Crónica de un maestro

May 5 • destacamos, Ficciones, principales • 7646 Views • No hay comentarios en Crónica de un maestro

“Será glorioso guerrero y su mayor victoria será contra el olvido”, dijo el sacerdote sobre el sabio Ahuehuetl, nacido en vísperas de la caída de Tenochtitlán, quien contaría al viejo mundo las maravillas de su pueblo

POR RAMÓN A. CORTEZ CABELLO

¡Oh Tenochtitlán, señora

hermosa! Urbe de piedra y

áureos ropajes, ¡Qué pena

verte en ruinas, humillada!
Ahuehuetl

Año 3-casa (1521)

Los españoles volvieron casi un año después de su noche triste, con ellos vino la destrucción. Tras ochenta días de combates, Tenochtitlán se llenó de sombras, ruinas, humo y dolor. La ciudad fue destruida piedra por piedra. En los últimos días de guerra murieron más de inanición que combatiendo. El hambre devoraba a la gente. Nada había bajo los escombros que sirviera de alimento: ni yerbas, sabandijas o cortezas de árbol. A falta de algo que pudiera arder, muchos preguntaban: ¿cómo puede ser que de piedras y arena salgan llamas robustas? ¿Qué se quema? La esperanza –se respondían.

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Cuando se supo de la rendición de Cuauhtémoc, el silencio aturdió a la ciudad. Desde ese momento, bajo la lluvia, la gente empezó a salir; la tristeza se condensaba en la multitud doliente. Tres meses de guerra demolieron Tenochtitlán y al ánima mexica.

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Aunque la desolación parecía distribuida a partes iguales, entre la muchedumbre de vencidos descollaba la tristeza de Ahuehuetl. Sus hombros cargaban un peso mayor que la derrota; nada significaban ahora su lucha, su vida: había desaparecido el estado mexica. Supo de la manera más cruel que cumplir su encomienda no implicaba la salvación de Tenochtitlán. Ya no tenía fe, el augurio rector de su vida fue un gran engaño. Luego de la derrota, los mexicas tenían como único destino el olvido. Mientras viviera cargaría el fracaso: educó a un pueblo para la victoria y fue testigo de su caída.

Sólo esperaba que la muerte llegara pronto.

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Tenochtitlán, año 2-caña (1455)

El marido encerró en la troje a la esposa embarazada y no dejó dormir a sus hijos. Tenía miedo, recluyó a su mujer para no verla convertirse en loba, el desvelo de los niños sirvió para evitar se volvieran ratones. A toda la ciudad la inundaba el terror, era la noche del fuego nuevo.

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Como en la cima del Huizachtépetl brilló la hoguera ceremonial, no tuvo que cohabitar el marido con una loba, ni tener por hijos a dos ratones. Además, y eso explicaba los gritos alegres en todo el Valle de Anáhuac, el mundo duraría 52 años más.

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De su embarazo la mujer no sólo recordaría aquella noche. Aunque comía bien y en el huipil llevaba un trozo de itztli para que su niño no saliera “eclipsado”, nadie, ni la comadrona, previó un parto prematuro. Los dolores la sorprendieron al ir por agua, no pudo volver a casa y parió en el campo.

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Como nació junto a un gran árbol lo llamaron Ahuehuetl. Por nacer bajo el signo Ce Técpal y la protección de Huitzilopochtli, se esperaba fuera un gran guerrero. Su padre guardó el ombligo en una bolsita de cuero que luego un soldado enterró en un campo de batalla: así su hijo sería militar. Cuando el niño fue llevado con el tonalpouhqui, el agorero que elegía la fecha de bautizo, dijo éste: Será glorioso guerrero y su mayor victoria será contra el olvido. Aunque la última parte de la profecía era algo confusa, esto no opacó la dicha familiar.

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El día del bautizo la madre vistió al crío de Caballero Ocelotl, le puso una rodelita en una mano y un arco pequeño en la otra. El niño aferró las armas minúsculas y las agitó con energía, padres e invitados rieron felices.

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En los primeros años del reinado del segundo Moctezuma pasaron cosas raras. Por un tiempo, en las noches, se veía en el cielo una gran espiga de lumbre que amenazaba chocar con la ciudad. Al desaparecer aquel fuego no acababan de tranquilizarse los tenochcas, cuando se incendió el templo de Huitzilopochtli. Quienes pensaban que nada bueno anunciaban aquellas cosas, tuvieron más razones para seguir preocupándose: un rayo destruyó un templo y tiempo después, sin haber temblado, las aguas encrespadas del lago destruyeron las casas de la orilla. Una noche cayó fuego del cielo y los siguientes días aparecieron, en distintos lugares, animales deformes, aves con espejos en la mollera, hombres con dos cabezas. A todas estas criaturas las llevaban ante Moctezuma y, tras verlas éste, desaparecían.

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Astrólogos y agoreros no sabían qué significaba aquello, algunos creían se anunciaba la destrucción de Tenochtitlán. Pueblo y monarca estaban aterrados. El día que se supo de la llegada de los españoles, de inmediato fueron relacionados con las señales, el miedo creció y en los templos se ofrendaba multitud de sacrificios.

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Sin saber qué anunciaban las señales, mas conociendo la fortaleza de su patria, Ahuehuetl no les atribuyó el sentido pesimista dado por muchos. No creía que los extranjeros fueran teules o representantes de Quetzalcóatl; aun sabiendo de sus armas poderosas, de sus victorias sobre otros pueblos, no los consideró peligrosos. Fue de los pocos que no se preocuparon por la molesta presencia de los españoles en Tenochtitlán. La posterior expulsión de éstos, lideradas las tropas por Cuitláhuac, el nuevo tlatoani tras morir Moctezuma, pareció confirmar su pensamiento.

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No tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta de su equivocación.

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En sus primeros años Ahuehuetl fue un niño apacible y generoso, era difícil ver en él a un futuro guerrero. Fue hasta que ingresó al telpochcalli que mostró su carácter. Varios compañeros le hicieron burla por llamarse “Árbol viejo”, les divertía que un niño llevara en su nombre la palabra “viejo”. Pero las mofas no duraron, un par de peleas bastaron para dejar claro que no era bueno enfadarlo.

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Los maestros advirtieron en él la prestancia del guerrero y, como mostraba un apetito insaciable por leer, la curiosidad del sabio. Concordaban en que era el mejor de su clase, pero discrepaban en si era mayor su aptitud castrense o la intelectual.

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Las dudas no prevalecieron mucho, en su primera batalla mostró una inusual destreza, lo común era que entre varios guerreros atraparan un prisionero; él capturó a cuatro. Ahuehuetl era un héroe.

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Más asombro que el provocado por su hazaña se produjo al saberse que, aunque tenía derecho a ser capitán, a sentarse con los principales, a usar barbote de oro y borlas en la cabeza, el joven declinaba dichos honores con tal que lo dejaran ser maestro.

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Nadie lo entendió entonces, pero aquella decisión venía gestándose desde que supo las palabras del agorero. Le había intrigado la segunda parte del vaticinio: “…Su mayor victoria será contra el olvido”, y decidió buscar su significado, de ahí el interés, que luego se volvió gusto, por la lectura. En un amatl del telpochcalli descubrió qué significaba el augurio: su misión era que los mexicas recordaran su origen, historia y costumbres. Aquella era la victoria contra el olvido que debía obtener. Al capturar a los guerreros cumplió la primera parte de la profecía, y eso le permitía ir tras la segunda. Aquella última batalla tendría que librarla en el telpochcalli. Por eso Ahuehuetl se hizo profesor.

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En poco tiempo se diferenció de los otros maestros. Además de fortalecer el cuerpo de sus discípulos, sembró en ellos el orgullo nacional. Lo que aprendió con el hastío solemne que acompaña a las cosas importantes, él lo enseñaba con la amenidad de un cuento. Aprovechaba hasta los sepelios de personas notables para explicar las ceremonias fúnebres, los niveles del cielo y divisiones del inframundo. Los profesores que al principio no aprobaban su método, reconocieron que funcionaba.

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Con el tiempo sus discípulos ocuparon altos puestos de gobierno y muchos le pedían que fuera su consejero, pero él siempre declinaba las ofertas con las mismas palabras: Hace mucho se me encomendó que las nuevas generaciones recuerden la historia de su pueblo, esto sólo puedo hacerlo aquí, en el telpochcalli.

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Ante el poderío de Tenochtitlán y la debilidad de las naciones vecinas, pensaba el maestro que nada que viniera de fuera podía derrotarla; que sólo podría hacerlo el abandono de la disciplina. Comprendió entonces lo vital de su encomienda y sintió un frío en el estómago.

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Nunca faltó en su clase el relato del éxodo de su pueblo. La crónica de los siglos que, luego de salir de Aztlán, tardaron los mexicas en llegar al Valle de Anáhuac. Le divertía la sorpresa de los mancebos al conocer la pobreza de Acamapichtli, el primer tlatoani; sólo con gran esfuerzo lograban asociar palabras como pobreza y humildad con los gobernantes. Dicho asombro se hizo más profundo entre los alumnos que asistían a las clases de Ahuehuetl en tiempos de Moctezuma Xocoyotzin, pues a éste lo rodeaba un ritual más acorde con un dios que con un hombre. El pasmo entre los alumnos crecía al enterarse de que en tiempos pasados los mexicas pagaban tributos a los tepanecas. El estupor de los estudiantes se volvía consternación cuando conocían la historia de Chimalpopoca, el monarca que murió siendo prisionero del cacique de Atzcapozalco. Conocer el éxodo mexica y el infortunio de los primeros tlatoanis, ayudaba a los jóvenes a valorar lo que entonces disfrutaban. Conseguido este objetivo abordaba el maestro otros temas.

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Dentro de la historia patria, Ahuehuetl tenía su parte favorita: la que iniciaba con Itzcoatl, el cuarto tlatoani. Durante el reinado de éste, se sacudieron los mexicas el dominio tepaneca. El profesor explicaba con deleite cómo se formó la triple alianza con los señoríos de Tacuba y Texcoco. Después de relatar aquella confederación, su clase se volvía una lista de hazañas y conquistas. Hablaba del genio militar de Moctezuma Ilhuicamina, de la majestad del tlatoani actual, el joven Moctezuma. Aclaraba, sin embargo, que la grandeza del imperio era consecuencia de la disciplina y organización del pueblo. Al ver a los muchachos ensanchando orgullosos el pecho, Ahuehuetl sabía que su propósito de formar buenos ciudadanos se había cumplido.

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Año 2-caña (1507)

Antes de cumplir 52 años, Ahuehuetl vio el temor que invadía Tenochtitlán durante la ceremonia del fuego nuevo. Aunque él no estaba exento del temor general, igual aprovechó para explicar cómo se medía el tiempo. Sus alumnos aprendieron que un año se compone de dieciocho meses de veinte días, y que para completar el ciclo solar se agregaban cinco días a cada año. Que 104 años hacían un siglo y 52 años, una gavilla. Y que el fuego nuevo se celebraba entre el final de una gavilla y el inicio de otra.

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En vísperas del ritual, satisfecho su objetivo didáctico, esperaba Ahuehuetl el acontecimiento con la misma incertidumbre que los demás. Luego sintió la tranquilidad de haber cumplido lo que mandaron sus dioses. Puedo morir en paz, se dijo.

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El día de la ceremonia todas las hogueras, de casas y templos, fueron apagadas. Toda mujer embarazada fue recluida; los niños se mantenían insomnes y horas antes se habían destruido todos los utensilios domésticos. La tensión era insoportable; si no flameaba el fuego en el cerro de Iztapalapa, sería el fin del mundo.

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Por fortuna el fuego nuevo coronó la cima del Huizachtépetl tranquilizando a la urbe de piedra. El maestro sonrió ante el dorado resplandor que brillaba a lo lejos. Se dio cuenta que en la anterior ceremonia, cuando él nació, reinaba Moctezuma Ilhuicamina y que esta vez otro Moctezuma, Xocoyotzin, era el tlatoani.

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Año 1-conejo (1558)

Caída Tenochtitlán, el viejo profesor sentía cercana su muerte. Sin embargo, así como en libros y en voz de los ancianos aprendió cosas del pasado, ahora veía y aprendía de los hechos actuales. Miró derrumbarse edificios construidos para ser eternos; ceremonias oficiadas desde el inicio de los tiempos cayeron en desuso. Dioses más antiguos que el mundo cayeron de sus santuarios. Señores, dinastías enteras desaparecieron, y él, Ahuehuetl, seguía en pie.

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Afianzado su triunfo en el Valle de Anáhuac, los españoles iniciaron una actividad constructora casi tan intensa como el celo guerrero exhibido en batalla. Iglesias, casas y edificios surgían por doquier; de las desnudas entrañas de la metrópoli vencida, emergía la Ciudad de México.

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Aunque fueron expulsados y se les prohibió vivir en Tenochtitlán, los mexicas transitaban por la que fue su ciudad: eran los siervos que edificaban la nueva urbe.

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Desde Tepepulco, lugar cercano a Texcoco, el antiguo maestro veía todo con desencanto, consideraba inútiles sus conocencias. Además estaba triste porque la muerte no llegaba. Cumplió 103 años sin achaques, sólo su memoria lo atormentaba. A diario lo mortificaban los recuerdos, y nada duele más en la desgracia que evocar épocas felices. En los últimos 37 años comprobó que la tristeza no acorta la vida, pero sí prolonga el sufrimiento. Al principio creyó que su existencia la alargaba el olvido divino: se sentía tan pequeño que no le extrañaba la omisión. Luego creyó su vejez un castigo y, aunque estaba seguro de merecerlo, ignoraba la causa del mismo.

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El día que lo buscó el señor de Tepepulco, Tlatenzin, ahora llamado Don Diego de Mendoza, a Ahuehuetl le empezaron a suceder cosas extrañas, entre otras una que creyó imposible: volver a creer en sus dioses. Don Diego lo citó a una reunión en el lugar donde vivían los religiosos españoles. Un nuevo encargado había llegado al monasterio.

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Todos los que llegaron a la junta eran viejos y ocupaban puestos de importancia antes de llegar los españoles. No se trataba, como pensaron al principio, de una plática sobre cristianismo. En vez de oír las razones del nuevo director, éste les propuso el trato desconcertante de escuchar las suyas. Era bueno aquel hombre, no pedía oro ni daba órdenes, sólo preguntaba. Quería saber sobre ellos, sus dioses, ceremonias, costumbres, todo. Aquel sacerdote se llamaba Bernardino de Sahagún y mostraba interés en cómo eran las cosas en Anáhuac en los tiempos antiguos. Según sus propias palabras, haría un libro sobre la historia del pueblo mexica.

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En esos días el ánima oscurecida de Ahuehuetl empezó a iluminarse, por primera vez en años latía alegre su corazón. Hasta le pareció escuchar la tenue música que, antes de salir el sol, sonaba en Tenochtitlán. No había pasado tanto tiempo de aquello, sin embargo ahora parecía más sueño que realidad. Entendió entonces que todo su saber y cada año vivido tenían como única razón de existir aquel momento. Supo que la profecía dicha un siglo atrás estaba a punto de cumplirse. Por dos años acudió sin falta al monasterio.

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Los viejos se reunían con el religioso y sus aprendices. Los discípulos de Sahagún eran jóvenes mexicas. Ahuehuetl se sintió orgulloso de aquellos muchachos que, además de náhuatl hablaban español y escribían a la manera mexica y al modo español. Todo lo dicho por los ancianos se anotaba en grandes papeles. Sahagún preguntaba, los viejos contestaban y los jóvenes escribían.

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Luego de mucho desear la muerte, en aquellos días Ahuehuetl temió que su vida acabara. Le daba miedo no alcanzar a decir todo lo que su mente atesoraba, lo que quería salvar del olvido. Hablaba tan rápido que los tlacuilos apenas podían escribir sus razones. El propio Sahagún dijo en su libro: “Se enmendó, declaró y añadió todo lo que de Tepepulco truje escrito, y todo se tornó a escribir de nuevo, de ruin letra porque se escribió con mucha prisa”. Esto se debió en parte al apresuramiento de Ahuehuetl, pero gracias a sus premuras dijo todo lo que atesoraba su memoria.

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Poco después de que sus recuerdos quedaran escritos, a los 105 años, falleció Ahuehuetl. Su cara irradiaba paz y sonreía. Saber que sus dioses no le mintieron explicaba el sosiego de su rostro; sonreía porque el augurio se había cumplido, porque venció al olvido y porque estaba a salvo la historia de su pueblo.

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ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

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