Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Fernando Benítez y Carlos Fuentes en el bar La Ópera, 1965/HÉCTOR GARCÍA/ARCHIVO SILVIA LEMUS.

Carlos Fuentes, un año después

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FOTOGRAFÍA: Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Fernando Benítez y Carlos Fuentes en el bar La Ópera, 1965/HÉCTOR GARCÍA/ARCHIVO SILVIA LEMUS.

PARA JUAN RAMÓN DE LA FUENTE, el autor de Aura fue un humanista liberal cuya vocación se enriqueció en su entorno familiar y se amplió en sus vivencias universitarias

POR JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

“La frontera más importante del ser humano es la que está dentro de cada uno de nosotros, dentro de nuestro propio ser, y es incluso la frontera más difícil de entender: la frontera entre el cuerpo y el alma.  No sabemos dónde empieza una y termina el otro, y por eso vivimos en la ignorancia de lo que somos”. Carlos Fuentes.

México fue la gran pasión de Carlos Fuentes.  Precisamente por eso fue también su gran obsesión.  Su historia analizada, su territorio recorrido, su dinámica social rigurosamente descrita, su voluntad interpretada, su alma explorada; sus contradicciones, sus aciertos, su ambivalencia, sus habitantes, sus dioses; su vitalidad encarnada en él mismo.  Fuentes fue México desde Los días enmascarados hasta el último de sus días. Pero Fuentes fue también universal, porque entendió pronto y bien, la enseñanza de Alfonso Reyes cuya influencia temprana le ayudó a ver que la literatura mexicana era importante por ser literatura y no por ser mexicana. Es así como a través de él, de sus cuentos, de sus novelas y sus ensayos, los mexicanos somos también más universales.

Lo que más me impresionó siempre de Carlos Fuentes fue su libertad: el rigor con el que la ejerció, la autenticidad con la que la vivió. Fuentes intentó de mil maneras descubrirnos y explicarnos a través del lenguaje, mucho de lo que somos, de lo que querríamos ser y de lo que no queremos ser.  Desde el reino de la imaginación libre y portentosa en la que se desarrollan sus historias, nos transmite un mundo que a veces parece éste, el de todos los días, pero que en realidad es otro, el de su creatividad, el de su libertad como intelectual.

¿Por qué trascienden algunos autores? se preguntó el propio Fuentes alguna vez. Porque nos dan imaginación, nos dan lenguaje –decía– y sin imaginación y sin lenguaje no solo no hay literatura sino que no hay lectores, en el sentido radical de darle vida a lo escrito ayer mediante la lectura de hoy.

Fuentes era un humanista liberal.  Vocación que se enriqueció en su entorno familiar, se amplió en sus experiencias formativas, y se consolidó en sus vivencias universitarias, cuyos relatos estaban salpicados de anécdotas y evocaciones cargadas de afecto y gratitud a sus padres, a sus maestros y condiscípulos.

Desde muy joven Fuentes enfocó simultáneamente sus preocupaciones sociales, intelectuales, estéticas y culturales a la realidad mexicana, pero también a la del mundo entero.  Esto le permitió una vasta comprensión no sólo de la cultura, la literatura y el arte, sino también de la política, de los conflictos internacionales, de las religiones, de las ideologías. “Hay que reflexionar sobre lo que nos une como mexicanos sin desdeñar lo que nos diferencia como ciudadanos”, escribió con motivo del Bicentenario de la Independencia que acabó por ser más trauma nacional que conmemoración.

Con esa gran actividad intelectual y literaria que empezó a desplegar en su juventud y que nunca cesó, imbuido de la efervescencia cultural y el ambiente universitario que inundaban las calles y los edificios del Centro Histórico, bajo la influencia de algunos de sus maestros que él más recordaba, se consolidaron su espíritu humanista y su dimensión universal.

Nada ilustra  mejor la pasión y la obsesión de Fuentes por México, que la ciudad de México, su ciudad, real e imaginaria:

“La ciudad de México es un fenómeno donde caben todas las imaginaciones.  Estoy seguro de que la ciudad de Moctezuma vive latente, en conflicto y confusión perpetuos con las ciudades del Virrey Mendoza, de la Emperatriz Carlota, de Porfirio Díaz, de Uruchurtu y del terremoto del 85. ¿A quién puede pedírsele una sola versión, ortodoxa, de este espectro urbano?”

Es cierto, se requieren de múltiples visiones, y las hay, pero ocurre que la de Fuentes tenía toda la fuerza de su imaginación privilegiada.  

Como Balzac y Dickens imaginaron París y Londres, así Fuentes imaginó la ciudad de México y el país todo: sus tiempos, sus personajes; sus alegrías y sus tragedias; sus riquezas y sus miserias.

Por supuesto que el México de Carlos Fuentes no se corresponde palmo a palmo con la realidad objetiva, sino con una realidad imaginaria, que no por eso deja de ser verdadera; al contrario, puede ser más certera, es más contundente y, sobre todo, más perenne.  Por eso sobrevive al paso del tiempo y se afianza en nuestra mente, en nuestra memoria, en nuestras emociones, como ocurre con las verdaderas obras de arte.

La tradición indica que los viejos damos lecciones a los jóvenes —eso dijo un día que lo invité a dar una conferencia en la Universidad— pero yo quisiera más bien que los jóvenes me dieran lecciones a mí.  Ellos van a ver un mundo que yo ya no veré; ellos nos traen las noticias del porvenir.  Es también por eso mismo que las obras de Fuentes les dicen a los jóvenes de hoy ideas distintas de las que les dijeron a los lectores cuando aparecieron originalmente.

El calendario nos engaña —decía en algún otro momento– al proponer un simple tiempo lineal que va del pasado al presente y al porvenir.  La literatura es una rebelión contra eso, es capaz de convertir al tiempo en una mirada que le devuelve actualidad al pasado y posibilidad al futuro; es la advertencia trágica de las fallas y limitaciones de toda empresa humana, es la afirmación que la tiranía del tiempo pasó por alto.

Fuentes no se agotó con la vida de sus personajes, porque sus personajes piensan, sienten, sueñan, mienten y son engañados; conspiran y son traicionados, y lo mismo fueron indios, mestizos, criollos o españoles.  Hay en sus textos un afán totalizador que nunca se agota.

En la obra de Fuentes los personajes resucitan siempre en la misma tierra que los vio nacer, la Terra nostra de México, pero que el escritor podía convertir en otro lugar.  La historia y la cultura no son más que el trayecto de los hombres hacia la utopía, desde Ixca Cienfuegos hasta Cristóbal Nonato; desde Artemio Cruz hasta los personajes de Todas las familias felices, incluidas, por supuesto, Las buenas conciencias.  Pero como a Fuentes siempre le obsesionaron las fronteras de todo tipo, no le bastaron este mundo y sus utopías: tuvo la urgente necesidad de crear otro mundo, el del fin de las certidumbres y el inicio de la verdadera condena del hombre moderno: la condena de su libertad, la condena de ser libre en el tiempo, en un mundo sin dios y sin diablo.

En el debate del siglo XXI, Fuentes puso el dedo en la llaga de la globalización y reivindicó la importancia de la educación en la era de las tecnologías de la información;  pero al mismo tiempo  advirtió sobre los peligros que corre la educación cuando se pretende reducirla a otra mercancía, como si fuera un bien especulativo, dirigida solamente al mercado, soslayando la trascendencia del arte y de las humanidades.

La sentencia de Fuentes sobre este tema fue contundente: “La educación debe ser el motor mismo del cambio mundial; y no puede haber sociedad de la información sin educación; y sin esta última no puede haber cambio, progreso ni bienestar.  El capital productivo no crecerá sin el capital social, y éste no aumentará sin el capital educativo, sin un proyecto generador de profesionales, técnicos, científicos, artísticos y humanísticos que sepan promover la riqueza con justicia y el bienestar con libertad”.

Crítico implacable, Fuentes condenaba o elogiaba a placer con la fuerza de su convicción y con la agudeza de su inteligencia y con su capacidad para expresar, a través del lenguaje lo más sutil y lo más burdo; lo inaudito y lo predecible; lo que de alguna manera intuíamos y lo que nunca hubiésemos anticipado, transmitiendo además la subjetividad de sus personajes que es, en muchos aspectos, la misma subjetividad de sus lectores.  Es decir, nuestra subjetividad.

Fuentes incursionó en el trabajo intelectual como muy pocos han podido hacerlo.  La persistencia en el tratamiento de algunos de sus temas contrasta con la diversidad de sus experiencias y aventuras verbales. La indeclinable fidelidad a sus principios le confirió una autoridad singular. Conciencia estética de América Latina, en palabras de Tomás Eloy Martínez, Fuentes también fue reconocido como un protagonista de las más acuciantes polémicas de su tiempo, desde los años de la guerra fría hasta las más recientes discusiones sobre la compleja globalización que vivimos, el peligro de los fundamentalismos, la estupidez de la guerra preventiva, la tentación del autoritarismo frente a la violencia desbordada, o la necesidad de una izquierda moderna para México.  “No se trata de empobrecer a los ricos sino de enriquecer a los pobres” solía decir con claridad, contundencia y buen humor.

Fuentes también exigía, no sólo de la escritura sino de las ideas mismas el componente crítico, el rechazo a la cómoda noción del fin de la historia. Pero crítica no solo como adversidad o negación, sino crítica como creación de un mundo paralelo; crítica como insatisfacción por lo dado; crítica como conocimiento de la realidad que desborda la experiencia o que si no la alcanza la anuncia, la denuncia, pero no renuncia a ella.

La incorruptible actitud crítica del intelectual que fue Carlos Fuentes dejó espacio, sin embargo, a la confianza en un mundo mejor, de ahí que no dejara de refrendar su fe en el futuro, en un orden internacional basado en el derecho y en la cooperación como una meta que podemos alcanzar. ¿Cómo? Mediante la diplomacia, la política, la educación, la cultura, el amor y el arte que recibimos, que enriquecemos y heredamos, sin concluir jamás la tarea. Hay un Sísifo útil cuya piedra, ¾nos recordaba— en vez de rodar al abismo cuando alcanza la cumbre, será tomada por nuevos brazos y llevada a la cumbre siguiente cuando los nuestros se fatiguen.

Tal, es el México real e imaginario que Fuentes construyó para nosotros, su gran legado, en el que todos podemos ser sus personajes, porque todos tenemos un poco de ellos: hombres comunes, héroes o villanos.  Todos sus lectores somos un poco de Carlos Fuentes a través de su escritura.

De las muchas y muy buenas razones para celebrarlo hoy, yo me quedo con su proyecto generador de utopías; con las utopías de Ixca, con las de Cristóbal, con las de Artemio, con las utopías de todos ustedes y con las mías, que desde ayer y hasta ahora continúan vigentes.

FOTOGRAFÍA: Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Fernando Benítez y Carlos Fuentes en el bar La Ópera, 1965/HÉCTOR GARCÍA/ARCHIVO SILVIA LEMUS.

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