Cerdos tatuados
La tentación en forma de un punto rojo que nace en el vestidor varonil; el placer que provocan las mordidas de unos gatitos y el goce privado de un cuerpo suculento reflejado en un espejo son algunos de los temas de los poemas del libro inédito Cerdos tatuados
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POR VÍCTOR ORTIZ PARTIDA
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Cine asiático
Las niñas llenan el cine con sus murmullos. Son coreanas y estudian en la escuela de religión. Derechas en sus butacas se convierten en golondrinas cruzadas de alas. En la pantalla comienza a nevar. Las colegialas tiritan. “Bienvenidas al blanco de la muerte”, anuncia el director a sus hijas desde el escenario. Lleva traje negro, gafas de sol y además se protege con una especie de grandeza. Yo tomo la mano de Verónica y comenzamos a rezar en esa lengua que no dominamos. Las pequeñas nos siguen. El rumor se parece al inesperado advenimiento del verano. En medio de un ruido incitante las nenas emprenden el vuelo.
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Gatitos en el último mundo burgués
Los tigres salieron de las pinturas durante la noche y atacaron el último mundo burgués. La señora dormida que cuidaba su alto peinado sintió arañazos en los tobillos y deliró: “son los malos pensamientos que regresan del polvo”. No despertó. Los tigres eran pequeños. Habían escapado de miniaturas de la India. Estaban en el último mundo burgués. Eso creyeron, muy excitados. Yo sí noté la mordida en el antebrazo, pero luego llegó la lengua sospechosa, acariciante, y los dientes se convirtieron en pétalos. Así es la cosa en la India. Todos van hacia la inundación con una sonrisa. En un auto compacto, humeante. Y los tigres se rompen en mil colores en el cielo, celebran, sus pieles estallan cerca de la Luna para iluminar un pueblito mexicano en el que se preparan para una procesión. La Virgen apreciará también la mordida de los tigres y una viuda entre lágrimas sentirá una caricia alarmante y aumentará el volumen del rezo. Gatitos.
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Traidor
Salió en el periódico. En el desplegado me acusan de venderme al enemigo. A mí, que sólo cultivé querencias en el lado marchito del valle. Tengo que huir en el acorazado lleno de marineros rusos. Hay música en esta narración —pedregosa en el momento de la fuga y suave cuando la tripulación descansa en hamacas desnudas. Contemplo el paisaje sensual en el vientre metálico de la embarcación y comprendo que me volví un traidor feliz. Me sobresalto. Olvidé cerrar con llave la puerta de mi casa. “No hay regreso, todo es laberinto”, me dice Eugénio de Andrade. Sonríe desde su lecho que se mece.
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El puerto serio
Los colores se apagaron en el puerto. Antiguas casas yacen en la línea costera. Mis hermanos se prostituyen para tener dinero extra en las fiestas del santo. Siguen las enseñanzas de un libro sagrado. Ella suaviza con sus canciones la furia de los extranjeros en el bar. Él navega en el yate del patrón y obtiene el pescado para alimentarme. Juntos, mi hermana y mi hermano, se pasean por el malecón en un convertible modelo 52. Quieren preservar mi pureza y me ocultan sus verdaderos negocios. Mientras mi santidad se alarga, me contemplo de cuerpo entero en el espejo que la interiorista trajo ayer a nuestro departamento —un escenario de mármol negro, de líneas puras, ideal para la hecatombe que se vislumbra.
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Vi un punto rojo y era el infierno
En los vestuarios, vi un punto rojo, luminoso, titilante, comenzó a moverse y lo seguí fascinado. Rápido se fue hacia las regaderas, se perdió en el vapor por un momento y luego apareció en la nalga de Nathan. Malicioso, continuó su viaje hacia los cuerpos macizos de mis otros compañeros de equipo. Se confundió con la tetilla de Rob, se untó en el abdomen de Mark, se deslizó por la pierna de Kevin, se enredó en la pelambre de Danny, hasta que se detuvo en el sexo de John. Todos hombres casados.
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Bola de luz en avenida Patria
Pensé que un objeto volador caía rojizo. Una mancha de luz rápida hacia el asfalto de avenida Patria. Una sensación como la vez que caminé sobre el mar —en la plataforma, claro, yo no soy Jesús: vértigo, asombro, cierta punción, la espuma de las olas rozándome las plantas. Una bola de luz cayendo sobre la patria en viernes. Y las inútiles señales de alto en las esquinas. Luego la desaparición, la incredulidad, el olvido. Titilan las estrellas en el cielo nuevo. Llaman a elevar los ojos. Sin lágrimas, por favor. No fue nada esta vez, pero pudo ser el gran meteorito que caía inesperado.
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99 años
Mi abuela sigue con sus travesuras de nonagenaria. Se lanza por la ventana del primer vagón y se vuelve una estrella de cinco puntas que flota hacia la cola del tren. La rescatamos desde el cabús. Ahora tenemos que escuchar sus historias de Leningrado. Incluyen boinas, cruces, escalinatas, huidas y falsas percepciones. Su relato va poniendo piedras preciosas en la corona del tedio. Lo interesante sería saber cómo flota y por qué. En su narración comienza a brillar la respuesta. Mi abuela está a punto de cumplir cien años.
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La noche policiaca
El día se desliza hacia la noche de un lugar común. La oscuridad nace en el momento de los testigos —los ojos falsos, las prohibiciones, cartas nevadas: el espectáculo y el misterio. Aquí comienza el héroe: entre las sombras encuentra sílabas puras en los ladrillos —de lo que hablan, lo que sostienen—, llega a la huella digital y reconoce las conexiones: senderos verdes en el desierto, todas las vías, los corredores de matemáticas: pupilas de álgebra, números y miradas, trazos que lo llevaron al rostro del más buscado: en el espejo de la evidencia su imagen se refleja.
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(Retrospección: hacia lo conocido se encamina el héroe. En sus hombros lleva el final de la aventura. A su paso la ciudad brilla y resuena).
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El cielo su paladar
En el estacionamiento del supermercado hay un hombre con monedas. Son discos de oro, pesados —sueños de viernes. Mi vendedor es el mismo que liquidó a Dios. Se sienta en el love-seat diseñado para seducir. Brilla el metal. Tiene la sonrisa dorada y permanece en su boca aunque la gracia terminó. Las mujeres se arremolinan al comienzo de la subasta, me tocan. Soy el fruto del verano, la delicia de una tarde a orillas del río. Pienso en Ana y en las injusticias de este negocio: si ella tuviera dinero, yo sería la frescura sobre su lengua que no sabe mentir.
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Aquí matan a los cantantes
Aquí matan a los cantantes. El nuestro, el de esta historia, cantaba en territorio enemigo cuando una bala se le impactó en el pecho. O más balas. El cantante camina con mucha precaución por las calles de la ciudad. Lleva traje de tela tornasol y nos aclara que no es famoso cuando lo reconocemos. Pero su futuro asesino nos asegura que hasta la fecha ha grabado 18 discos.
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FOTO: Cerdo tatuado, obra del artista estadounidense Andy Feehan. / Especial
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