder permanecer como enviado en París luego de que Friedrich Sieburg fuera nombrado como corresponsal en Francia, por lo que Reifenberg le había propuesto a Roth que se fuera a Italia como cronista. “La editorial desea”, afirmaba, “en cualquier circunstancia, que usted siga en el periódico y que su nombre figure en él. Dada la peculiar expresividad de su escritura, es una preocupación de segundo orden de dónde procedan sus trabajos. Por eso, si usted rechaza Italia, estoy autorizado a hacerle la siguiente propuesta: la editorial está dispuesta a enviarlo a usted a Moscú, como nuestro corresponsal cronista, e igualmente lo está a enviarlo a usted a España por una temporada”.

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Reifenberg insistía en que su “propuesta de Italia, antes como ahora, es la más adecuada. El problema de Mussolini y el fascismo es de actualidad internacional e importa dar a conocer con toda claridad el elemento nacional del fascismo. Hasta ahora hemos sabido muy poco de Italia al respecto”. Sin embargo, en la carta que le escribió a Reifenberg el 22 de abril de 1926, Roth consideraba que “Italia ya me interesa, pero el fascismo menos. Sobre el fascismo tengo una posición distinta a la del periódico. No me gusta, pero sé que un Hindenburg republicano es peor que diez Mussolini. Mejor haríamos en Alemania prestando atención al ejército, al señor Gessler, a nuestros generales y a nuestra famosa indemnización principesca. No tenemos derecho a escribir contra un dictador fascista mientras tenemos una dictadura oculta mucho peor, asesinos conjurados y desfiles, jueces que son asesinos y abogados que son verdugos”.

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En Las ciudades blancas, sus crónicas francesas, Roth escribió que se había vuelto periodista porque, “desesperado, ninguna profesión me satisfacía. No pertenecía a la generación de los que empiezan y terminan la pubertad escribiendo versos. Tampoco formaba parte de la más reciente generación; la que recurre al futbol, al esqui y al box para lograr la madurez sexual”. En la carta del 22 de abril de 1926 a Reifenberg, sostenía que “el periódico moderno está conformado por todo, no sólo de política. El periódico moderno necesita más al reportero que al articulista de fondo”.

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Roth consideraba que “sólo Moscú es una compensación a París”. Sin embargo, los editores del Frankfurter Zeitung habían pensado que su siguiente reportaje lo escribiera acerca de los Estados Unidos de América. “Supongo que si bien no abrigan el temor de que yo pueda caer en Rusia en un bolchevismo político”, les respondió en una carta fechada en París el 2 de junio de 1926, “acaso sí el de que ese llamado ‘nuevo mundo’ no ofrezca ningún material a mi manera de ver y escribir, y que suministre informes con un entusiasmo juvenil y muy comprensible, o bien que quede reducido al silencio”. Sostenía que las cosas de Rusia “nos son más cercanas hoy por hoy que las de Estados Unidos. Tengo la impresión de que ahora en Rusia se inicia cierta calma fructífera en el sentido de que acaso se vaya a empezar a hacer balance. De modo que van a cambiar muchas cosas en Rusia, mientras Estados Unidos seguirá siendo en los próximos años más Estados Unidos o, en el peor de los casos, más norteamericana”. Recordaba, finalmente, que “como suelo informar sobre hechos, o sea, represento la vida cotidiana, más que expresar una opinión, existiría también el riesgo de que no pudiera enviar de Rusia reportajes objetivos ni extensos. En los artículos sobre países donde no hay censura, también iba una crítica más entre líneas que en los propios renglones de mis textos”.

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Klaus Westermann refiere que Roth se preparó con rigor “para el más largo de sus viajes como reportero”. Estuvo en relación con el que había sido redactor del Frankfurter Zeitung en Rusia, Fritz Schotthöfer, que había escrito en 1923 un libro de viajes: La Rusia soviética en reconstrucción, y que le dió indicaciones de cómo se debía solicitar una visa para la Unión Soviética. Leyó los textos periodísticos de Egon Erwin Kisch y Ernst Toller, y libros como Fiel relación de sus viajes desde Londres a través de Rusia y Persia 1742-1750 de Jonas Hanway, El Partido Comunista y las masas judías de Alexander Chemeriski o A través de la Revolución rusa de Albert Rhys.

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Rusia se movía, como lo advertía Joseph Roth en uno de sus artículos publicados en el Frankfurter Zeitung: “Los emigrantes zaristas”. Antes de que a uno se le ocurriera “visitar la Rusia actual, la vieja ya salía a nuestro encuentro”. Los sobrevivientes de la vieja Rusia, que huían de los bolcheviques, se asemejaban a la imagen que los europeos habían cultivado de los rusos. “Europa conocía a los cosacos por los espectáculos de variedades, las bodas rusas de aldeanos por las escenas de ópera, por los cantantes rusos y balalaicas. Nunca se percató (incluso después de que Rusia hubo regresado a nosotros) de hasta qué punto los novelistas franceses –los más conservadores del mundo–, igual que los sentimentales lectores de Dostoievski, habían tergiversado al hombre ruso hasta convertirlo en una figura kitsch, divina y bestial, cargado de alcohol y filosofía, envuelto en una atmósfera de samovar y esencias asiáticas. ¡Y en qué habían convertido a la mujer rusa! En una especie de bestia humana, dispuesta al arrepentimiento y apasionada del engaño, despilfarradora y rebelde, una figura literaria y una fabricante de bombas. Cuanto más tiempo se prolongaba su emigración, tanto más se acercaban los rusos a la idea que se había hecho la gente de ellos”.

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Joseph Roth creía que “sólo por medio de la observación se puede acceder al conocimiento de la realidad”. En sus artículos escritos en la Unión Soviética mantiene la mirada atenta del viajero y, no sin ironía, describe certeramente los sucesos cotidianos, el paso fronterizo, su viaje en vapor por el Volga, el “laberinto de pueblos del Cáucaso”, una calle rusa, la celebración, obviamente con un gran desfile militar, del noveno aniversario de la Revolución. En el devenir cotidiano, trata de descubrir menos teorías bolcheviques que las diversas formas de ser de los diversos pueblos que han conformado Rusia y se detiene íntimamente en la situación de los judíos que, recuerda, en la década de 1880, “Pleve, que luego sería ministro, organizó en el sur de Rusia los primeros progromos. Iban encaminados a asustar a los jóvenes revolucionarios judíos. Pero el populacho, que estaba comprado y no quería vengarse de ningún atentado sino únicamente saquear, asaltó las casas de los judíos ricos, conservadores, que no eran, en absoluto, el objetivo buscado. Se pasó entonces a los llamados ‘progromos tranquilos’”. Creía que en aquella “actualidad, la Unión Soviética es el único país de Europa donde el antisemitismo está mal visto, aunque tampoco haya terminado. Los judíos son, de pleno derecho, ciudadanos libres, por mucho que su libertad tampoco signifique aún la solución de la cuestión judía”.

Lenin habla durante la inauguración de un monumento a Marx y Engels en 1918, en Moscú. /ESPECIAL

/Desde el inicio de su viaje advirtió que si usaba botas y no se ponía corbata, la vida resultaba más barata, se le consideraba un refugiado político, se le llamaba “camarada”. “¡Pero qué caro es el mundo si me pongo una corbata! Me llaman grazhdanin (ciudadano) e incluso, tímidamente: gospodin (señor). Los mendigos alemanes me dicen: Herr Landsmann (señor compatriota). Los comerciantes empiezan a quejarse de los impuestos. El acompañante del coche espera que le dé un rublo”. Comprendió, entre otras cosas, que “para el ingenuo hombre primitivo de las aldeas del Volga, ‘comunismo’ significa tanto como… ‘civilización’. Para el joven chuvasio, el cuartel urbano del Ejército Rojo es un palacio, y el palacio –al que también tiene acceso– es como un séptimo cielo centuplicado. La electricidad, el periódico, la radio, el libro, la tinta, la máquina de escribir, el cine, el teatro, es decir, todo lo que a nosotros tanto nos cansa, vivifica y renueva al hombre primitivo. Todo lo ha hecho el ‘Partido’. No sólo ha derribado a los grandes señores, sino que también ha inventado el teléfono y el alfabeto. Ha enseñado a la gente a estar orgullosa de su pueblo, de su pequeñez, de su pobreza”. Descubrió asimismo que un nuevo burgués había “surgido en el seno de la Revolución, que lo ha dejado con vida. Con la venia de la Revolución le está permitido hacer negocios, y sabe muy bien cómo soslayar sus limitaciones. Fuerte, vivo, hecho de un material completamente distinto al de su predecesor, medio filibustero, medio comerciante, lleva con una cierta desgana su calificativo de ‘hombre NEP’, que tiene ecos degradantes en todo el país e incluso allende las fronteras”. El NEP era la Nueva Política Económica promovida por Lenin y aprobada en el X Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1921.

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En una carta a Benno Reifenberg fechada el 30 de agosto de 1926, Roth confesaba que “en Rusia nace sin duda un nuevo mundo –considerado con toda crítica–. Estoy feliz de poder verlo aquí. No es posible vivirlo sin estar aquí, es como si usted se hubiera quedado en casa durante la guerra”. Sin embargo, en “Rusia va hacia Estados Unidos de América”, un artículo publicado el martes 23 de noviembre de 1926, sostenía que “quien en los países del mundo occidental levante la vista hacia el este para contemplar el rojo resplandor de una revolución de índole espiritual, tendrá que tomarse la modestia de dibujarlo él mismo en el horizonte. Muchos lo hacen. Más que revolucionarios, son románticos de la Revolución. Mientras tanto, la Revolución rusa hace ya mucho tiempo que ha entrado en un estadio de cierta estabilidad. Se ha extinguido el eco del bullicio y las luminarias del día de fiesta. Ha empezado el día laborable, sobrio, gris, fatigado”.

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Klaus Westermann refiere que, entre las direcciones que Roth había anotado para su viaje, se hallaban la de la embajada alemana, la del director de cine Sergei Eisenstein y la del escritor Isaak Babel. El encuentro que había concertado con Babel no se produjo porque Babel le escribió el lunes 25 de octubre de 1926 al “querido compañero Roth” para decirle que, de una forma totalmente inesperada, se había visto obligado a salir de Moscú, por lo que sentía mucho “que no haya ninguna posibilidad de encontrarnos el sábado”. Le confesaba que tenía un gran respeto por sus artículos; los había “leído con placer. En ellos hay muchas cosas sabias y sutiles, y están escritos en un estilo brillante y preciso”.

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Walter Benjamin llegó a Moscú el lunes 6 de diciembre de 1926 y el jueves 16 de diciembre anotó en su diario que había hablado por teléfono con Joseph Roth. “Me dijo que salía de viaje al día siguiente por la tarde y, después de pensarlo un momento, no me quedó otro remedio que aceptar su invitación para cenar a las once y media en un hotel. De lo contrario, difícilmente hubiera podido ya contar con la posibilidad de hablar con él. Hacia las once y cuarto me subí, muy fatigado, en un trineo”.

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Joseph Roth ya lo esperaba en el espacioso comedor, con música ruidosa de orquesta, “de un hotel europeo de lujo muy adentrado en el este. Bebí vodka por primera vez en Rusia; comimos caviar, carne fría y compota. Si repaso toda la velada, la imprensión que Roth me deja no es tan positiva como la que me causó en París. O puede ser –y esto es lo más probable- que en París yo ya me percatase de esas mismas cosas, entonces aún ocultas y cuya salida a la luz me ha supuesto ahora un golpe. En su habitación proseguimos luego, más a fondo, una conversación iniciada en la mesa. Comenzó leyéndome un largo artículo sobre el sistema educativo ruso. Observé la habitación; sobre la mesa aún estaban los restos de un té, al parecer abundante, que habían debido de tomar en ella al menos tres personas. Parece que Roth vive a lo grande; la habitación del hotel –de una decoración tan europea como la del restaurante- debe de ser bastante cara, al igual que su largo viaje informativo, que lo llevó hasta Siberia, el Cáucaso y Crimea. Durante la conversación que siguió a su lectura lo insté a confesarme su color político. El resultado se puede resumir en una frase: llegó a Rusia como bolchevique (casi) convencido y la deja como monárquico. Como suele ocurrir, el país ha de sufragar los gastos del cambio de color ideológico de aquellos que llegan aquí como políticos de un tono rosa-rojizo (en nombre de una oposición ‘de izquierda’ y de un necio optimismo). Su rostro aparece recorrido de numerosas arrugas y tiene un desagradable aspecto de husmeador.”

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Roth creía que todo lo que Ernst Toller y Egon Erwin Kisch habían contado sobre Rusia era falso; “es como si se hubiera visto una vivienda humana con ojo de mosca. No se trata de la postura negativa o positiva frente al Estado soviético. Lo que quiero hacerle ver”, le escribió a Bernard von Brentano desde Odesa, el 26 de septiembre de 1926, “es que tanto la positiva como la negativa están totalmente equivocadas, en tanto políticas. El problema aquí no es en absoluto político, sino cultural, espiritual, religioso, metafísico”.

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Walter Benjamin no desdeñaba a Egon Erwin Kisch, pero, según anotó en su diario el 15 de diciembre, refiriendo su devenir del día anterior en Moscú, añadía algunas “reglas de oro” del periodismo a las que Kisch le había revelado al dramaturgo, director y crítico teatral Bernhard Reich: “1) Un artículo debe contener tantos nombres como sea posible. 2) La primera y la última frase han de ser muy buenas; lo del medio no importa. 3) Utilizar la imagen evocada por un nombre como fondo de la descripción que lo representa como realmente es”.

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En su diario también anotó lo que se decía del viaje, entre marzo y mayo de ese año, de Ernst Toller, el escritor que había propugnado por una República Soviética Bávara y que a los treinta años escribió su autobiografía: Una juventud en Alemania. “Aquí referiré la historia de la estancia de Ernst Toller en Moscú que me contaron el primer día”, apunta en un paréntesis el 8 de diciembre. “Fue recibido con increíbles preparativos. Por toda la ciudad hay carteles anunciando su llegada. Ponen a su disposición a todo un equipo de personal, traductoras, secretarias, mujeres guapas. Se anuncian conferencias suyas. Pero en ese momento se está celebrando un congreso de la Komintern. Entre los representantes alemanes se encuentra Werner, el enemigo mortal de Toller. Éste manda escribir, o escribe él mismo, un artículo en Pravda: Toller ha traicionado a la revolución, es el culpable del fracaso de una República Soviética alemana. La redacción de Pravda añade, a continuación, brevemente: lo sentimos; no lo sabíamos. Después de esto, la estancia de Toller en Moscú es inaceptable. Se dirige a un lugar de reunión para pronunciar una conferencia anunciada con mucho bombo, pero el edificio está cerrado. El Instituto de la Kameneva le comunica: lo sentimos; ha sido imposible conseguir la sala para hoy. Se han olvidado de avisarle por teléfono”.

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Según su amigo Gershom Sholem, tres habían sido las circunstancias que determinaron el viaje de Benjamin a Moscú: “En primer lugar, su pasión por Asia Lacis”, la actriz y directora de teatro, “una letona bolchevique”, a la que había conocido en Capri en 1924, “luego, también, su deseo de calibrar más de cerca la situación rusa e, incluso, de establecer quizá, de algún modo, una vinculación con ella y, en este sentido también, tomar una decisión respecto a su posible ingreso al Partido Comunista de Alemania, que venía considerando desde hacía ya más de dos años. Finalmente, es bien sabido el papel que desempeña también a este respecto su atención a los compromisos literarios adquiridos con anterioridad al inicio del viaje, que le ofrecían la ocasión de formarse una idea cabal de la ciudad y de la vida en ella; de la ‘fisonomía’, pues, de Moscú. La financiación de su estancia la habían hecho posible, entre otras cosas, los anticipos obtenidos por algunas páginas de trabajos relacionados con este viaje que habría de entregar posteriormente. Resultado directo de esos compromisos son cuatro publicaciones de comienzos de 1927, principalmente el extenso artículo ‘Moscú’, acordado con Buber para la revista Die Kreatur”.

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Sólo estuvo en Moscú y veía consuetudinariamente a Asia Lacis, que vivía como paciente en un hospital, donde solían jugar dominó. No sólo escribió el texto sobre Moscú, sino uno acerca de las agrupaciones de escritores como la Vap, Asociación Soviética de Escritores Proletarios, fundada en 1920, que frecuentó esos dos meses, y un artículo sobre Goethe para la nueva Gran Enciclopedia Soviética, un proyecto que “deberá estructurarse en treinta o cuarenta tomos, reservando uno en exclusiva para Lenin”. Estuvo en en el Krestanski-Club, un club de campesinos, en el juicio por curandera a una campesina que “había intervenido en un parto (o un aborto) causando por error el desgraciado desenlace”. El fiscal pedía la pena de muerte. Se le condenó a “dos años de prisión por reconocerse la existencia de atenuantes”. No pudo dejar de reparar en el culto a Lenin e incluso en el Kusnetski-Most descubrió una tienda especializada en fotografías y bustos de Lenin, “siendo posible adquirirlo en todos los tamaños, posturas y material”.

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Iba con mucha frecuencia al teatro, donde alguna vez se encontró a Roth. Entre las obras que vió, se halló Los días de los Turbin, la adaptación de Konstantin Stanislavski de La guardia blanca de Mijail Bulgakov, un ejemplo de cómo llega una obra “a manos de la censura, donde sólo uno toma nota de ella, devolviéndola con la observación de que habría que introducir algunos cambios, representación, finalmente, ante la censura. Prohibición. Stanislavski va a ver a Stalin: le dice que está arruinado, pues ha invertido en la obra todo su capital. Y a Stalin se le ocurre que ‘no es peligrosa’. Estreno con la oposición de comunistas que son desalojados por la milicia”.

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Sin embargo, Benjamin consideraba que “la censura cinematográfica es muy severa; contrariamente a lo que ocurre con la censura teatral, probablemente por consideración hacia el extranjero, se le recorta la esfera temática. A diferencia de lo que sucede con el teatro, en el cine no es posible hacer una crítica seria de los políticos soviéticos. Pero tampoco es posible describir la vida burguesa”.

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Walter Benjamin advertía que “hacia el exterior, el gobierno busca la paz para firmar tratados comerciales con los estados imperialistas; pero ante todo trata de suspender en el interior la actividad del comunismo militante, empeñándose en lograr una paz social a plazo fijo, en despolitizar la vida burguesa en la medida de lo posible. Por otra parte, en las asociaciones de pioneros, en el Komsomol, se da a la juventud una educación ‘revolucionaria’. Lo cual significa que lo revolucionario no les llega como experiencia, sino en forma de consignas. Se intenta suprimir la dinámica del proceso revolucionario dentro de la vida estatal: queriendo o sin querer, se ha iniciado la restauración, pero tratan de almacenar en la juventud la desacreditada energía revolucionaria como energía eléctrica en una pila. Y eso no funciona”. Y, sin embargo, el miércoles 29 de diciembre de 1926 creía que “Rusia empieza a tomar forma para el hombre del pueblo”.

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El candidato enfermo

Mientras no se promulgue el resultado de las elecciones presidenciales en México, sería indudablemente impropio que asumiera yo cualquier actitud oficial, ya que en estos momentos no tengo ninguna posición de esta naturaleza en mi país. Puede usted decir, sin embargo, que México ha visto ya su última revolución y que ahora está firmemente ligado y comprometido a sostener su nueva Constitución”, declaró Plutarco Elías Calles desde Nueva Orleans a El Universal el miércoles 6 de agosto de 1924, un mes después de las elecciones en las que había participado como candidato.

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En Sucedió en Jalisco o los cristeros, el tercer volumen de Cine y sociedad en México, 1896-1930, Aurelio de los Reyes refiere que la noche del 2 de agosto de 1924, el general Calles había cruzado la frontera en Nogales, Sonora, en un carro especial agregado al tren ordinario, rumbo a Tucson, Nueva Orleans y Nueva York, desde donde viajaría a Europa. “Según la prensa estudiaría el socialismo; tenía particular interés en visitar Londres y Alemania y permanecería varias semanas en Gran Bretaña para observar el laborismo del primer ministro Rampsay McDonald”.

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El miércoles 3 de agosto, mientras Plutarco Elías Calles viajaba en el Deutschland con destino a Hamburgo, El Universal informó que “Rusia reanuda sus relaciones con México”. Aurelio de los Reyes ha escrito que entonces se esparció el rumor de que Calles visitaría la Unión Soviética. El ingeniero Pascual Ortiz Rubio, embajador de México en Alemania, aseguró que el general Calles tenía el firme propósito “de permanecer cuatro semanas en Alemania consultando a un especialista, respecto a su enfermedad, estudiando las industrias alemanas, y especialmente las organizaciones laboristas”.

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Se decía que Calles padecía recurrentes ataques de gripe y artritis y que las aguas termales no mitigaban sus padecimientos. Se había sometido a intervenciones quirúrgicas en San Francisco, California, y el doctor Fedor Krause, director de cirugía del Hospital Augusta, después de auscultarlo, le recomendó viajar a Alemania.

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En el Hospital Augusta, en Grunewald. el doctor Krause concluyó un diagnóstico de su artritis. “El 3 de diciembre su médico de cabecera, el doctor Francisco Campos envió un cable al general Álvaro Obregón para comunicar que después de los exámenes médicos, le diagnosticaron un tratamiento de cuatro semanas en el sanatorio”. En Potsdam, Calles depositó una ofrenda en el monumento de las Guardias Imperiales, “a las que admiraba por su disciplina, por sus adelantos en la táctica y por su cohesión durante la guerra mundial; asistió a un banquete que le ofreció la legación rusa, ahí habló con algunos líderes sobre las relaciones de los obreros con el campesino organizado en la Unión Soviética”. Sin embargo, el viernes 3 de noviembre, en la estación de Zoologisches Garten, abordó “un carro especial agregado al tren ordinario Varsovia-París; su intención era permanecer tres semanas, para llegar justo a tiempo para la toma de posesión” como presidente de México en el Estadio Nacional del Distrito Federal.

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Plutarco Elías Calles ya no visitó la Unión Soviética, pero recibió las cartas credenciales de la ministra plenipotenciaria de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Alejandra Kollontai, que sustituía al primer representante de esa nación en México, Stanislav Pestkovskiy, a la que le dijo que “este gobierno no tuvo ningún escrúpulo de conciencia para entrar en relaciones amistosas con un gobierno que, como el soviet, aparecía en el mundo como una novedad entre las tradicionales formas de organización política de las naciones; y no los tuvo, por una parte, porque celoso de su forma de conducta, no quiere ni debe juzgar de las manifestaciones sociales que cada pueblo establezca e imponga en su propio territorio, dándose el sistema político que más cuadre con sus aspiraciones y experiencias. Por otra parte, porque una dolorosa y larga práctica le ha enseñado cuán respetable y noble es el esfuerzo de una nación que ha gastado su sangre y su espíritu en la conquista de la libertad, por más que en esa lucha se realicen, por desgracia, inevitables actos que son calificados de radicales por la pasiva burguesía que, cómodamente y sin esfuerzo, recibe a la larga y aun llega a bendecir andando los años, ciertos hechos que en un principio fueron juzgados como innecesariamente extremosos”.

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Notas de viaje de un antiguo presidente

Por un intercambio de telegramas, se sabe que cuando Abelardo L. Rodríguez era presidente, le hablaba de usted a Plutarco Elías Calles, el cual tuteaba al presidente. Quizá conocido por rumores que le atribuían la propiedad de casinos y prostíbulos, y por haber participado con los terrenos en la construcción del hipódromo de Aguacalientes, luego de su breve presidencia, Abelardo L. Rodríguez también se dedicó a escribir libros, entre ellos su autobiografía y recuerdos de viajes; uno de ellos fue Notas de mi viaje a Rusia.

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Publicado en 1938 en la Editorial Cultura, Rodríguez sostenía en una pequeña nota preliminar, fechada en octubre de 1938 en El Sáuzal, Baja California, que “con todo desinterés y en un acto de sano patriotismo, escribí las Notas de mi viaje a Rusia, producto de mis observaciones serenas, sin prejuicios y que expresan la verdad escueta”.

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Afirmaba que había ido “a la Rusia Soviética sin prejuicios” y consideraba que “las doctrinas comunistas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky, han resultado un rotundo fracaso en manos de su discípulo y colega Stalin”. Deploraba que “por todas partes se ven incrustados en las cuadras de las calles, estanquillos o puestos que se dedican exclusivamente a vender bustos, retratos, propaganda y literatura de Stalin, Marx y Lenin (por supuesto que todo lo que atañe a éstos dos últimos, ha sido censurado antes), exactamente como los estanquillos o puestos de otros países donde se venden solamente imágenes y artículos religiosos. Han convertido en dogmática para la estructura oficial, la campaña de divinización”. Refería que “a través de los famosos, por farsantes, jurados del soviet, y más a menudo sin ellos, Stalin pasa a degüello en masa, a sus adversarios, a sus antiguos colegas, para evitar que denuncien al país su traición a la revolución; a tripulaciones completas de embarcaciones; a consejos enteros de granjas colectivas, lo mismo que a obreros, monjes ortodoxos, etc., así como todo aquel que se atreva, en alguna forma, a oponerse a sus designios y arbitrariedades”.

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Finalmente concluía que “la Humanidad no ha sacado provecho alguno del experimento soviet. El comunismo ha fracasado: del comunismo y del socialismo sólo quedan en pie las teorías. El comunismo italiano se volvió fascista; el alemán, nazi; el español, destrucción y derramamiento de sangre de valientes e inocentes; el francés, algarabía y retroceso; el comunismo de Lenin y Trotsky se tornó en el más profundo mentís a sus teorías y en el más descarado fracaso. La Humanidad está herida y sangrante con tanto experimento de evolución social; la verdadera Democracia será su salvación!”

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Una aventura periodística
También Tintín estuvo en el país de soviets. Era un desconocido cuando fue enviado a Moscú por el suplemento Le Petit Vingtiène. Fue su primera aventura con su perro Milú y no prescindió de saboteadores en un tren en Berlín, de acusaciones falsas en su contra, como la de ser culpable de ese sabotaje, de constantes huídas que parecen imposibles, de agentes de la policía secreta y comisarios que se conjuran en la Unión Soviética para desaparecerlo por accidente, de bolcheviques que amenazan a los votantes para ganar elecciones, y exportan todo el grano con fines propagandísticos, de pobreza y hambre, de kulaks y del escondite donde Lenin, Trotsky y Stalin resguardaban la “riqueza robada a la gente”, de agentes subversivos dispuestos a dinamitar las capitales de Europa.

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Tintín en el país de los soviets se publicó entre el 10 de enero de 1929 y el 8 de mayo de 1930 en Le Petit Vingtiène, el suplemento para niños y jóvenes de Le Vingtiène, el periódico belga que dirigía el abate Norbert Wallez, y en 1930 se publicó como álbum. Sin embargo, Hergé, el nombre con el que firmó desde entonces Georges Remi, que no había estado en la Unión Soviética y, según Michael Farr, había leído Descubriendo Moscú del antiguo cónsul de Bélgica en Rostov, Joseph Douillet, abjuró de ella por considerarla una “transgresión de juventud” y durante decenios impidió su reimpresión convirtiéndola en una historieta clandestina.

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FOTO: De izquierda a derecha: Joseph Conrad, Ernst Toller, Stanislav Pestkovskiy, Friedrich Engels, Plutarco Elías Calles, León Trotsky, Karl Marx, Lenin, Abelardo L. Rodríguez, Alejandra Kollontái, Egon Kisch y Walter Benjamin; Abajo: Milú, Tintín y Stalin. Ilustración: EKO

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