Cardinalidad y microficción

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POR LUIS FELIPE LOMELÍ Y ARIADNA TENORIO

@Lfelipelomeli ; @elhilod_Ariadna

 

¿Qué tan grande es lo infinito? ¿Cómo lidiar con el pavor que nos provoca? Cuando Zenón ideó sus paradojas –la de Aquiles y la tortuga, la de la flecha que jamás alcanza su blanco porque primero tiene que recorrer la mitad de la distancia y luego la mitad de la mitad y así sucesivamente a través de un infinito de mitades– seguramente causó en sus escuchas el mismo estupor que le provoca a cualquier persona la primera vez que las piensa. El grito mental: ¡Eso es imposible! ¡Es un juego y no estamos para juegos! El mismo grito que causó Derrida al postular que cualquier texto provocaba una deriva infinita de interpretaciones: el de Ricoeur, el de Eco, el de tantos.

 

No obstante, un siglo antes un alemán que andaba buscando, dicen, una explicación matemática de Dios –esto es, de la plenitud–, encontró una manera de lidiar tanto con el pavor que nos causa lo inabarcable como con aquello que ya se intuía: que hay infinitos mayores a otros. Su nombre era Jorge Cantor y lo desarrolló en su teoría de los números transfinitos. Ahí demuestra cómo, por ejemplo, la cantidad de mitades que hay entre un punto y otro (la flecha de Zenón) es menor a la cantidad de números reales que hay entre ambos puntos, aunque ambos conjuntos sean infinitos.

 

Eso, por supuesto, ya lo intuíamos.

 

A la cantidad de elementos (números) que hay en un conjunto finito o infinito se le llamó “cardinalidad”. Y, si bien hacer la formulación matemática no es tan sencillo, la intuición ayuda: ¿Podría pensarse en algo similar para la literatura?

 

Es decir, en lugar de buscar argumentos extraliterarios para lidiar con la deriva infinita, para limitar el número de interpretaciones “válidas” de un texto, como han sugerido, ¿podríamos pensar, más bien, en la cardinalidad del mismo?, ¿en qué tan grande o reducido es el conjunto infinito de interpretaciones que despierta?

 

Nos parece que sí. Y que la microficción o, mejor dicho, la microliteratura nos da material suficiente para ejemplificarlo.

 

Microhistoria del infinito

 

“Un viejo estanque / y el salto de una rana / ruido del agua”. El anterior es uno de los haikú más famosos de Matsuo Basho, escrito durante el siglo XVII; un poema que, si bien a primera lectura pareciera meramente descriptivo, conforme se lee una y otra vez (o se repite en la mente, en silencio, y se imagina) va adquiriendo mayor fortaleza y mayor número de interpretaciones hasta revelar su doble naturaleza: la del instante y la eternidad. Ésa es la esencia del haikú.

 

Trazar la historia de la microliteratura es una tarea más bien imposible, pero podemos intuir, otra vez, que todo comenzó en Asia. Algunas pistas: 1) Calila e Dimna, ese posible el primer compendio de cuentos cortos del siglo XII en español, procede de un original del subcontinente Indio del siglo III, 2) Las mil y una noches son anteriores al siglo IX, 3) durante el siglo XIV, cuando en Europa aparecen los primeros compendios de cuento (no tan corto), el Decamerón y los de Canterbury, en China ya había un auge de la microhistoria escrita con una extensión de entre 90 y 2000 caracteres. Mejor aún, la brevedad no sólo se reducía a la cuentística y al haikú sino que, como menciona Ai Weiwei, Confucio pudo haber sido un gran tuitero pues la mayoría de sus sentencias son menores a 140 caracteres. Además, claro, del I Ching.

 

Así, podríamos seguir listando pistas de cómo esta historia tiene sus momentos más importantes en aquella región del mundo: entre hindúes, persas, chinos, árabes, japoneses… Hablar del arte de la caligrafía, por ejemplo, pero creo que lo anterior basta y, también, ayuda a entender qué es lo que han perseguido los autores de microliteratura desde hace más de un milenio.

 

“Ven, ven”, le dije,

pero la luciérnaga

se fue volando.

 

Escribió Onitsura, un monje, contemporáneo de Basho. Y tres siglos después, Nagazawa Tomoko:

 

“Más jóven que yo el de la foto, qué envidia”.

 

Los ejemplos anteriores ¿son cuentos o poemas?, ¿aforismos? ¿Tienen el mismo grado de cardinalidad?

 

Pero antes, ¿qué tipos de microliteratura existen hoy día? ¿De dónde viene ese boom que se palpa en lengua hispana?

 

La respuesta a la mano tiene que ver con las nuevas tecnologías de publicación: la forma es el fondo. Pero antes de los blogs y microblogs, de twitter y facebook, hubo una revista que fue la gran promotora del microcuento en nuestra lengua y en portugués (aunque no se editaba en este idioma, sí se leía en Brasil): El cuento, Revista de imaginación, coordinada por Edmundo Valadés.

 

La taxonomía me parece un divertimento inútil si no se puede decir algo más allá del establecimiento de las categorías, así que me limitaré a indicar los tres tipos de microcuento que suelen encontrarse (y que también aparecían en la revista de Valadés desde hace medio siglo) y dejaré a otros el abordaje del poetuit y similares, para hacer el puente con el haikú y la carnalidad.

 

El microcuento ingenioso

 

El primer tipo de microcuento que existe y que, seguramente, ha existido desde que comenzamos a comunicarnos, es el microcuento inmediato, humorístico, el que una vez que se descifra –para efectos prácticos– también acaba.

 

Esto es: el microcuento que comúnmente conocemos como “ingenioso” o como “chiste”. Ya sean los de “Pepito”, del perro que se llamaba Resistol (se cayó y se pegó) o las versiones más elaboradas que requieren determinados conocimientos de historia, de política, arte o cultura general. Como es de esperarse, este tipo de microliteratura es la que tiene menor cardinalidad. Primero porque, valga repetir, una vez que se descubre el chiste o el ingenio, el texto ya no presenta mayor reto ni hondura. Segundo, porque muchos de estos suelen ser también de ocasión y, cuando se cambia de marco cultural o de momento histórico, la cantidad de interpretaciones posibles no sólo se reduce sino que tampoco resultan ser tan interesantes. Más aún, este primer tipo de microliteratura suele verse bien acompañada de una viñeta.

 

Usando los ejemplos anteriores. El chiste del perrito que se llamaba Resistol, además de su simpleza (cuya, tal vez, interpretación más favorable sería aquella de “nombre es destino”) va perdiendo sentido donde no existen pegamentos de esa marca e incluso, aunque uno pueda imaginar lo que es, resulta que la tecnología de cualquier tipo de pegamento tampoco ha estado desde siempre en todas las sociedades humanas: no confiere esa sensación de instante y eternidad. Algo similar sucede con el texto de Tomoko: no sólo la fotografía es algo reciente y, a pesar de Dorian Gray, el efecto no es el mismo con tecnologías anteriores, sino que la idea que presenta de la senectud versus la juventud no es ni ha sido común para todos los individuos ni para todas las sociedades. Esto no sucede con el segundo tipo de microcuento: el único.

 

El microcuento único 

 

El microcuento único es aquel que, como el haikú de Basho o el de Onitsura, busca decantar la eternidad en un instante. Es decir, lo que se cuenta acontece de forma instantánea (el salto de una rana, la huída de una luciérnaga) pero lo que revela es eterno: ha sucedido y sucederá por los siglos de los siglos (si el cambio climático y el devenir del sol no le dan al traste a la vida en el planeta). Siempre ha habido y habrá un niño que llame a una luciérnaga; o una persona que, ante la quietud de un lago, se sorprenda por el salto de una rana. Pero si bien la imagen o la acción es clara en cada lectura (asunto que no sucede con el microcuento ingenioso, donde uno tarda un momentito en captar el chiste), estos textos tienen mayor cardinalidad, las interpretaciones que evocan son mayores: ¿se trata, con Onitsura, de un juego de niños?, ¿de la pérdida de la inocencia?, ¿de un avaro que quiere capturar la luz?, ¿de nuestro anhelo por asir lo inasible, la belleza?… Y con Basho, ¿es una metáfora del cambio perpetuo?, ¿es el tránsito de la vida a la muerte, del aire al agua?, ¿es sobre la creación de la belleza, del sonido, gracias a la acción?, etcétera.

 

Mejor aún, en este tipo de textos, un mismo lector puede hacer múltiples interpretaciones a lo largo de su vida y todas ellas pueden tener el mismo grado de sorpresa o fascinación (asunto que no sucede, por supuesto, con la microliteratura del primer tipo) y, además, la palabra “clave” que pudiera causar algún tipo de dificultad cultural para su entendimiento es fácilmente reemplazable: un esquimal que no conozca ni luciérnagas ni ranas puede intuir que se trata de algún ser vivo y reemplazarlo sin que el texto merme. Lo mismo sucede, por ejemplo, con “El dinosaurio”, de Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”), donde se podría sustituir “dinosaurio” por cualquier monstruo.

 

“El dinosaurio”, o el “Cuento de horror”, de Juan José Arreola (“La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”) pertenecen a este segundo tipo de microliteratura, pues cada uno de estos textos evoca un instante y una eternidad: todas las pesadillas que se vuelven realidad, todos los sueños que se vuelven realidad.

 

La microliteratura que busca plasmar la eternidad del instante, a diferencia de la anterior, siempre se verá reducida si se acompaña de una viñeta: ninguna imagen puede mejorar el efecto que causa el texto.

 

Obviamente, los microtextos ingeniosos y los microtextos únicos no son dos categorías separadas y desconectadas, sino que existe un continuo entre un extremo y otro. Y es la intuición, como con los conjuntos infinitos de Zenón o Cantor, la que nos permite saber a cuál de los dos se acerca más. Por ejemplo, “For Sale”, atribuida a Ernest Hemingway (“For Sale: Baby shoes. Never worn”), a pesar de sus restricciones culturales o tecnológicas es más cercano al cuento único que al ingenioso pues el drama que presenta sí es eterno.

 

El microcuento holográfico o fractal

 

El tercer tipo de microcuento es, al parecer, más reciente que los anteriores. Alberto Chimal cuenta que lo encontró al leer Caza de conejos, de Mario Levrero, aunque es posible que también esté emparentado con las formas ancestrales chinas, como las series de máximas de Confucio o en el mencionado Libro de las mutaciones (o I Ching).

 

Aquí se trata de textos individuales que son una totalidad y un universo en sí mismos pero que, a la vez, están vinculados con otros microtextos de la misma autoría o publicación. Por ejemplo, en Fenómenos de circo, de Ana María Shua; o en El viajero del tiempo, de Chimal. Esta vinculación no es fortuita ni atiende sólo a una cualidad lúdica, sino que parece buscar darle mayor hondura a la obra: el universo creado por uno solo de los textos es “replicado” por el resto, como en un fractal, pero este universo se va volviendo más claro y alucinante para el lector conforme avanza en la lectura y, también, cualquier elección al azar de textos dará la sensación de un universo completo. En las artes plásticas se tendría un fenómeno similar con la obra numérica de Roman Opalka.

 

El grado de cardinalidad de este tipo de microficciones seguiría la misma pauta ya expuesta, para cada microtexto o para los conjuntos, y un conjunto o fractal de cuentos ingeniosos tendría menor cardinalidad que un fractal de cuentos únicos (como en los casos de Shua o Chimal). No obstante, al hablar de infinitos la cardinalidad no “suma” sino que más bien, cuando hay un texto de mayor cardinalidad rodeado de textos de menor cardinalidad, ésta se adelgaza o reduce. Esto también puede apreciarse en cualquier libro de cuentos, poemas o piezas dramáticas, ya sea de un solo autor o en una antología.

 

Intuición e intersubjetividad

 

Jorge Cantor desarrolló las matemáticas para demostrar lo que ya se intuía y que, por lo mismo, también era intersubjetivo: que hay infinitos mayores a otros. Borges por su parte, en “Las inscripciones en los carros”, mostró cómo la retórica puede ensalzar cualquier texto y no obstante, la intuición termina por sostenerse: no gratuitamente los haikú de Basho y Onitsura son eternos.

 

*FOTO: Ilustración EKO.

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