Luis Ortega y el angelismo tenebroso
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En la Argentina de 1971, un joven encantador de nombre Carlos Robledo Puch decide dejar como legado infalible un célebre historial criminal
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POR JORGE AYALA BLANCO
En El ángel (Argentina-España, 2018), avezado film 7 del exitosísimo porteño también TVserialista de 38 años Luis Ortega (hijo del popular baladista juvenil de los 60s Palito Ortega; largometrajes: Caja negra 02, Los santos sucios 09, Dromómanos 12), con guión suyo, de Sergio Olguín y Roberto Palacios basado en el libro biográfico superventas El ángel negro de éste, el ensortijado rubito dieciseiteañero de mezclilla Carlitos Robledo Puch (Lorenzo Ferro fabuloso) se afirma como el posromántico bello tenebroso perfecto (“La gente está loca, ¿nadie considera la posibilidad de ser libre?”) y un ladrón de nacimiento (“No creo en eso de es tuyo y esto es mío”) al irrumpir como “ángel caído del cielo” o “un espía de Dios” en una mansión del Buenos Aires de 1971 militarmente subsumido, fumar con parsimonia, bailotear en los vastos espacios suntuosos, birlar las cosas de valor, expropiar una cadenita para la novia con hermana gemela (ambas Malena Villa), llevarse bajo el brazo los LPs más queridos y largarse en regia motocicleta presuntamente prestada a la casa de sus consentidores padres clasemedieros medrosos (Luis Gnecco, Cecilia Roth), ya que pronto revelará su verdadera naturaleza secreta, agrediendo al guapísimo compañero ingenuo de taller estudiantil Ramón Peralta (un Chino Darín hijo del multifacético actor de culto Ricardo) para hacerse su ambiguo amigo/amante e insertarse en la banda de asaltantes que Ramón integra con su ofrecida vieja madre sexosa (Mercedes Morán) y su padre drogo José (Daniel Fanego) sólo porque se le antojó un testículo de éste asomando bajo el calzoncillo, y sobre todo revelándose nuestro Carlitos como un genio del atraco a joyerías y casas majestuosas, pese a sus caprichos irresponsables y a disparar gratuitamente contra un anciano deambulando zombiesco tras descubrirse un agujero en el pecho, y a su manía de asesinar a diestra y siniestra al primer signo de obstáculo peligroso, para irse y regresar al hogar, portar identificación falsa, traicionar al amigo dejado en una comandancia para ser encarcelado y fulminar al molesto nuevo socio heredado Miguel Prieto (Pedro Lanzani), hasta ser capturado, escapar temerariamente y caer en un nuevo cerco policial, sin perder nunca nada de su impoluto angelismo tenebroso.
El angelismo tenebroso convoca amplios espacios interiores e incidentes bien documentados para remitir, con elegancia y palpando con un dedo los labios de Carlitos, tanto al semiextraviado semisatírico cuadro gay de época como a una instantánea leyenda eminentemente mediática y fílmica, para hacer de este Carlitos pampero un homenaje viviente a su explosivo antepasado Billy the Kid (por ende a El pistolero zurdo de Penn 58) y, vía el demencial gángster chicaguense Baby Face Nelson de Caminos de sangre (Siegel 57) con engañosa femenina Cara de inocencia (Preminger 52), a su homónimo hamponil puertorriqueño-neoyorquino tan lumpen engreído supremo cuan desmantelado por el estilista De Palma en Atrapado por su pasado/Carlito’s Way (93), pero ahora ante todo en cuanto a incapacidad de expresión verbal, autoconciencia de expansiva desposesión del ser e innombrable identidad trágica.
El angelismo tenebroso demuestra así la agudeza, la permanencia y la aplicabilidad universal de las categorías de análisis del relato moderno posRicoeur que propuso el crítico también argentino Jaime Pont (en su modélico estudio del cuento “El Silenciero” de Antonio di Benedetto) acerca de “la imposibilidad del decir” porque “la conciencia de la desposesión de todo lo creado es la prueba de identidad trágica”, a saber, sin comillas: he aquí una extraña e inesperada conjunción del drama de la razón de la anonimia propia (convertida en sinrazón existencial), el sujeto falto de nombre frente al asedio indiscriminado de la sociedad de consumo (él mismo asumido como objeto pop bajo la identidad de Charlie Brown), el rito de la escritura (fílmica) como prueba iniciática, la purificación o catarsis metaliteraria (y metaverídica y metacinematográfica) frente al desamparo del individuo (aunque disparando sañosamente en la cara a la menor provocación), la resonancia simbólica del fuego (de un soplete) como elemento destructor y purificador (para encender el cigarrillo o agredir al estudiante atractivo o desfigurar el cadáver del cómplice molesto), la introversión de la mente y el sueño individual versus el contexto deificado de la vida exterior ajena, el sentido dialéctico de culpabilidad entre el “ser” o el “haber sido” frente al “querer ser”, el simbolismo animal sartreano de la existencia improductiva (“la mosca” sustituida por un carnero en el suntuoso jardín de un futuro vejete victimado) confrontada a la jerarquía social productiva (“la abeja” reemplazada por la milanesa con puré para el agasajo de Carlitos como inane hijo pródigo), la idea del armonium primigenio (silencio y sonido) como correlato de la búsqueda de la pureza y como despojamiento trágico del ruido (los intempestivos arrebatos baladistas pop hasta en TV aún blanco/negro con autoinclusión onírica, “La casa del sol naciente” de The Animals cual fondo de un macroasalto temerario), la obsesión de la paranoia como filosofía personal del dolor, y al mismo tiempo como hiato esquizofrénico del yo frente al espejo; más claros ni el agua sobre los reflejos luminosos en el rostro de Carlitos.
Y el angelismo tenebroso ata finalmente, con brillantez pero en la cuerda floja, todos los cabos sueltos del supremo thriller pop, o tajante film noir rosa, al abandonar, a punto de ser aprehendido por un megaoperativo policiaco-represivo y bailando cual solitario ídolo musical, a su emblemático héroe terrorista de la época de las dictaduras castrenses del Cono Sur (hasta con discurso del Gral. Lanusse en off por ahí), siempre negándose a ser considerado criminal psicótico, antes de emerger la estadística inapelable: 11 homicidios, 40 robos y hoy en día el preso más antiguo en las cárceles argentinas.
FOTO: Lorenzo Ferro, quien interpreta a Carlitos Robledo Puch, triunfó como mejor actor, en el Premio Iberoamericano de Cine Fénix. / Especial
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