Benjamin Campbell
POR ANTONIO MORENO MONTERO
Nunca habíamos conocido a un negro con ojos azules y lo veíamos con admiración y temor al mismo tiempo. Estábamos hipnotizados por sus enormes dedos, que tamborileaban sobre la barra de la cantina de Tavares, imitando el galope de los caballos. Convencidos de que esos dedos que parecían bailar sobre la ajada superficie de madera habían sido letales en otro tiempo y que enroscados en un puño o desplegándose como garfios podían extirpar un corazón de un solo tajo. Dedos que ahora eran cien jinetes o más, sedientos de sangre y dispuestos a todo. Mucho menos habíamos escuchado la historia de un proscripto. No pudo recordar con exactitud las horas que duró la batalla de Atenas, Alabama, de la cual fue testigo, porque sólo escuchaba un ruido ensordecedor que prolongaba las horas como si fueran días. Pudo ver a lo lejos cuando llegaban más confederados lanzando gritos eufóricos al aire y vivas a Jefferson Davis, para unirse al resto de los soldados y tratar de no dar tregua al ejército de la Unión que ya había convertido al pueblo en un baluarte del que no capitularía. Como era imposible reanudar el camino volvió a refugiarse en una cueva que había encontrado cercana al río Elk. La entrada la cubrió con ramas, al igual que su cuerpo, luego se ovilló sobre el piso y cerró los ojos tratando de conciliar un sueño que no cedería. Deseó encontrar algo que no fueran raíces, musgo, hojas, frutas silvestres, liebres o mofetas. Anhelando con algo de suerte hallar, en un día no muy lejano, un comida tibia cercana a la que acostumbraba a comer en la mansión del amo Jack Campbell.
No sabía realmente quién en realidad era su madre, y no le importaba porque según las malas lenguas tenía cuatro, y una de ellas era blanca, asistente del ama de llaves; y por otro lado, tampoco mostraba interés en saber quién era su progenitor. Desde que dejó de dormir en las barracas (a los doce años pasó a formar parte de la servidumbre selecta y por eso le fue asignado un cuartucho reducido que estaba a un costado de las perreras), se libró de los chascarrillos que allí escuchaba por las noches; entre broma y mofa decían que su padre era el amo o también podría ser Smith, el capataz de la hacienda. En la mansión, Benjamin era el responsable de lustrar las botas de caza y montar de la familia, y también de ejercer la noble tarea de alimentar a los mastines que eran tratados mucho mejor que la servidumbre de las barracas. Cuando el potentado organizaba fiestas o reuniones en el gran salón, estaba obligado a vestir un traje de librea con los colores de la Confederación, gorro, guantes blancos y un espadín ridículo pegado al cinto como adorno. Prefería estar en la mansión cumpliendo sus deberes y llevando a cabo toda clase de caprichos de las hijas, que lleva este recado a Mr. Tanner, que no le digas nada a nadie de lo que has visto, so pena de recibir un castigo que no olvidaría nunca, mejor hacer esto y callar como una tumba, que pasar largas horas en los campos de cultivo trabajando como una auténtica bestia.
La noche previa a la reunión con los milicianos y hacendados en la mansión de los Campbell el ambiente familiar, de por sí edénico y casi perfecto, se tornó caótico, nadie pudo conciliar el sueño; y no era para menos, se fugaron diez esclavos (los más fuertes) y habían dejado en una de las puertas de los barracones clavada una nota, en la que prometían regresar por la cabeza del amo Jack, quemar las plantaciones y liberar el resto de los esclavos. Benjamin imaginó que el edén de los Campbell, donde había nacido hacia quince años, con un sinuoso sendero hacia el patio principal, escoltado de sicomoros, rododendros y una cadena de olmos y robles gigantescos, quedaría convertido en un eriazo, en un tiempo muerto. Se dijo que ante un inminente incendio o una inundación, lo más lógico, tomando en cuenta sus condiciones físicas, que eran notables, como su imponente estatura, era abandonar la hacienda la noche posterior a la llegada de los zafios milicianos. La conspiración de los esclavos no había surgido de la noche a la mañana, pero el detonante tuvo lugar cuando Benjamin le confesó a Callico, alias Caña de Azúcar (bautizado así por la ama de llaves), un negro que le espantaba por las brasas intensas de sus ojos, que había escuchado en la sala del amo que los milicianos habían empezado a reclutar esclavos, y el amo había prometido contribuir con cien hombres para la causa. Mientras Benjamin daba suelta a los mastines, Callico escuchaba y fumaba con parsimonia, como si el cigarrillo fuera la mecha encendida de una bomba que no tardaría mucho en explotar.
—De acuerdo. Tómate la noche para pensarlo. Nos iremos antes de que lleguen. Depende de ti. Puede que esta madrugada pase por aquí otra vez —le advirtió Callico.
—Tendré que pensarlo —dijo al fin. Luego añadió—: Mejor no pasen.
Alto como era, cubriéndose la espalda con un sobretodo y un rifle en las manos, el amo Jack, calmo pero desafiante, le ordenó a Benjamin que se uniera a una de las cuadrillas para sofocar el fuego que amenazaba llegar hasta los algodonales; entretanto, el capataz sacaba todos los mastines de las perreras, e impaciente, los azuzaba y les restregaba en los hocicos babeantes un pantalón hecho jirones que había sido de Callico.
—Quiero vivo al líder. No lo olvides, Smith —dijo el amo.
—¿Y los otros? —preguntó el capataz.
—Deja que los mastines hagan lo suyo —enfatizó el amo.
**
Antes del crepúsculo se logró sofocar el incendio, y aunque había alcanzado a consumir cientos de acres de cultivo, que era lo que más preocupaba al amo, nada se comparaba con la muerte de Joseph, casi su hermano, y con quien había planeado huir esa misma noche. Como si hubiera caído en una trampa, el fuego lo cercó hasta devorarlo y reducirlo a un pedazo de carbón pestilente. Benjamin lloró de rabia. Habían soñado cruzar el Río Grande juntos y perderse en ese país donde imaginaban que la vida era más simple, y que la risa era plena y buena. Un país en donde un negro tenía derecho a ser más que eso.
Las cuadrillas se congregaron en el patio central de la hacienda para que Jack Campbell expresara rabia y ánimos de venganza a causa del incendio y en contra de quienes lo provocaron, sin mencionar ni una palabra, desde luego, sobre la muerte injusta del esclavo. Sin embargo, su voz resonaba como un bisbiseo, como esos ecos vacíos que permanecen brevemente en una iglesia cuando ya no hay nadie, como las gotas de agua que finalmente caen filtradas por la tierra en el suelo de alguna cueva. Una vez desperdigadas las cuadrillas, vestido en un traje de sarga limpio, el viejo mozo Tobías se acercó a Benjamin para indicarle que esa noche tenía responsabilidades en el salón. Los milicianos y hacendados empezarían a llegar a partir de las ocho y ante el poco tiempo que disponían, era un imperativo estar preparados antes de la hora.
De regreso al salón, vestido de librea, Benjamin iba tejiendo el itinerario que pondría en práctica las próximas horas, y de resultar ciertos los rumores de que los del Norte habían llegado hasta las propias narices confederadas, se entregaría al primer batallón unionista que encontrara de camino a Atenas. Sabía que Callico no era un incrédulo facineroso y anheló que el capataz no le pescara con vida y que la suerte lo acompañara en camino a la costa atlántica, pues albergaba esperanzas de encontrar un barco que lo llevara de vuelta a África. Jack Campbell estaba al órgano, y a sus espaldas, el pastor William, con un vaso de whiskey, extasiado como si escuchara serafines vengadores y alegóricas cargas de caballería. Hacendados y milicianos, como feligreses en torno al púlpito, empezaron a arremolinarse para escuchar la pieza. Apasionado, otras veces violento, Campbell movía y dejaba caer acompasadamente los dedos en las teclas, inspirado.
Cuando Tobías servía más bebida al grupo, Benjamin observó los labios separados del viejo, como si sonriese de burla o enojo. Aprovechó para acercarse a una de las mesas, en ese momento libre de papanatas, y cogió el mapa más pequeño de los Estados Confederados de América y se lo introdujo inmediatamente a la levita; supuso que no se percatarían porque había otros mapas y papeles esparcidos sobre la superficie, entre ellos la lista de la gleba negra. Y sabía que su nombre aparecía en ella, no le cabía dudas, porque la guerra estaba en curso y había grandes intereses en juego que los hacendados no estaban dispuestos a perder.
Continuó cumpliendo órdenes y caprichos, pero no dejó de pensar con una consternación meditativa y nostálgica, especialmente ahora que estaba a punto de marcharse de la hacienda, porque pese a su condición de esclavo, había gozado de ciertos privilegios. Las hijas de Jack Campbell le habían enseñado a leer y por ellas no sólo había tenido acceso a muchos de los libros que tapizaban las paredes del escritorio del amo, sino también influyeron para que el padre autorizara el traslado de Benjamin de los barracones al cobertizo de la perrera. En las noches acostumbraba a leer a la luz de la vela los libros sugeridos por sus mecenas; y que ellas deberían de haber leído por orden de la institutriz, pero Benjamin, gracias a su memoria prodigiosa, transformaba esas lecturas para las hermanas en digeribles historias orales. Les contaba los pormenores, respondía preguntas y ellas trataban de retener lo dicho o tomaban notas. Recordó cuando Phoebe, la menor, después de comentar la lectura, le preguntó con una voz monocorde, sentados, frente a frente, uno a cada lado de la mesa, viéndose mutuamente con idénticos ojos azules, qué le habría gustado ser si hubiera sido otra persona y no lo que era.
—Pintora como tú —dijo.
Ella se puso en pie, rodeó la mesa y se acercó maternalmente para besarlo en la frente. Y continuó hablando con esa voz sin timbre como la de su padre. Benjamin pasó de la nostalgia a la indiferencia, que sin embargo no dejó de ser meditativa y albergo en él una incipiente ansiedad. Cuando el resto de la servidumbre abandonaba la sala, excepto el viejo Tobías, porque el conciliábulo se celebraría a puerta cerrada, quiso interpretar algún significado en los rostros obstinados de los milicianos y hacendados que empezaban a ocupar los asientos alrededor de la mesa para escuchar a Jack Campbell y al pastor William.
***
Al cabo de los días y los meses, Benjamin caminaba y caminaba sin parar, sin embargo sentía que no avanzaba, que daba vueltas en el mismo sitio. Giraba para ver tras sus espaldas y allí estaba de nueva cuenta la mansión, el camino serpenteante, las sombras dentadas de los arces, el cobertizo y los integrantes de la familia Campbell junto con la servidumbre, como si se tratara de otra época, de pie, mirando la cámara en espera del fogonazo del fotógrafo para captar sólo risas fingidas. Dormía de día y caminaba de noche, a veces con los ojos cerrados, como una expresión de resistencia, para afirmar que las huidas no tienen por qué ser monótonas. No dejaba de recordar, eso sí, por sobre todas las cosas, y no era un recuerdo trivial sino la voz suave de una mujer blanca, leve, cayendo en un silencio aterciopelado como cae la pelusa de un cardo, inmóvil, sobre la mano extendida de esa mujer bondadosa que le habla con los labios pegados a sus oídos de niño y le expresa palabras amorosas.
Cierto mediodía salió de su guarida movido por la curiosidad; y rápido como una sombra se fue acercando hacia la última hilera de árboles de un bosque tupido que le había dado cobijo la noche anterior, desde allí, agazapado, podía ver hacia el llano y oír el barullo de personas que descendían de carretas tiradas por bueyes y caballos. Era mejor esperar y observar detenidamente antes de acercarse —pensó Benjamin—. Pudo ver el movimiento de mujeres con los cabellos grises y rubios, rodeadas de niños juguetones, y de hombres activos que se disponían a quitar los yugos de las bestias. Izaron una bandera de Texas y tendieron una extensa lona, sostenida de los polines de las carretas, que serviría de techo y bajo el cual, antes de que cayera el primer hilo pardusco de la noche, se congregarían para rezar y cantar alabanzas. Los cánticos lo situaron al margen de la realidad que estaba viviendo. De pronto iluminado por una especie de lucidez se dio cuenta de que el miedo que le taladraba las sienes días y noches le era en cierta forma agradable y se dijo así mismo que si alguno de ellos aparecía por la espalda apuntándole con un rifle y justo allí decidieran lincharlo, no manifestaría ninguna debilidad, ningún temor.
Se dejó llevar por los cánticos, y le parecieron no sólo voluptuosos sino siniestros, porque le daban la sensación de habitar, de inmediato, un mundo que no existía, y aunque era aparentemente hermoso y deseado, nadie podía comprenderlo a cabalidad. Se dio cuenta que él siempre viviría en los márgenes de ese mundo irreal y llegó a la conclusión de que la costumbre de rezar era equiparable a la necesidad de encontrar una huida. Aprendió también que ya no era necesario cerrar los ojos para recordar un pasado lejano que siempre lo perseguía, sino mantener los ojos bien abiertos, tanto como se pudiera, porque si uno los cierra, el miedo entra y mata cualquier brillo. Juró que de ahí en adelante no le temería a nada ni a nadie, menos las tinieblas, de donde procedía el miedo, según aseguraban los religiosos ambulantes en sus cánticos, quienes acamparon por varios días, hasta que apareció otro grupo de carreteros, guiados por un hombre montado en una mula. No eran de peligro, había cordialidad entre ellos, y vivían sólo para cantar alabanzas. Pudo comprobarlo por los rostros apacibles de los religiosos, tal vez no inocentes del todo, seguramente sabían que había una guerra, pero sí eran muy confiados. Para él la realidad estaba en el olor a comida que le llegaba como una tortura y un desafío; estaba en el tocino, en los huevos, en el pan tostado sobre parrillas en las brasas, en el café, en la carne seca que ellos comían. Aplazó la marcha porque con la comida los días dejaron de ser cuevas, socavones oscuros; y las noches, bosques impenetrables, pantanos espesos como la sangre, ríos caudalosos, animales nocturnos emitiendo sonidos horrendos, panes acedos en cabañas abandonadas; atrás quedó el miedo al cepo, a la jauría y al látigo; una sensación de triunfo lo invadía cada vez que saciaba su apetito, oculto en la foresta, ese apetito que estuvo a punto de quitarle la razón.
****
Cuando Benjamin hizo una pausa para ir al baño, Tavares aprovechó para servirnos la última ronda; pese a que habíamos perdido la cuenta, nuestras gargantas estaban resecas y los ánimos, eufóricos. Pudimos quedarnos toda la noche escuchando la historia de Benjamin, pero la interrupción fue oportuna para decidir marcharnos de una vez por todas, porque la mañana del día siguiente cubriríamos la entrevista de los presidentes Taft y Díaz, y necesitábamos estar como linces. Caballitos de tequila para nosotros y un vaso de whiskey para Benjamin, a quien vimos desplazarse hacia el baño con rapidez inaudita, como si toda la bebida que había consumido desde la tarde no le hubiera hecho ningún efecto. Pasaron los minutos y como Benjamin no retornaba, decidimos brindar en su ausencia. Chocamos los caballitos y bebimos hasta el fondo. Luego le advertimos a Tavares que nosotros pagaríamos la cuenta de Benjamin.
—¿Incluyendo las bebidas que le he servido a la dama que está en la mesa de la esquina? —preguntó.
¿Y ella quién es? —respondimos con otra pregunta.
Vino acompañada del caballero que está en el servicio —dijo. Los cuatro volteamos a
verla y ella nos saludó con una sonrisa levantando su copa. Vestía un abrigo negro del color de su cabellera. Abrió su bolso de mano y extrajo un espejo y colorete para maquillarse
discretamente. Y siguió manteniendo la misma sonrisa radiante.
—Suponemos que usted es amiga de Benjamin —le dijimos.
—Digamos que sí —nos aclaró la dama. Y con la misma sonrisa, añadió—: Supongo que ustedes son las personas que le comprarán el mapa.
*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.