Páginas sobre Beethoven

Dic 19 • destacamos, principales, Reflexiones • 4631 Views • No hay comentarios en Páginas sobre Beethoven

 

La presencia del compositor alemán, uno de los grandes de la música clásica, ha sido notoria en las plumas de autores mexicanos disímiles pero de reconocida melomanía. Este recuento
celebra los 250 años del nacimiento del inolvidable músico

 

POR TOMÁS GRANADOS SALINAS
 

Si un novelista concibiera un personaje con la trayectoria vital de Ludwig van Beethoven, con sus dramas internos y esa montaña rusa de éxitos y fracasos que su obra le deparó, apuesto a que más de un lector lo consideraría algo inverosímil, un fruto excesivo de la imaginación sin posible asidero en la realidad. Hijo de padre alcohólico y explotador, huérfano en la adolescencia de su amantísima madre, virtuoso al piano desde temprana edad, enamoradizo y sin embargo condenado a la más dolorosa soltería, víctima de la progresiva pérdida del sentido esencial para su oficio, renovador de las formas artísticas y empresariales, suicida en potencia, rabioso defensor de la autonomía creativa y a la vez dócil empleado de quien pagara sus servicios, experimentador incansable, tutor sufriente de un sobrino retobado y poco agradecido, coleccionista de dolencias a cual más devastadora, devoto del mundo natural más que del humano, un día máquina de hacer dinero y otro limosnero orgulloso: el compositor alemán cuyo 250 aniversario de nacimiento estamos conmemorando en estos días tuvo una vida que, además de la admiración de millones de nota heridos, lo ha elevado hasta el ámbito de los símbolos. Sus andanzas y sufrimientos, la potencia con la que enfrentó una gran diversidad de infortunios, lo han convertido en materia de reflexión desde muy diversos ángulos.

 

Ya en otro espacio di cuenta de mis afanes por hallar puntos de contacto entre el sordo de Bonn y nuestro país. No son muchos tales nexos —y en algunos casos podrían no ser más que meras casualidades o francas extravagancias— y cosa semejante ocurre en el entorno de las letras nacionales, en las que Beethoven ha sido atrapado unas pocas veces, casi siempre con una solemnidad que a él, que en su correspondencia llega a ser irónico y mordaz hasta el insulto, seguramente le habría disgustado. Intentaré en seguida mostrar algunas de estas apariciones de Ludwig, ya como símbolo del arte más sublime, ya como simpático personaje, ya como mero pretexto para el juego literario.

 

José Vasconcelos fue un admirador del músico alemán. Escribió un par de ensayos sobre las sinfonías quinta y séptima, muy conceptuosos y poco atractivos, por sus frases grandilocuentes y huecas —por ejemplo, “Temas diversos mantienen conmovedora anarquía lírica, ensayan propósitos atrevidos, dudosos, certeros, efímeros, como los tanteos de la fuerza primitiva en el caos y del principio individual en la conciencia desorientadora: una verdadera crisis del albedrío, santa, peligrosa, pavorosa locura de la que sólo se salvan los grandes”—, que confirman que escribir sobre música es un reto complejísimo del que pocos salen bien librados; en la segunda de esas piezas, deja entrever que conoció el anómalo experimento de Isadora Duncan, quien en 1904 inventó una serie de coreografías para varias sonatas para piano y dos movimientos de la Séptima sinfonía, piezas dancísticas que fueron acremente recibidas en Alemania.

 

Entre los célebres “clásicos verdes” publicados por Vasconcelos está la vida ejemplar de Beethoven contada por Romain Rolland, en una versión levemente maquillada de la que Juan Ramón Jiménez había realizado en 1914 y que la madrileña Residencia de Estudiantes publicó un año después, justo cuando el autor galo mereció el premio Nobel. En el cuento “La sonata mágica”, sobre una composición que en efecto tiene poderes sobrenaturales, el autor de Ulises criollo hace que su narrador se pregunte: “Pero ¿quién se preocupa del cuerpo de un músico? Nadie pregunta por el talle de Beethoven: nos basta con su cabeza magnífica.” En el libro de Rolland hay justamente una de las más emotivas descripciones del aspecto de Ludwig: “Era pequeño y gordo, de cuello robusto, de complexión atlética; tenía una cara grande color de rojo ladrillo, menos al fin de su vida, que se tornó su tono enfermizo y amarillento, en invierno sobre todo, cuando permanecía encerrado y lejos del campo; una frente poderosa y abultada; cabellos extremadamente negros, muy espesos, en los cuales parecía que no había entrado nunca el peine, erizados por todos lados […] La nariz era chata y ancha, como un hocico de león: la boca delicada, con el labio inferior saliente; mandíbulas temibles que habrían podido cascar nueces; y un hoyuelo profundo en el mentón, hacia el lado derecho, daba una extraña disimetría al rostro.” Quizás el signo más claro de la devoción de Vasconcelos por Beethoven fue que incluyó su música entre los “libros” que leía de pie, esos que, “apenas comenzados, nos hacen levantar, como si de la tierra sacaran una fuerza que nos empuja los talones y nos obliga a enderezarnos como para subir. En éstos no leemos, declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración.” Era rector de la Universidad Nacional cuando, en 1920, se tocaron por primera vez en México las nueve sinfonías del músico renano, dirigidas por Julián Carrillo.

 

Antonio Caso, su contemporáneo y compañero en el Ateneo de la Juventud, se merece un premio bufo a la hipérbole más elogiosa, pues en Dramma per musica, un libro de 1920 en el que también se ocupa de Wagner, Verdi y Debussy, consideró que “sólo Beethoven pudo ser original después de los griegos” y, al analizar la novena, que “lo único nuevo después de Cristo es la sinfonía de Beethoven”, para luego convocar a los lectores a honrar al compositor, “suprema expresión de la historia cristiana”. Me cuesta trabajo vincular esas apreciaciones de raigambre religiosa con la obra de Ludwig, pues, aunque creó un par de misas y hay aquí y allá, en las letras de los lieder cuya música compuso, alusiones a la divinidad, en sus notas se percibe más bien el ánimo de la Ilustración y la confianza en que la humanidad por sí misma podrá alcanzar la libertad y la felicidad. Por majestuosa que sea la Missa solemnis, compuesta casi en paralelo con la Coral, dudo de que los beethovenianos la incluyan en los primeros cinco lugares de sus obras más potentes. Simplificando tal vez en exceso, podría decirse que Beethoven es un compositor laico cuyo credo estaba más cerca de los ideales de la Revolución francesa —o incluso del panteísmo— que del linaje de Cristo. Cuando Ignaz Moscheles concluyó la adaptación de Fidelio para piano solo, anotó que la había terminado “con la ayuda de dios”, actitud que Ludwig le recriminó con una frase que podría sintetizar su confianza más en los seres humanos que en los divinos: “Ay, hombre: ayúdate a ti mismo.”

 

Carlos Chávez, por su parte, señaló no sólo el genio sino el tesón del compositor: “Si hubiera escrito tres sinfonías en lugar de nueve —una cuestión de simple cantidad— no hubiera alcanzado el dominio siempre creciente de las otras seis sinfonías. Si no hubiera trabajado con constancia, la maestría suprema de la Novena sinfonía no hubiera podido lograrse nunca. Del mismo modo que el dominio del piloto se mide en términos de horas de vuelo, el de Beethoven puede medirse en términos de horas de composición.” Su libro sobre El pensamiento musical, que reúne las conferencias que dictó en la Universidad de Harvard en 1958 y 1959, contiene lo mismo análisis técnico que sutiles confesiones, como cuando evoca que en su juventud “oía la música de Chopin y Beethoven bajo una alta presión sentimental interna. Hoy día la escucho sin que nada parecido me suceda […] escucho sólo música: música que no evoca ni provoca ningún pensamiento o emoción extramusical.” Más adelante, acaso imbuido por la fe posrevolucionaria en la educación masiva, expresa su confianza en el gusto popular como criterio último de la calidad, en una reflexión que parece pregonar una especie de democracia estética: “No importa lo peyorativa que sea nuestra actitud hacia las grandes masas, es el gran público, la gran masa, la que pronuncia el juicio final.” Y considera inconcebible que compositores clásicos sean adecuados sólo para una minoría, “tan inconcebible como fue hace cincuenta años que el abarrotero, el carnicero y el peluquero pudieran gozar de la Quinta o la Séptima Sinfonía de Beethoven. Y ahora les gustan. […] tendremos que aceptar como un hecho irrefutable que la aprobación del gran público constituye la sentencia suprema, la piedra de toque de la grandeza de un compositor.”

 

Por un resquicio cursilón se coló Ludwig en unos versos de Amado Nervo, a los que Manuel Esperón les pondría música; ahí, la obra del adolorido compositor se convierte en mero acompañamiento de una declaración de amor más que empalagosa: “El día que me quieras tendrá más luz que junio; / la noche que me quieras será de plenilunio, / con notas de Beethoven vibrando en cada rayo / sus inefables cosas, / y habrá juntas más rosas / que en todo el mes de mayo.” Qué contraste, aunque el compositor no sea mexicano —vivió entre nosotros parte de su exilio—, con la milonga que Alfredo Zitarrosa le dedicó al bonense, en cuyo arranque recupera el acorde inicial de la octava sonata para piano, conocida como Patética; el ronco cantante uruguayo traza en unas cuantas pinceladas algunos de los rasgos esenciales de Beethoven, con una sutil aliteración antes que con la rima consonante del poeta de Tepic: “Sordo, patético y pensador”, alguien a quien “sólo su sordera lo amó” y que vivió en una “soledad en tono menor”. También como telón de fondo, aunque con mejor tino porque en una línea describe una afición y una aflicción del músico, tenemos su brevísima presencia en Noticias del Imperio, en boca de Carlota, que en uno de sus delirios dice: “Me volví entonces pájaro y salí por la ventana […] y volé sobre el Bosque de Helenenthal por donde paseaba, sordo al canto de los pájaros, Ludwig van Beethoven.” Y es uno de los ejes narrativos de El cangrejo de Beethoven, novela en que Marco Aurelio Larios presenta a una jovencita de nuestros días que a destiempo se ha enamorado del compositor renano y a la vez reconstruye pasajes desoladores en un tiempo en que Viena parecía haberse olvidado de él; también publicada por el Fondo de Cultura Económica, en traducción de Wenceslao Roces, la biografía preparada por Max Steinitzer ha gozado de gran longevidad, pues se lanzó en 1953 dentro de los primeros cien Breviarios y medio siglo después había alcanzado siete reimpresiones, una edición más en Tezontle y una más, abreviada, en Fondo 2000.

 

Hay dos ediciones hechas en México que, ni por sus autores ni por su enfoque, dejaron mayor huella en el entorno melómano nacional, aunque contienen elementos más que rescatables. Por un lado, en 1959 se reeditó aquí La IX Sinfonía de Beethoven. Ensayo de crítica y estética musical, del exiliado español Mateo H. Barroso, obra que se había impreso en Madrid primero en 1912 y luego en 1928. El autor fue un personaje más que atípico: huérfano que obtuvo becas por su desempeño escolar, telegrafista, masón, traductor —vertió al español algunos libros del Fondo de Cultura Económica, como El mundo de Odiseo de Moses I. Finley—, crítico musical, autor de un volumen sobre cables submarinos, funcionario de la República Española y más tarde refugiado en México, logró que su libro se imprimiera, con un tiraje de 6 mil ejemplares, como secuela del festival en homenaje a Pablo Casals que se realizó en Xalapa en enero de 1959. El músico catalán había viajado a nuestro país para encabezar en esa ciudad veracruzana un concurso internacional de violonchelo, en cuyo jurado también se contó una luminaria como Mstislav Rostropóvich, entonces treintañero. En el volumen se reproduce la carta manuscrita de Casals, en la que dice que “su autor ha consagrado talento y devoción a realizar una bella labor de análisis” de la sinfonía, la cual habría sido legada “a la posteridad como prueba de su fe en lo bueno y en lo justo”. Barroso hace una apurada biografía de Beethoven y luego aborda su opus 125, con un jugoso recuento de cómo fue (mal) recibida la pieza y cómo, poco a poco, fue ganando la aclamación de los músicos y del público, así como la anécdota sobre un par de erratas en las partituras de la sinfonía que no fueron enmendadas sino a comienzos del siglo xx. Si bien la tipografía empleada no es digna de mayor comentario, la edición está engalanada con grabados de Ángel Vivanco, José Moya del Pino y Rafael de Penagos (de él es la mascarilla mortuoria que acompaña este texto).

 

Un par de años más tarde circuló, con apenas mil ejemplares, La vida de Beethoven narrada a través de sus nueve sinfonías de Manuel Nájera Zamora, autor cuyo único otro rastro en la vida cultural es haber colaborado en el dibujo del célebre Plano reconstructivo de la región de Tenochtitlan, de Luis González Aparicio. El volumen pretendía exponer “en forma amena y narrativa los hechos más sobresalientes de su existencia” y a la vez “levantar la moral de los hombres que sufren”, y confiaba “en que será acogida con interés y benevolencia por el respetable público lector”, cosa que a todas luces no ocurrió. Con nueve estaciones, una por cada sinfonía, este ejercicio biográfico es ligero y poco logrado, acaso por lo superficial de cada capítulo —y quizá porque, como comprobará quien confronte una descripción física del personaje con la hecha por Rolland, que transcribí arriba, por momentos la prosa parece hecha con fragmentos ajenos, al punto de rayar en el plagio—, pero el objeto es decididamente agradable a la vista y al tacto, tanto por el papel y la tipografía como por la encuadernación en tela azul.

 

Un autor mexicano que se ha apropiado de un fragmento beethoveniano, sacándolo por completo de contexto, es Joaquín López Dóriga, quien a diario en su columna firma un epigrama con el nombre de uno de los protagonistas de la única ópera compuesta por Ludwig, basada en una historia de Jean-Nicolas Bouilly: Florestán. Caso raro, pues este personaje de Fidelio, liberado por la astucia de su audaz esposa, es víctima de la opresión y la mendacidad, de las que este periodista jamás ha sido objeto: en su larga trayectoria profesional más cerca ha estado de practicarlas que de padecerlas. (Una ensoñación sobre esta obra de Beethoven: ¿no sería aceptable imaginar un montaje mexicano con una Leonora que de Adelita pasara a disfrazarse de “pelón” para así liberar a su marido del yugo de los federales? Todos los elementos de la heroica soldadera, del abuso de poder y de la liberación resonarían en el ambiente de la Revolución mexicana.)

 

Eusebio Ruvalcaba, entrenado in utero en el disfrute de la música de concierto —“Yo escucho música desde antes de nacer. Por eso escuchar la música me regresa a la placenta de mi madre”—, escribió todo un volumen en homenaje a Ludwig, con cuentos, aforismos, breves ensayos, poemas y cartas ficticias dirigidas al compositor alemán, “escritas” por gente como Goethe, John Lennon, Silvestre Revueltas, Schubert, Brahms y otros músicos menos reputados. Pensemos en Beethoven es un libro emocionante pero flojo, un tanto monótono —casi todas las piezas están escritas desde una admiración sin fisuras, con superlativos y demás parafernalia de la devoción—, pero con aciertos indiscutibles, como “Opus 131”, un relato en el que el iracundo Beethoven corrompe al barón Stutterheim: a cambio de que su sobrino Karl sea aceptado en el ejército, el maestro se compromete, como en efecto ocurrió con el décimo cuarto cuarteto de cuerda, a dedicarle una obra de su autoría, lo que “significaría el pase de usted a la inmortalidad”. Además de su conocimiento técnico puesto al servicio del lector, un mérito de Ruvalcaba es su sinceridad, que se refleja en el modo en que se apiada del niño Ludwig cuando va a la taberna a buscar a su padre ebrio o en las emociones que le despiertan piezas como la sonata Hammerklavier y los cuartetos de cuerda.

 

He dejado para el final un simpático libro que coquetea con la idea de que Ludwig estuvo en nuestro país, proyecto imposible para alguien que en vida recorrió apenas unos cientos de kilómetros. Publicado en 1970 por Costa-Amic, con gráciles dibujos de Francisco Rivero Gil, Beethoven en Santa Prisca es una original divagación de Antonio Ros —otro republicano español, oftalmólogo y escritor lo mismo de obras técnicas que de crónicas de viajes y novelas—, a mitad de camino entre la crónica y la biografía de divulgación. El narrador cuenta un viaje a Taxco para escuchar en la principal iglesia de esa población la música del sordo de Bonn. Pronto, sin embargo, ocurre el milagro: el narrador se descubre en la Viena de 1827, a unas semanas de que muera su admirado compositor, con quien conversará acerca de su vida y a quien le adelantará algunas noticias venidas del futuro. El Ludwig que aparece ante el lector es entrañable y huraño, un tanto despótico, siempre creíble. Entre el análisis de ciertas piezas y algunas confesiones más que tristes —por ejemplo, sobre sus frustrados amoríos—, este encuentro concluye con la llegada igualmente instantánea de Beethoven a Santa Prisca, donde, desde su sordera, dirige a una orquesta inexistente que interpreta la Missa solemnis (no resisto la tentación de espoilear la historia: al final, todo resulta haber sido un sueño). Con alegría y buena prosa, Ros recrea al hombre apesadumbrado y vital, compartiendo datos concretos e interpretaciones de las circunstancias por las que debió pasar.

 

Sobra decir que es muy probable que el hijo predilecto de Bonn aparezca como personaje o como símbolo en otras obras escritas o publicadas en México, aunque me atrevo a anticipar que esa presencia no es mucho más abundante. Su excepcional paso por la Tierra y la interminable fuente de sorpresas y placeres que es su música garantizan que, generación tras generación, Beethoven sirva de tema o pretexto. Atraparlo con palabras ha sido una cambiante forma de valorar y reinventar su herencia.

 

FOTO: Máscara mortuoria de Beethoven./ Especial

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