Breve memoria de Javier Marías
El crítico literario evoca en este obituario al fallecido narrador español en sus años de juventud
POR JULIO ORTEGA
Lamentando la súbitamente feroz partida de Javier Marías, y puesto a volver a cada uno de nuestros encuentros, me doy cuenta de que sólo puedo recuperarlo de la memoria fugaz de viajes y coloquios donde oficiaba, en serio, su oficio de escritor. Javier fue un escritor con un papel a cuestas.
Lo conocí en Providencia a comienzos de los años 70, donde yo era joven profesor en la Universidad de Brown. Javier pasó unos días dedicado a una novia rumana y fogosa.
Por entonces yo me cultivaba en los libros de Juan Goytisolo y los de su hermano Luis. Fui muy amigo de ambos pero Javier resulto del lado contrario y contrariado. En esos tiempos primarios de la imprenta en España prevalecía un mal humor mutuo, desencantado y, no pocas veces, incívico.
Javier, en cambio, cultivó una fácil simpatía. Juan Benet, decepcionado de cualquier novela española, salvo de Sánchez Ferlosio, prefería las de Alfredo Bryce Echenique, quien nunca terminó de leer una novela española. Sólo las de Nuria Amat y algunos jóvenes del bar del hotel París.
Yo prefería las novelas de Luis Goytisolo, con quien compartí largas valoraciones, pero no logré convencerlo de la bondad de Rayuela.
En verdad, Javier Marías no mostró mayor interés por la novela reciente española y, menos aún, por las Rayuelas del montón. Julio Cortázar revelaba ser magnífico cuentista, pero la novela le resultó un ladrillo casual. Javier no se tomó en serio el debate y prefería la veracidad tenaz de la novela inglesa. Y toleraba a un Nabokov. No me animé a preguntarle por Cien años de soledad. Borges ya la sentenció: “Me dicen —me dijo— que es una novela que dura cien años”. Se lo conté a Gabo, pero me miró triste. Yo espero que los novelistas tomen más en serio a la novela que al novelista.
Me encontré con Juan Benet en las jornadas de Santillana que promovía Basilio Baltasar gracias a PRISA. Creo que Benet sólo apreciaba las novelas de Faulkner. No había conocido a un novelista que desdeñara tanto a la novela. Benet era agudo, feroz, ingenioso.
Javier y yo no coincidimos en Oxford pero él mismo me contó que se había quedado pasmado a las puertas de la biblioteca viendo que sus libros llenaban un estante con ruedas y no estaban en venta, se los podían llevar los estudiantes. Javier no entendió que eran libros descartados y que regalar las copias extras es habitual en las bibliotecas.
Javier sugería que el ego suele ser una hipótesis casual. Sin embargo, su ciclo de Oxford fue vivaz, ameno, irónico, de lo mejor que escribió.
Otro día en Madrid, saliendo de mi hotel me encontré con Javier vestido de corredor de fondo. Supuse que hacía gimnasia tempranera. No lo saludé para no interrumpir sus pasos contados, pero cuando se lo conté me respondió que él no corría. Yo lo había confundido con otro. Me excusé diciendo que una próxima novela suya podría empezar con esa pregunta por el yo.
En los últimos años, los diarios prodigaban su imagen pública. Y se podía coincidir con él en el Círculo de Lectores o en Bellas Artes.
La última vez fue en una amena celebración de su obra, organizada por María Pizarro y propiciada por Klaus Vervuert, de la editorial Iberoamericana. En los años 80 no se podía visitar los centros culturales sin coincidir con un homenaje a Javier. Juan Benet fue su principal antagonista. Luis Goytisolo lo vio como un síntoma cultural de la sobrevaloración del lector.
Benet no tomó en serio a los latinoamericanos de entonces. Cortázar le parecía sentimental; García Márquez, prolijo. Mario, truculento. Pero tenía a sus preferidos: Rulfo, Onetti, Borges. Tampoco le interesó la novela española, salvo Sánchez Ferlosio. Su narrador ejemplar fue Nabokov.
Tal vez eligió estar solo para liberarse de la populosa vida literaria, hijastra de la imprenta.
Tal vez escribió para prolongar la amistad de sus lectores.
Tal vez fue su mejor personaje.
FOTO: El escritor Javier Marías, fallecido el 11 de septiembre/ Emilio Naranjo/ EFE
« Este vacío que hierve: un adelanto de la nueva novela de Jorge Comensal Heródoto: ¿padre de la historia? »