Bernardo Bertolucci: el tiempo de la hermandad
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
Aunque parecía predestinado para la poesía, ya que su padre Attilio forjó una notable obra lírica —apreciada entre otros por el Premio Nobel de Literatura Eugenio Montale— y él mismo se ganó cierta reputación como poeta mientras cursaba estudios en la Universidad de Roma, Bernardo Bertolucci (1940) eligió la pantalla grande como medio para canalizar sus inquietudes estéticas, que integrarían una de las propuestas más personales del cine italiano posterior a la oleada del neorrealismo.
Si bien en sus inicios no renunció al legado de esta corriente, la mayor influencia del joven Bertolucci fue Pier Paolo Pasolini, con quien trabajó como asistente de dirección en Accattone (1961), debut del propio Pasolini, y como coguionista en La commare secca (1962), estupenda cinta con que Bertolucci saltó al largometraje luego de rodar dos cortos con su hermano Giuseppe y que lo estableció como un talento prometedor.
Estimulada por los postulados de libertad y ruptura narrativa de la nouvelle vague, la promesa no se tardó en cumplir: Antes de la revolución (1964), Partner (1968) y sobre todo El conformista (1970), nominada al Oscar por mejor guión adaptado a partir de la novela de Alberto Moravia, revelaron el músculo de un cineasta dispuesto a mezclar géneros —la estampa social, la deriva policiaca, la denuncia política— con una habilidad aderezada por una fuerte pulsión erótica.
Los años setenta vieron cómo esa pulsión estallaba y se expandía en tres películas que siguen constituyendo la cumbre del arte bertolucciano: El último tango en París (1972), Novecento (1976) y La luna (1979). Del retrato intimista al fresco histórico y de regreso, el director mostró sus mejores armas como un narrador proclive a la exploración plástica: una inclinación que se acentuaría, no sin duras críticas, en filmes hechos con un pie en Hollywood como El último emperador (1987), El cielo protector (1990), Pequeño Buda (1993) y Belleza robada (1996).
Con Los soñadores (2003), hermoso homenaje al cine y el sexo, Bertolucci volvió al territorio recorrido durante los sesenta y setenta; un territorio al que acude de nuevo en Tú y yo (2012), la cinta que marca su retorno tras la cámara al cabo de una década de ausencia. Fina lección de sobriedad basada en la novela de Niccolò Ammaniti, Tú y yo recupera algunos temas de La luna —la relación de bordes incestuosos, la espiral de las drogas— para darles un giro entrañable en un escenario minimalista: el sótano romano que Lorenzo (Jacopo Olmo Antinori), un adolescente retraído, emplea como escondite durante la semana de esquí organizada por su escuela.
Transformado en un Wakefield a la inversa —no quiere saber cómo es el mundo sin él sino cómo es él sin el mundo—, Lorenzo es interrumpido en su autoexilio por la llegada imprevista de su hermanastra Olivia (Tea Falco), una fotógrafa que batalla por curarse de la adicción a la heroína. Hijos del mismo padre, que abandonó a la madre de Olivia para vivir con la de Lorenzo, los dos jóvenes efectúan sin salir de su encierro un viaje de autoconocimiento y reconocimiento que los lleva a asumir la “solidaridad misteriosa” a la que alude Pascal Quignard: ese “vínculo sin origen” que permite a los hermanos admitir todo uno del otro, incluso lo que no se comprende.
“Si no tuviéramos más que un punto de vista, tú y yo seríamos iguales. Sin un punto de vista dejaríamos de estar uno contra el otro y aceptaríamos la realidad tal cual es, sin juzgarla”, dice Olivia hacia el final del filme, y en los ojos de Lorenzo brilla el entendimiento: los lazos fraternos se estrechan al comulgar con la diferencia. Con un pulso dramático depurado por los años, Bernardo Bertolucci hace del sótano romano una cápsula donde pese a las referencias estrictamente contemporáneas —laptops, teléfonos celulares— los relojes se detienen para que se instaure el tiempo de la hermandad.
FOTOGRAFÍA: Fotograma de la cinta Tú y yo (2012)/ESPECIAL.
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