Conversadoras y libertinos: salones, excesos y placeres en la obra de Benedetta Craveri
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La última obra de Benedetta Craveri expone la vida social, sexual e intelectual de la Francia prerrevolucionaria: sus salones y alcobas de vida cortesana donde se manifestó el poderío femenino
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POR ARIEL GONZÁLEZ
Debemos a Benedetta Craveri varios textos luminiscentes en torno a la cultura francesa de los siglos XVII y XVIII, en particular sobre algunos de sus núcleos menos conocidos y, al propio tiempo, más trascendentes: el papel de ciertas mujeres de la nobleza en la organización de los más prestigiados salones franceses —pilares de la vida intelectual, artística y social de esos años—, así como la notable influencia de otras damas en su papel de cortesanas y reinas.
Es así que una primera parte de su monumental obra está dedicada a Madame du Deffand y su mundo (Siruela, 1992), un fascinante personaje, vanguardista donde los haya, que haría palidecer a muchas de nuestras más exaltadas feministas al demostrar que incluso una mujer del siglo XVIII podía sobreponerse a su época con talento y actitud libertaria. No es raro que fuera una de las más exquisitas interlocutoras de Voltaire, quien alguna vez le respondió:
“¿Me pregunta qué pienso, señora? Pienso que somos muy despreciables, y que sólo un reducido número de hombres diseminados por la faz de la tierra se atreve a tener sentido común. Pienso que usted se cuenta en ese número…”.
Desde luego, Madame du Deffand, merced a ese sentido común, no podía ser pionera en la tontería de increpar a Voltaire o a cualquier otro por no escribir “mujeres y hombres”, las y los… Para esa mujer era suficiente reconocerse en la libertad y aspirar ella del mismo modo que su amigo Voltaire, quien decía: “Oigo mucho hablar de libertad, pero no creo que haya en Europa un particular que se haya labrado una como la mía. Siga mi ejemplo quien quiera o pueda”. Du Deffand, practicante de la libertad sexual y portadora de las ideas más elevadas de su época, lo siguió hasta donde le fue posible.
Otro peldaño muy especial en la trayectoria de Craveri es La cultura de la conversación (FCE, 2004), que no es sino la historia de un “ideal” protagonizado una vez más por no pocas mujeres, aquellas que buscaron la socialización exquisita a través de las afinidades de las que sólo pueden rendir cuenta la inteligencia y la cultura a través, claro, de la conversación crítica y constante del mundo y la realidad.
Un momento único donde el mejor de los privilegios de la aristocracia —el ocio como estímulo de la elegancia y el refinamiento intelectual— se concentra en un conjunto de espacios y formas de vivir, protagonizados por figuras extraordinarias como Mademoiselle de Montpensier, la marquesa de Sévigné, Madame de Lambert, Madame de Tencin o Du Deffand, entre otras.
Entrecruzando las distintas veredas de su erudición sobre esta época, Craveri también se ha ocupado (en Amantes y reinas, FCE, 2006) de algunas de las más sobresalientes mujeres que llegaron al trono en Francia, desde Catalina de Médicis hasta María Antonieta, y de otras más que junto a éstas brillaron como cortesanas.
Ya el duque de Saint-Simon, en sus Memorias —tan bien escritas y tan penetrantes en el carácter humano que Marcel Proust las reconoció abiertamente como una de sus influencias— había presentado a algunos de estos personajes que cimbraron de distintos modos el reinado de Luis XIV, pero Craveri abarca y resume en su obra casi tres siglos donde el poder de la mujer se manifestó no sólo en las alcobas palaciegas sino en los salones y las fiestas donde discurría la vida cortesana. Belleza, ingenio, seducción física e intelectual, pero también luces y sombras de unos seres sin los cuales no estaría completa ninguna historia del auge y decadencia de la monarquía francesa.
Llegados al mundo de las cortesanas, es preciso advertir que actuaban en un ambiente moral –o mejor aún: más allá de lo inmoral o amoral– que para muchos viene a ser la esencia del libertinaje. Quizás en deuda con algunos aspectos de esta historia es que Benedetta Craveri quiso rescatar directamente a quienes mejor la representaron en todo su esplendor y aun en sus horas más bajas, incluso ante la guillotina.
Así, en Los últimos libertinos (Siruela, 2018), Craveri hace desfilar a un puñado de hombres que vivieron las mieles del Ancien Régime hasta vislumbrar —o incluso desear— su caída, aunque eso se tradujera, en no pocos casos, en desdicha y tragedia para ellos mismos. En conjunto fueron personajes que brillaron por su refinamiento, galanura, llenos de talentos cultivados gracias a los innumerables privilegios de su cuna, seguidores de la gloria militar o diplomática al servicio de la corona, pero al final, casi todos, escépticos sobre la pertinencia de la monarquía sin cambios ni reformas.
Si hubo entre la nobleza francesa algo parecido al concepto marxista de “conciencia de clase”, ésta se gestó en esa élite que no sólo vivió en el confort y no pocas veces en el exceso (en todos los excesos: riqueza, amoríos, impunidad y corrupción), sino que también abrigó e hizo suyas las ideas de la ilustración a sabiendas de que ellas contenían principios y valores liberales que terminarían algún día con el orden de cosas que había sustentado su existencia misma. Por supuesto, en esa atmósfera tampoco faltaba la conciencia cínica: aun los días previos al torbellino revolucionario de 1789, como confesaría Madame de la Tour du Pin en sus Memorias, “nunca habíamos estado tan dispuestos a divertirnos sin preocuparnos lo más mínimo de la miseria pública”.
Los libertinos retratados por Craveri no son, sin embargo, simplemente seres licenciosos, ni encarnan todo el tiempo la superflua liviandad que les supondríamos inmanente; tampoco son depravados al estilo del marqués de Sade, cuya vida y obra quebrantaban el esquema de las convenciones sociales más elementales (para escándalo de los propios libertinos de la corte). La trayectoria más cercana a Sade que se nos presenta en este libro (y eso de modo indirecto, atendiendo más bien sus extraordinarias habilidades políticas), sería en todo caso la del conde de Mirabeau, quien en su deambular juvenil se mantuvo muy al margen de las reglas y normas que, de un modo u otro, siempre respetaron los libertinos que convoca centralmente el texto de Craveri.
El conde de Mirabeau, nos dice Craveri, “con un cuerpo macizo y un rostro desfigurado por la viruela, tenía modales de carretero… tratado como paria por un padre
tiránico, carecía de lo necesario para vivir y tenía costumbres depravadas”. Sabemos, por otra parte, con seguridad, que Victor Hugo lo describió como “una fealdad grandiosa y fulgurante”.
Dejando de lado su licenciosa juventud, Mirabeau terminaría prestando su elocuente voz y penetrante mirada política a la revolución (“Vaya y dígale a quienes lo enviaron que estamos aquí por voluntad del pueblo. Y que sólo nos sacarán a punta de balloneta”, sería la frase que lo haría famoso ante un enviado del rey que les ordenaba disolver la Asamblea Nacional que sesionaba en la cancha de tenis de Versalles). Representó, así, la plena transfiguración del libertino en político “revolucionario”, aunque en realidad trabajará, infructuosamente, para abrir paso a una monarquía constitucional como la inglesa (algo que desde luego no le perdonaron los jacobinos, quienes desenterrarían sus restos del Panteón de la revolución en cuanto descubrieron su doble juego, en 1793). Ese mismo año (de terror y persecución), Mirabeau tomaría una suerte de venganza póstuma con la publicación, en forma anónima, de El libertino de calidad (Siruela, 2014), obra en la que retrata la prostitución masculina y diversos ambientes cortesanos.
Los personajes de los que se ocupa Craveri, los duques de Lauzun y Brissac; los condes de Narbonne, de Vaudreuil y Louis Philippe de Ségur; el caballero de Boufflers y el vizconde Joseph-Alexandre de Ségur, encarnan ciertamente el libertinaje, entendido como lo hacía la misma Enciclopedia —en la que todos ellos se formaron— en su artículo libertinage: “Es el hábito de ceder al instinto lo que nos lleva a los placeres de los sentidos; no respeta las costumbres, pero no aparenta enfrentarse a ellas; […] está a medio camino entre la voluptuosidad y la depravación”.
Ese estar “a medio camino” entre la voluptuosidad y la depravación, los hace respetar, sin embargo, las reglas del cortejo y la galantería, las buenas maneras, el respeto del honor y no pocas virtudes como la belleza y la inteligencia. En ese mundo desprejuiciado todo era posible, pero guardando las formas más sutiles. De tal suerte que, a pesar de que ven con toda naturalidad que ellos y sus mujeres tengan amantes y aventuras amorosas, aún distan bastante del libertinaje del modo como lo plantea Sade en su Juliette o las prosperidades del vicio: “El libertinaje es un extravío de los sentidos que supone la ruptura total de todos los frenos, el desprecio más soberano por todos los prejuicios, el derrocamiento total de todo culto, el más profundo horror por toda especie de moral que se pueda tener”.
El duque de Lauzun, por ejemplo, el personaje a quien más espacio le dedica, no era según Craveri “un seductor sistemático, movido por una ciega voluntad de dominio, ni en la búsqueda del placer podía prescindir del aval del sentimiento”. Y en este terreno, las otras figuras de las que se ocupa nuestra autora caminan por el mismo sendero: todos tienen objetivos y metas elevadas en el plano público que nunca son sacrificadas —si bien sí acompañadas o puestas en peligro— por una relación amorosa; todos son hijos o parientes del libertinaje de Versalles (el conde de Narbonne, por ejemplo, bien pudo ser el descendiente bastardo de Luis XV); todos están imbuidos por las ideas de la ilustración; todos asumen que el matrimonio es “una indecencia acordada” y que las reputaciones se consolidan en los salones de París; todos tienen genuino aprecio por las artes y las letras al grado de que algunos llegan a probarse en ellas (ya como coleccionistas, ya como ingeniosos autores); todos reconocen la gracia y el talento, la audacia, lo mismo que una charla inteligente. Eso sí: “Nos burlábamos de las antiguas usanzas, del orgullo feudal de nuestros padres y de la solemnidad de su etiqueta, pero sin dejar de disfrutar de todos nuestros privilegios”, como bien lo confesaría el Conde de Ségur.
Si pensamos en libertinos a la manera del inglés John Wilmot, segundo conde de Rochester (caracterizado por Johny Depp en la extraordinaria cinta The Libertine, dirigida por Laurence Dunmore), los libertinos que nos presenta Craveri lo son a medias puesto que sólo rozan el exceso, pero no llegan nunca a la disipación total.
Como mucho, tendríamos que imaginarlos más cercanos al Valmont de Las relaciones peligrosas (Cátedra, 1990), de Choderlo de Laclos. Su fama, pues, está rodeada de pequeños y grandes escándalos, de un sinfín de rumores, intrigas palaciegas, inmensas pasiones y, por supuesto, de las turbulentas circunstancias políticas que los rodearían al final del siglo de las luces.
Benedetta Craveri nos presenta, magistralmente, la decadencia de una época entrelazándola con la vida de los que para ella son los últimos libertinos. Al lado de éstos, transitan un sinnúmero de personajes fundamentales para entender el clima intelectual y político de los años previos al hundimiento de la monarquía, lo mismo que las ilusiones y desencantos que le seguirían: Chamfort, Talleyrand, el príncipe de Ligne, el barón de Besenval, el inmenso Chateaubriand o esa heroína intelectual (y práctica) que fue madame de Staël.
Aunque con distintas suertes, los siete libertinos de Craveri se verán arrastrados por la explosión social y política de 1789. Casi todos caerán como ángeles miltonianos ante la incapacidad de la monarquía para reformarse y, más tarde, frente al implacable terror revolucionario.
Chateaubriand, quien vio ascender y precipitarse a los abismos de la historia a muchos revolucionarios y aristócratas, comentó en sus Memorias de ultratumba (El Acantilado, 2004): “… me parece que, tras haber descendido a los infiernos en mi juventud, guardo un recuerdo confuso de los espectro que entreví errabundos a orillas del Cocito: completan los sueños variados de mi vida, y vienen a que los inscriba en mis tablillas de ultratumba”.
Ahí quedan también, sin duda, las vidas, pasiones e ideas de los últimos libertinos, que aparecen como el desordenado y triste epílogo de un mundo que desaparecerá para siempre con ellos.
FOTO: Benedetta Craveri también es autora de Amantes y reinas: el poder de las mujeres, sobre Catalina de Médicis y María Antonieta, entre otras. / Archivo El Universal
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