Cervantino desangelado
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La apuesta de este festival fue de lo opaco, con orquestas sin sintonía con sus cantantes, hasta la disparidad técnica de los tríos para violín, violonchelo y piano
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POR IVÁN MARTÍNEZ
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Dos semanas después de la clausura del XLV Festival Internacional Cervantino, se habrá leído ya suficientes veces la sentencia común en la prensa: se trató de la edición más desangelada y triste. Si otrora este encuentro artístico, el que se supone más importante de nuestro país, fue llamado la fiesta del espíritu, este 2017 ha sido una especie de cruda moral y cultural.
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Hay quienes acuden al ánimo tras los sismos de septiembre como la causa de la apatía, mientras que otros cuestionan la mala programación. No son razones excluyentes pero, sin minimizar la primera, creo que tiene que ver más con lo segundo: el abandono no se sintió sólo en las calles, sino también en eventos masivos que antes hubieran asegurado cierta festividad, como bien señaló mi compañera Yanet Aguilar sobre el concierto de Eugenia León en las páginas de EL UNIVERSAL, como en otras sesiones que se antojaban memorables.
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Para el resultado de ese concierto con el que cerró el FIC, pueden encontrarse razones específicas por las que no hubiera prendido: la Orquesta Sinfónica Mexiquense, que acompañó a la siempre entrañable y segura Eugenia, no estuvo a su altura: el sonido de este conjunto juvenil es más cercano a lo amateur que al de una orquesta de entrenamiento; se sintió una incómoda falta de química entre ella y la batuta de Rodrigo Macías; y la sonorización estuvo siempre por todos lados menos enfocada a quien debía lucir: su voz.
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El resultado de los conciertos clásicos a los que asistí durante el último fin de semana, tuvieron más o menos la misma característica: se sintieron desalmados.
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Lo programado en el ámbito de la música de cámara estuvo prácticamente limitado a las tres sesiones en las que el Trío Guarneri de Praga se sumó al Proyecto Beethoven impulsado desde la dirección de Jorge Volpi, ofreciendo en el Templo de la Valenciana una escucha completa de los tríos para violín, violonchelo y piano de conclusiones variopintas y falta de solidez, sobre todo en aspectos técnicos.
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Por un lado, el trío brindó definiciones artísticas. Ortodoxas, pero referenciales. Hablar de los tríos, todos escritos con maestría formal y estructural –incluso las miniaturas–, no es hablar de declaraciones artísticas, como lo son cada una de las sinfonías, algunas sonatas para piano, varios de los cuartetos de cuerda u otras obras de cámara para diversos ensambles. Pero por separado (incluso los que pertenecen a un mismo opus, como los muy juveniles del op. 1), cada uno representa un Beethoven específico que el ensamble (treinta y tantos años de trayectoria no juegan en balde) tiene perfectamente asimilado. Seguramente no hacen siquiera falta largos ensayos o discusiones internas para saber cómo será un nuevo acercamiento a alguno de ellos. La claridad de estilo con que acudieron a cada uno impone.
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Pero la parte técnica sucedió dispar entre sesiones. La primera (sábado 28 al mediodía), centrada en el primero de los op. 1 y el primero de los op. 70 fue la más regular y también la de interpretaciones más impersonales: las articulaciones en general son gentiles, pero sus fraseos desabridos. Impresiona la claridad del pianista, Ivan Klänsky, pero destaca la falta de presencia sonora del violonchelo de Marek Jerie, sobre todo porque cuando se hace notar, la redondez de su instrumento ofrece otra dimensión a la sonoridad toda del conjunto, con mayor posibilidad de colores, característica de la que no parecen servirse con facilidad ni frecuencia.
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La segunda (sábado 28, por la tarde), en la que se ofrecieron los segundos tríos tanto del op. 1 como del op. 70, resultó muy menor. Se trata de partituras que permiten cantar más al violín, que Cenêk Pavlìk hizo con extroversión, pero también fue una tarde en la que Jerie tocó perdido, con desconcentraciones que le provocaron no pocos pasajes de afinación dudosa.
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La sesión última (domingo 29 al mediodía), que fue dedicada a los dos tríos más completos en términos de contenido (también los más intensos), es decir el tercero del op. 1 y el op. 97 conocido como “Archiduque”, fue por un lado la más sólida técnicamente, con una sonoridad más pesante en el violonchelo y una mejor unidad en el color del sonido de éste junto al del violín, y la que más disfruté por una vehemencia que apenas y se había asomado en los tríos 5 y 6 (op. 70) el día anterior.
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En medio, el sábado por la noche en el Teatro Juárez, logré escuchar a los Concerto Köln, destacada compañía dedicada a la música antigua. Ofrecieron repertorio italiano (Dall’Abaco, Locatelli, Vivaldi y Samartini) intercalado con dos de los Conciertos de Brandemburgo de Bach: los nos. 5 y 4. Igualmente desangelado, sus versiones corrieron con exactitud y en tempi que sonaron ideales, pero con carácter inmóvil al que faltó energía y una soltura más vibrante. Su integrante Cordula Breuer, que como primera flauta en el no. 4 ofreció exuberancia, con el traverso en el no. 5 no logró escucharse más allá de la primera fila, cosechando aplausos inciertos y murmullos para lo que no fue, tampoco, la gala brillante que se esperaba.
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FOTO: La cantante Eugenia León estuvo acompañada por la Orquesta Sinfónica Mexiquense. / Iván Stephens /EL UNIVERSAL