Cara y envés del Festival de Cine de La Habana

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El Festival de Cine de La Habana, escaparate del cine latinoamericano, exhibió los rezagos en el sistema de producción cinematográfica en Cuba

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POR ARTURO ARANGO

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Hace pocos años preguntaron al argentino Hernán Musaluppi qué pensaba del nuevo cine latinoamericano. Para esas fechas, Musaluppi había trabajado con varios de los más interesantes directores de su país y coproducido películas chilenas, colombianas, españolas, brasileñas y hasta una cubana. Hernán habló durante varios minutos sobre lo que hacían sus contemporáneos. La persona que hizo la pregunta, un tanto desconcertada, lo interrumpió para aclararle que se había referido al Nuevo Cine Latinoamericano, es decir, aquel que fundó y bautizó, hace algunas décadas, un grupo de cineastas inconformes con el cine que heredaban (y también con sus contextos políticos y sociales), y que encontró en Cuba un centro irradiante.

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Ese movimiento, cuyas primeras manifestaciones se dieron a conocer de manera aislada a fines de los 1950, dio su nombre al Festival de Cine de La Habana, y se consolidó a mediados de la década de 1980, cuando se creó la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (1985) y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV, en 1986), ambas impulsadas por un escritor: Gabriel García Márquez. La obra teórica y artística de los aquellos cineastas insistía en la creación de una imagen propia que pusiera rostro a la identidad latinoamericana, a la vez que confrontaba las realidades de las diversas regiones de esta parte del mundo desde una mirada crítica y autóctona.

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Como es sabido, muy pocos países del área contaban con tradición fílmica: la había en Argentina, México, Brasil y, en menor medida, en Cuba, cuyo cine tuvo un notable impulso con la creación del ICAIC. Uno de los propósitos de la EICTV era (y es aún) contribuir a la expansión del audiovisual por todo el Continente, lo que implicaba (implica todavía) la creación de una industria cultural en lugares en los que, cuarenta años atrás, lograr que se produjera una película era, a un tiempo, excepción y hazaña.

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El 17 de diciembre pasado concluyó la edición 39 del Festival de La Habana. En la conversación que cité al inicio, Musaluppi explicó que en su país el tránsito de aquel cine que fue nuevo al que lo es hoy ocurrió sin rupturas, dado que muchos de sus realizadores también fueron maestros de quienes hacen el audiovisual argentino (pienso, sobre todo, en Fernando Birri).

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En la inauguración de estas jornadas habaneras dedicadas al cine, Iván Giroud, director del Festival, dijo que, desde el primero hasta hoy, “ha cambiado el mundo, cambia Cuba, cambia el Festival”. ¿Cómo leer esas transformaciones en el conjunto de películas presentadas, en las dinámicas con que el público interactúa con las cintas y en la organización misma del evento?

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Quizás lo más estimulante sea la presencia de nuevas cinematografías nacionales, algunas de ellas ya con apreciable madurez. Durante la última década, en Chile se han rodado algunas de las mejores películas latinoamericanas (Machuca, Tony Manero, Violeta se fue a los cielos, El club); el cine de Colombia se ha consolidado (El abrazo de la serpiente es sólo una muestra de una industria creciente, que sigue dando piezas de indudable valor artístico), y ahora se añaden Puerto Rico y República Dominicana, ambos con diez obras en concurso. Lo alcanzado por Dominicana es digno de admiración y estudio. Bajo el amparo de su Ley de Cine primaron inicialmente comedias fáciles que atrajeron un público numeroso, pero hoy mismo se producen casi veinte largometrajes al año, algunos de las cuales acumulan premios en importantes festivales internacionales, sin perder la conexión con su audiencia natural. En La Habana se exhibieron, entre otras, las muy notables Carpinteros, de José María Cabral, Cocote, de Nelson Carlo de los Santos, y El hombre que cuida, de Alejandro Andújar (las dos últimas, óperas primas).

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Junto a eso, la cantidad de mujeres realizadoras o en otras especialidades es sintomática de todo cuanto está variando para bien en este ámbito. Ellas recibieron 25 de los 34 premios entregados, incluyendo mejor película (Alanis, de Anahí Berneri), ópera prima (La novia del desierto, de Valeria Pivato y María Cecilia Atán), dirección (Lucrecia Martel, por Zama), y guion inédito (“La pecera”, de Glorimar Marrero).

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La pretensión fundadora de la EICTV es desde hace tiempo una realización palpable. Decenas de sus egresados están implicados, desde sus diferentes especialidades, en la mayoría de las obras que se ruedan en sus respectivos países. Es en esa institución docente donde, tal vez, ocurre con mayor naturalidad el tránsito entre viejas y nuevas formas de concebir el audiovisual: los principios fundacionales conservan su actualidad en obras que responden a otras realidades, e incluso a las formas con que hoy nos relacionamos con esta rama del arte tan nueva como cambiante, dependiente de los avances y experimentos de la tecnología. Tanto sus egresados como aquellos que cada año viajan a Cuba a impartir clases son hoy presencia viva en el Festival de La Habana (y en cualquier otra fiesta del cine, no sólo latinoamericana).

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Pero hay en torno al Festival otras señales no tan halagüeñas.

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Lo más visible (lo cual no es poca cosa cuando hablamos de cine) es el estado calamitoso en que se encuentra el ICAIC.

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Cinco años atrás, los cineastas cubanos emprendieron un movimiento, singular en la Isla por su horizontalidad y voluntad participativa, para promover cambios en el sistema del cine cubano, desde la manera de entregar fondos hasta la conservación de las películas, pasando por la distribución y la exhibición. El gobierno ha desatendido hasta ahora estas propuestas, y las consecuencias tienen efectos devastadores. La actitud del actual gobierno contrasta con la de aquel que, en marzo de 1959, tuvo como su primera ley la que creó el ICAIC.

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Lo más necesario, a juicio de los cineastas, es la legalización de las productoras y autores independientes, que desde hace años realizan sus obras en el limbo de la alegalidad. Luego, que se legisle una Ley de Cine.

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Enumero sólo algunos hechos puntuales que confirman esa penuria. La mayoría de los largometrajes que concursaron en el Festival de 2016 fueron generados por productoras independientes. En este 2017, hubo tres largometrajes de ficción cubanos, y sólo uno gestado desde el ICAIC. A mi juicio, la película de director cubano más interesante que vimos en estos días fue Los lobos del este, producida a partir de una invitación de Naomi Kawase a Carlos M. Quintela, y rodada en Japón. Es una hermosa y compleja obra, que puede leerse como metáfora política, y resulta tan japonesa como cubana.

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El Festival, en sus años de esplendor, se extendía por toda la capital cubana y salas de otras provincias, a las que acudían cientos de miles de espectadores. Hoy se limita sólo a La Habana, y a un reducido número de cines que cuentan con proyectores digitales, o que pueden exhibir en blue ray de manera aceptable. Sigue siendo un acontecimiento de una popularidad inaudita en este tipo de acciones culturales, y los cineastas que viajan a Cuba se siguen asombrando a ver a más de mil espectadores reunidos para ver sus películas. Sin embargo, en esta ocasión el “Charles Chaplin”, principal cine del Festival, enclavado en el edificio que sirve de sede al ICAIC, quedó parcialmente inutilizado por problemas en su proyector.

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Pero hay otras pistas que me parecen más preocupantes. El Festival tuvo espacios enriquecedores para la reflexión y el debate. Agotados, sin que se renovaran de acuerdo con nuevos tiempos, fueron clausurándose. Luego, ya avanzados los 2000, se creó un Sector Industria que contaba, entre otros, con el apoyo logístico y financiero del ALBA cultural. Industria tuvo un Taller Latinoamericano de Guiones en el que se brindó asesoría a proyectos de más de diez países, muchos de los cuales ya están estrenados y han tenido recorridos exitosos. Trabajaron allí asesores de México, Argentina, España, Venezuela, Colombia, Suiza y Cuba, siempre desde perspectivas diferentes.

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El Sector Industria hoy languidece, y el Taller de Guiones desapareció. En cambio, la enorme mayoría de las acciones de formación están ahora en manos del Instituto Sundance. El multiculturalismo del Taller ha sido desplazado por una mirada unilateral.

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En las palabras que he citado antes, Giroud anunció que la edición 40 del Festival traerá transformaciones mayores. “No podemos encarar el futuro de nuestro Festival de otra manera”, dijo: “Futuro que no podrá ser alcanzado de forma plena si no somos capaces de interpretar con objetividad nuestro presente proponiendo una lectura de la realidad que rompa con esquemas que hemos preestablecido”.

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Esa realidad se debate hoy, al menos, entre tres polos, algunos de ellos enfrentados entre sí: la vitalidad y diversidad del audiovisual en el Continente, y la juventud de quienes lo realizan; la incesante expansión hegemónica de los medios de difusión estadounidenses, y el desamparo en que se encuentra el sistema del cine cubano. Resolver las contradicciones provocadas por los cruces de esas líneas será el mayor desafío que deba enfrentar el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.

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FOTO: Alanís, ganadora del premio a la mejor película en la edición 39 del Festival de Cine de La Habana, aborda la historia de una joven prostituta de Buenos Aires. En la imagen, la actriz Sofía Gala Castiglione en una escena del filme. / Especial

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