Bruno Dumont y la provincia teratológica
POR JORGE AYALA BLANCO
En El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, Francia, 2014), encantador opus 8 a partir de una TVminiserie del ya no tan grave autor total francés de 56 años Bruno Dumont (Fuera de Satán 11 y Camille Claudel 1915 13), el anticarismático niño bretón Pequeño Quinquin (Alane Delhaye) se ve inmerso, al inicio de sus autoexcitadas vacaciones bicicleteras, junto con su vecinita adorada Eve Terrier (Lucy Caron) y su palomilla de cuates disfuncionales, dentro de una compleja trama de crímenes en serie que apenas logran investigar el torpe al tope comandante policiaco Van der Weyden (Bernard Pruvost) y su acomplejado ayudante pasado de listo Teniente Carpentier (Philippe Jore), donde se van enumerando y aglomerando, siempre inmostrables, dos destazados cadáveres de adúlteros semidevorados por vacas que aparecen en un búnker abandonado y en una idílica playa (luego se descubrirá que eran vacas locas cuyo padecimiento infeccioso las tornaba carnívoras), un perverso marido cornudo que habría acabado sus días en un bote de estiércol, una líder bastonera despedazada por los cerdos de un chiquero, la cantantita pueblerina Aurelie Terrier (Lisa Hartman) suicidada sin remedio y así sucesivamente en una provincia teratológica que parecería tan inasible cuan inagotable en vilezas.
La provincia teratológica podría establecer una analogía prácticamente simbiótica con la historieta megafilmada Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio de Spielberg 11 y sin embargo elige una autenticidad autoral que se coloca en una extraña alianza humorístico-poética de pesquisas criminales y travesuras infantiles enfrentadas y muy pocas veces convergentes en auxilio mutuo, con dulce fotografía baldía en colores suaves de Guillaume Deffontaines y laxa edición hiperprecisa de Basile Balkhiri que torna elípticas entre secuencias todas las muertes, al parecer fuera de espacio, tiempo y circunstancia, enfocadas a través de sus retumbantes y perturbadores ecos, pero proveyendo visiones insólitas, en la línea del mejor cine francés de los Prévert o Franju, hoy diríamos en las telarañas de una tragicomedia delirante sobre el lado oscuro de la Francia profunda, o en algún extraviado punto ponzoñoso entre el envenenamiento de la infancia encantadora prefreudiana y la fantasía negativa postarantiniana, teniendo como secuencias inolvidables, el izamiento de una vaca por un helicóptero, la presencia ignominiosa de añejas granadas de fragmentación hoy coleccionables como tesoros o fetiches y búnkeres posbélicos que se unen por pasadizos secretos, el desprecio visceral hacia el entorno familiar revelado por el estrellamiento constante de la querida bici soltada a andar sola hasta estrellarse contra el suelo o el muro de la granja, una misa desastrosa con risueños curitas de tiro al blanco y micrófono cual oscilante pene flácido, un concurso de canto dominado por una linda jovencita con hímnica voz de pito para mejor acabar destrozada moralmente, y el doloroso enloquecimiento por rechazo ligador de un adolescentito afroárabe que acabará pegando tiros contra el mundo entero desde su ventana antes de suicidarse de un disparo que apenas se presiente en off.
La provincia teratológica desata una visión casi catastrófica y migrañesca de la tierra derechista-racista-xenófoba al retrógrado norte de Francia, ya visitada en medio de su intensificado tedio por el primer Dumont (La vida de Jesús 96, La Humanidad 99), vista como subnormal y de nuevo poblada, y ahora más bien sobrepoblada, por criaturas equivalente y representativamente subnormales o malformadas o ambas cosas, a su representativa imagen y semejanza, con ese Pequeño Quinquin de boca chueca y aparato de sordera y deforme cabeza redonda de la neogrotesca Delicatesen (Jeunet-Caro 91), ese brutazo comandante policial archifrustrado erótico repleto de ingobernables tics faciales ante el cual empalidecerían las necedades del Inspector Clouseau de Blake Edwards, ese lugarteniente evocador de La bestia negra de Zola con acentazo infumable, esos abuelos avientatrastos hacia la mesa, ese tío tarado Dany entre irritante y liricósmico porque es incapaz de sostener el equilibrio al dar vueltas sobre su propio eje vencido, esa megabuenona lideresa bastonera deshecha en arrumacos clandestinos e irresistibles jamoneces para desatar la lujuria, todos ellos vinculados en una maraña inextricable y en su villanía clandestina, a medio camino entre los granjeros roñosos del clásico insuperable Goupi, manos sangrientas (Becker 43) y una invocada TVserie pionera Dallas a dimensión minirrústica, para vehicular en grande una declaración de odio y de amor loco a las mínimas comunidades, otra vez abiertas sólo a un “aquí nunca pasa nada, salvo las peores atrocidades” nunca tan preclaro, desidealizadas en lo concreto pero reidealizadas en espíritu carismático.
Y la provincia teratológica sostiene al extremo límite la paradoja de su falsa trama policial donde los sospechosos de los crímenes irán muriendo ipso facto, poco a poco, uno a uno, y nuevos turbios nudos relacionales y ocultos lazos consanguíneos aparecerán sin cesar reinventados, al vértigo y al infinito, en el mejor estilo antiestructural y paralógico del metafísico Reporte confidencial/Mr Arkadin (Welles 55), o de la TVminiserie criminosa-rural Twin Peaks (Lynch desde el 92) y sucesores tipo Sospechosos comunes (Singer 95), hasta que ya no queden en pie, como dañados sospechosos del daño y del absolutista mal absoluto, más que el tío taradito quizá inofensivo, los propios padres tortuosos del pequeño héroe y un motociclista de cuero negro de rostro inmostrable que ronda cual Ángel de la Muerte de Cocteau, motivando tanto un imposible final feliz pese a todo como la eclosión supracoruscante y bárbara de esa multiforme ternura de los abrazos del Pequeño Quinquin a su adorada Eve, lo que sigue de afectuosos, solidarios, consoladores, omnicompensatorios, eróticos, malsanos y luctuosos, por siempre jamás.
*FOTO: La Cineteca Nacional exhibirá El pequeño Quinquin hasta el jueves 14 de julio de 2016/ Especial.1
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