What the Fuck con Bob Dylan?
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El cantautor Bob Dylan causó un revuelo al ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura, premiación inesperada de un artista rebelde del siglo XX
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POR ANTONIO MORENO
Para Ivet Kamar
Per Wätsberg consideró su silencio más que un desplante. Ese mismo silencio que hacía eco por todos lados una vez que la noticia del premio le dio la vuelta al mundo entero, hasta entumecer a los apostadores más gárrulas y poner en evidencia a los críticos literarios menos progres, le impedía percibir el verdadero mensaje de Bob Dylan (1941), nacido en Minnesota y registrado como Robert Allen Zimmerman, que un compositor y cantante como él, de jipi en conserva, le arrebatara el Nobel de Literatura a novelistas y poetas consagrados como Alí Ahmad Said Esber (Adonis), Philip Roth o a Ngugi wa Thiongo. Un hecho inesperado que no sólo podía ser interpretado como la reivindicación de un género popular, sino como la impugnación hacia la política del canon occidental, las redefiniciones de lo que es una obra de arte y las escaramuzas alrededor de lo que se llama literatura.
Mientras se sedimentaba ese silencio entre propios y extraños, en uno de los armarios de la Academia Suecia brotaba un hedor repugnante ligado al chivatazo y el acoso sexual sistemático. No era para menos, el depredador estaba en casa: el escritor francés Jean-Claude Arnault, casado con Katarina Frostenson. El escándalo empezó a crecer como una ola y de inmediato hizo mella entre la mayoría del círculo sagrado, conocido como De Anderton, es decir, los dieciocho integrantes vitalicios de la institución que eligen a los galardonados para el Nobel de Literatura. Algunos de ellos presentaron su renuncia, en tanto que la prensa sueca señalaba directamente al responsable: el esposo de Katarina Frostenson, miembro vitalicio de la academia, a quien se le acusaba aparentemente de ser el responsable de filtrar a las casas de apuestas los nombres de los galardonados con mucho tiempo de anticipación: Elfriede Jelinek, Harold Pinter, J.M.G. Le Clézio y Patrick Modiano. Posteriormente, las mujeres agredidas por Arnault revelaron a la prensa sus testimonios, por lo que Frostenson tuvo que renunciar a su cargo. De ese calibre era el culebrón que padecía la generosa e inmaculada Academia Sueca, y para entonces, cuando Bob Dylan fue ungido con el Nobel, aún no salían por completo los trapitos al sol. Después de Dylan, premiaron a Kazuo Ishiguro y, finalmente, los académicos decidieron limpiar la casa a fondo para no quedar ante el mundo como una vulgar pandilla de solapadores, declarando desierto el premio en 2018. Era entendible que Per Wätsberg calificara la actitud del flamante premio Nobel de Literatura 2016, el ya mítico Bob Dylan, propia de un tipo maleducado y arrogante, cuando sus palabras verdaderamente trataban de espantar, con impotencia, no la indiferencia del cantante sino la verdadera tormenta que se les avecinaba a los integrantes vitalicios de la Academia Sueca.
El cantante y compositor de la inconfundible voz de aguarrás, quien había ofrecido un recital una semana después de la noticia —el 20 de octubre— en el mero califato de Lubbock (que por su estilo renacentista español, la arquitectura deslumbrante de la Texas Tech University nos remite a la de Alcalá de Henares, de Córdoba o Granada), una pequeña ciudad localizada en el oeste de Texas, zona donde yo resido, curiosamente, ese mismo día, en su página web, dio muestras de interés momentáneo por ese tan ansiado reconocimiento. De cierta manera, por los desatinos recurrentes entre los integrantes de la Academia Sueca desde sus orígenes hasta la fecha, deseaba en el fondo que Bob Dylan renunciara al Premio Nobel, que en verdad se hiciera un escándalo literario-institucional y no por las trapacerías del rufián de Jean-Claude Arnault; que les diera con toda la intensidad el mismo portazo desagradable que Jean-Paul Sartre, a los 59 años, les propinó en la cara y cuya justificación, expresada en octubre de 1964, lo sigue enalteciendo como pocos: declinaba de semejante premio porque básicamente había rechazado toda distinción oficial, y por tanto, no quería ser catalogado como un escritor institucionalizado. Sartre destacó también que rechazó el Premio Nobel por temor a limitar el impacto de sus escritos. De su viaje por Moscú, lo que derivó en un diario admirable por las reflexiones y los hallazgos, Walter Benjamin llega a la conclusión que cuando uno mira a los escritores a través de la lente de los siglos, sólo pueden verse engrandecidos y maquillados. ¿Cómo se atrevieron a premiar, en ese orden, a José Echegaray, a Jacinto Benavente, a Winston Churchill, entre otros más?).
Si por un lado, en términos generales, la academia acusa en su naturaleza la obsesión por las listas, la estética del rebenque, los dietarios, las novelas blandas como el flan, el rechazo al feísmo en el cuarto de los trebejos y a los escritores políticamente incorrectos, ya es tiempo, por otro, de reorganizar ese canon insufrible, siguiendo esa misma inercia pero en sentido inverso, sin dejar de recurrir a los matices. Nadie, en su sano juicio literario, podría sentirse contrariado si en esa lista aparecieran los nombres de Juan Rulfo, Alfonso Reyes, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Julio Ramón Ribeyro y Miguel Delibes. Hubo otros que habrían dado una extensión de sí mismos a cambio de tan ansiado premio: Alberto Moravia, una pierna, pese a la bromita hecha vía telefónica supuestamente para felicitarlo porque el comité del Nobel había fallado a su favor; Vladimir Nabokov, la cabeza; Carlos Fuentes, el corazón; John Updike, el alma. Yukio Mishima habría obtenido el máximo galardón de no haber sido porque se le ocurrió quitarse la vida como un samurái ese año en que la Academia Sueca lo había contemplado para que su nombre pasara a ser esculpido en el mármol eterno de las letras. Un caso semejante, quiere la leyenda, el de Jorge Luis Borges, por haber aceptado un reconocimiento promovido por la dictadura pinochetista.
De modo que la noticia despelucó a muchos, causó un shock mediático y un aluvión de memes recorrió las redes sociales, donde se destacaba que, de no haberse muerto, el cantante y compositor mexicano Juan Gabriel habría podido ser un fuerte candidato para el 2017. Pero a Bob Dylan, el elegido, no le importaron las peras ni las manzanas. Siguió sin manifestarse durante varios días, rodeado del mismo aura que blindó por muchos años a J. D. Salinger, o fortalecido por el hermetismo exquisito que sigue poniendo en práctica Thomas Pynchon.
Previo al recital en Lubbock, los que alimentaban la página web de Bob Dylan subieron una foto suya, acompañada de un párrafo que confirmaba que Bob sí se había enterado, y se resaltaba en un inglés lacónico cierto beneplácito por la alta distinción. Al día siguiente, esa hoja con foto y párrafo desaparecerían por acto de magia. No me desagradó en absoluto el aparente desinterés de Bob Dylan por el anhelado trofeo de las letras. Califiqué de genuina su actitud para diferenciar entre fama y éxito, los premios abundan (hay más premios que buenas novelas o buenas canciones para tatuarse en el dorso), no revelan mucho, aunque en algunas ocasiones el merecido reconocimiento al talento de ciertos autores; y en otras tantas, más la fama de quien la desea. Sin embargo, su silencio abrió un compás para las especulaciones y conjeturas de toda laya: desde los elogios —la mayoría de ellos de medio pelo, por pseudo pedagógicos, como de listines trucados, con un pelín de cátedra casposa cuyo interés era querer reconvenir la falta de sensibilidad de parte de los que están y continuarán extrañados por la hazaña de la Academia Sueca por haber elegido, a secas, a un cantante y no, según la tradición, a un dramaturgo, novelista o poeta— hasta llegar al escarnio químicamente puro.
Yo no he leído, hasta la fecha, ningún libro de poemas de Bob, ni conozco la velocidad de su prosa; después de escuchar buena parte de su largo repertorio musical, elegí un disco suyo, el único que tengo, para mí, el mejor, por la zona límbica a la que te introduce, con un minimalismo instrumental que, eso sí creo, nos remite a los trovadores de Aquitania, de Languedoc, y los primeros cancioneros, siguiendo a dos personajes clave de la cultura popular estadounidense del siglo diecinueve: Pat Garrett & Billy the Kid, álbum de 1973, que sirvió para la banda sonora del filme del mismo título, dirigido por Sam Peckinpah. Con esta distinción, guste o no, reivindicó al primer compositor de canciones, Giraut de Bornelh, cuando en aquel entonces, en los albores del siglo XII, el cantar no se llamaba canción sino verso, compuso este trovador la primera canción jamás hecha. Esta es la letra de mi canción favorita:
Mama, take this badge off of me
I can’t use it anymore
It’s gettin’ dark, too dark to see
I feel like I’m knockin’ on heaven’s door
Knock, knock, knockin’ on heaven’s door
Knock, knock, knockin’ on heaven’s door
Knock, knock, knockin’ on heaven’s door
Knock, knock, knockin’ on heaven’s door.
Leerla no despierta el mismo placer que me causa escucharla con su voz de aguarrás, bien porque su voz disuelve el tiempo, bien porque yuxtapone emociones, pero sin el acompañamiento musical, me deja en completo desamparo. Leído como un poema, el texto citado es realmente árido en los recursos. Traducida al castellano, la letra se rompe. No sé cómo la cantarían los Tigres del Norte, pero creo que Andrés Calamaro le puede dar ese tono melancólico que emana de entre las líneas. Sus letras me cambian radicalmente los hábitos de lectura, en especial las densas zonas de abstracción que proponen y el tema de la oralidad en juego. En voz de Axel Rose, líder de Gun’s & Roses, esta misma rola contrapunteada por las cuerdas de Slash, digno bravucón de barrio, la letra alcanza niveles de ansiedad atractivos.
De Midland a Lubbock media una distancia de hora y media en auto. Me enteré ya tarde del concierto a través de mi colega Todd Richardson, experto nada menos que en Thoreau, Melville y Twain. Asumí que iba a ser imposible conseguir el billete de entrada que me permitiría ver y escuchar cantar al Premio Nobel de Literatura 2016. Pero eso no me quitó el impulso para desplazarme con el propósito de entrevistar a los fanáticos, cuyas edades podían oscilar entre los de la tercera edad que atestiguaron los paraísos artificiales de la vida jipi y los millennials, grandes tiburones para surfear en las altas crestas de la web y melindrosos a la hora de la selfie, en la onda de Las meninas, de Velázquez. Me movía también el morbo de que en ese mismo sitio, hace casi cincuenta años, había pasado por esta ciudad el célebre Borges, con dirección a la University of Oklahoma, en Norman, donde en ese entonces daba clases mi amigo Tim Richards, de quien heredé más de una docena de libros dedicados por el mismísimo Borges, Onetti, Vargas Llosa y Cortázar. Cuando buscaba el City Bank Auditorium, me llamó Todd Richardson para decirme que el concierto se había cancelado. La advertencia tampoco inhibió mi deseo. Ya había llegado al califato de Lubbock, que por su arquitectura universitaria, uno podría fácilmente advertir la presencia de camellos u odaliscas, y buscaba un lugar para aparcarme y dirigirme a pie en busca de los seguidores. Algunos de ellos se mostraron incrédulos, y en otros, era evidente el enfado en sus rostros, porque el día anterior, es decir, el 19 de octubre, Bob Dylan se había presentado en El Paso, Texas.
Le pregunté a un estudiante estadounidense de la Texas Tech University que, como yo, se había enterado demasiado tarde de la cancelación del concierto, que cómo tomaba las dos noticias de la hora: la cancelación y que haya sido un cantante el elegido para otorgársele el Nobel de Literatura.
—Qué putada. No puedo creerlo. Mi padre ya fallecido escuchó siempre a Bob Dylan.
—¿Cuál es tu canción favorita?
— “Visions of Johanna”.
—¿ Y sobre el Nobel?
—Sobre el Nobel, ¿qué?
—¿No sabes nada? Que Bob Dylan ganó el Premio Nobel de Literatura.
—No me jodas.
—¿Qué te provocan las canciones de Bob Dylan entonces?
—Ganas de beber cerveza y fumarme un porro.
Hasta este momento, ya no es recomendable juzgar si la Academia Sueca se equivocó o no en otorgarle el Nobel de Literatura. Ni en cuestionar los criterios de elección, de sobra conocidos. Poner sobre la mesa la obra de autores estadounidenses vivos como Paul Auster, Cormac McCarthy y Joyce Carol Oates (frente al cancionero de Bob Dylan), escudriñarla, calibrar su contenido e impacto estético, obliga la toma de distancias. Es lo más seguro, porque creo que debemos cambiar nuestras percepciones y modos de lectura, respecto de nuestra tradición y la expresión verbal dentro de la cultura oral.
La justificación de la Academia Sueca es precisa, al margen de las hipótesis y manifestaciones esotéricas. Se le concedió el galardón a Bob Dylan por haber creado una nueva expresión poética dentro de la tradición americana de la canción. Asumo que de esta manera se cierra el círculo entre Giraut de Bornelh y Bob Dylan. Con este reconocimiento, el cancionero pasa a formar parte del canon literario, la pulsión del instante, el espasmo, la angustia y la intensidad metafísica.
Seguía llegando la gente al recital. Y volví a ver la misma congoja en los fanáticos. Jamás he asistido a un concierto musical, tal vez porque no he podido vencer mi aversión patológica a las multitudes. Insistí de nueva cuenta con las preguntas, que por esa razón conduje hasta Lubbock. Cindy, de origen hispano, estudiaba el último semestre de mercadotecnia:
—¿Qué se siente asistir al recital de un premio Nobel de Literatura?
Me respondió en inglés con otra pregunta, pero desde las zonas límbicas que le gustan al cantante.
—What the fuck with Bob?—. Y le dio una pitada a su cigarrillo, con la fuerza que inspiran las musas.
La Academia Sueca me tenía malacostumbrado porque precisamente en las primeras horas del día de mi cumpleaños, me enteraba del nombre del escritor ganador del Nobel de Literatura. Yo quería que el galardón fuera para un novelista, cuya novela, mi favorita, Todos los hermosos caballos (1992), inicia así:
La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se detuvo, vestido de luto, ante el espejo oscuro donde los lirios se inclinaban, pálidos, en el curvilíneo florero de cristal tallado.
Ahora, que todo mundo sabe que el ganador fue Bob Dylan y que no renunció al premio, y confirmó su asistencia a la ceremonia de entrega, mientras yo retornaba a Midland, Texas, casi a media noche, lo imaginé enfundado en traje negro, con sombrero, rostro apergaminado y mirada de tigre, cantando su mejor canción.
FOTO: Bob Dylan en Uniondale, Nueva York, en 1974; recibió el Premio Nobel de Literatura en el 2016./ Ron Frehm /AP
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