Chernóbil, sus plantas y flores, y las fotos que no callan
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Un filósofo y una fotógrafa exploran la evolución del entorno natural de esta zona de desastre radioactivo
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POR MERCEDES ESTRAMIL/ EL PAÍS-GDA
En el sur o en el norte, Ucrania viene estando en problemas. Pero casi nadie se acuerda ya del 26 de abril de 1986. A lo que ocurrió ese día se lo llamó “accidente”, cuando lo que hubo fue una serie concatenada de errores humanos en el marco de un ejercicio para aumentar —justamente— la seguridad de un reactor nuclear. La explosión en el reactor 4 de la central atómica de Chernóbil tuvo un nivel máximo de peligrosidad y fue asistida pero no comunicada de inmediato. Las autoridades del momento (Ucrania pertenecía a la Unión Soviética) callaron. Tuvo que ser la central sueca de Forsmark, a mil cien kilómetros de distancia, quien diera la voz de alerta al mundo dos días después, al constatar que había partículas radiactivas en el aire y no eran suyas, sino que venían de lejos. Recién dos semanas después el mandatario soviético Mijaíl Gorbachov, adalid de la transparencia, liberó información. La Unión Soviética comenzaba el tramo final de su implosión, y el mundo sufría una alerta comparable a la de Hiroshima y Nagasaki, alerta que sería seguida de la amnesia de siempre.
Algunos recordarían, sin embargo. Los afectados que sobrevivieron, y los cientos de miles de militares y voluntarios civiles que participaron en las tareas de limpieza, evacuación y construcción de los llamados “sarcófagos” destinados a tapar y contener el desastre. Un número indeterminado sufriría las consecuencias bajo la forma de cánceres, depresiones, etc. Muchos fueron entrevistados por la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich para el libro Voces de Chernóbil (1997), pero que recién tuvo impacto internacional cuando Aleksiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015.
No sólo los humanos recuerdan. Las impresiones del pasado quedan manifiestas de manera indeleble en la naturaleza. La artista visual francesa Anaïs Tondeur y el investigador de origen ruso Michael Marder se dedicaron a eso y armaron con textos e imágenes Chernóbil Herbarium (NED Ediciones, 2021), un libro atrapante y concientizador.
La zona
Lo más ominoso fue que, al menos al comienzo, todo seguía igual, y se sabe que no hay nada peor que un enemigo invisible. Michael Marder tenía seis años y viajaba con su padre desde Moscú a Anapa, a orillas del Mar Negro, cuando ocurrió la explosión. Hacía ese viaje por recomendación médica, para escapar de la ciudad contaminante y curarse de alergias estacionales. Una ironía de campeonato estar viajando a playas refrescantes bajo una lluvia radiactiva, y sin saberlo: “en ese momento todos éramos plantas”, dice. Pero Marder se preguntó luego si las plantas no estarán en realidad provistas de mejores mecanismos adaptativos que los humanos para resistir el ataque nuclear: “Arraigadas al suelo, por supuesto, son incapaces de escaparse de los efectos dañinos de la radiactividad, como atestiguan los pinos del llamado ‘bosque rojo’ ubicado cerca de la Zona de exclusión. Pero también se adaptan más fácilmente: semillas de soya cultivadas experimentalmente en el entorno radiactivo de Chernóbil han padecido cambios drásticos en su composición proteínica, lo que les ha permitido mejorar su resistencia a metales pesados y modificar su metabolismo de carbono. Su exposición al mundo es consustancial a su aprendizaje del mundo, por lo que son capaces de devolverle muchas cosas. Sólo nuestra exposición, la humana, implica pura vulnerabilidad, pasividad, impotencia”.
A la “Zona de exclusión”, dice Marder, debería llamársele “Zona de alienación”, un fin del mundo catastrófico que afecta a todos a quienes este libro, en tres idiomas (ruso, ucraniano y bielorruso) está dedicado: tierra, animales, agua, aire, plantas y gente. Esa zona son 30 km cuadrados y también se le llama “Zona muerta” o “Cuarta Zona”, la más peligrosa. Donde antes vivían más de cien mil personas, ahora es un territorio vacío en el que se puede incursionar por un breve período y que está patrullado por policía especial. El patrullaje no puede, sin embargo, contener las incursiones de saqueo a viviendas abandonadas, la caza furtiva (la huida humana posibilitó el regreso de numerosas especies animales), y la presencia de quienes quisieron retornar a sus hogares, por no tener otro o por nostalgia.
A veces a este lugar sólo se le llama “La Zona”, y es grande la tentación de considerar premonitorio el film de Andrei Tarkovski (Stalker, también conocido como La Zona, 1979), en el que tres individuos se aventuraban en un lugar así, devastado por algún apocalipsis, sometido a reglas diferentes y peligros invisibles. Sólo que en Tarkovski el desenlace preveía un modo de esperanza que la realidad no da. Para ejemplo: en febrero de 2022 la guerra ruso-ucraniana llegó también a Chernóbil aumentando supuestamente los niveles de radiación por la alteración del polvo en el suelo.
Mirada de artista
En la Zona de exclusión se instaló de hecho una reserva natural. En su llamado Bosque Rojo (recinto de 10 km a la redonda del núcleo de la explosión) la biodiversidad va en aumento, y, a despecho de mutaciones probables, por ahí circulan golondrinas, águilas, castores, cigüeñas, jabalíes, ciervos, lobos, linces y, desde luego, plantas. Anaïs Tondeur no fotografió las plantas de Chernóbil, las colocó sobre papel fotosensible expuesto a la luz. El resultado es una colección de fotogramas de horrífica belleza, donde la luminosidad de lo obtenido es traducción de una invasión fulminante y sigilosa a la vez de estroncio-90 y cesio-137. En vez de fotos de seres humanos enfermos o deformes, este libro entrega la rutilante belleza de un tallo y una rama vivos que contienen mutaciones genéticas.
Símbolo traumático de una catástrofe a futuro, la palabra Chernóbil tiene una etimología vegetal: “chyornyi byllia” significa “hierba negra”; es la Artemisia vulgaris, una planta de poderes mágicos curativos y fortalecedores dedicada en sus orígenes griegos a la diosa Artemisa, una de los doce olímpicos, diosa de la caza, los animales, la virginidad. ¿Ironía o profecía autocumplida? Chernóbil es, en cierto modo, de nuevo tierra virgen. Marder recuerda la inocencia con que vivió su “cura” en la playa mientras era inoculado de radiación y sostiene que la amenaza nuclear es constante. El miedo humano todavía no es suficiente como para temerle de verdad, por eso se sigue apostando a los beneficios económicos de esa energía. Por eso en 2011 la central de Fukushima, en el Pacífico, no estaba preparada para que un terremoto seguido de un tsunami volviera a poner al mundo en peligro. Mañana puede ser una piedra o un color que caigan del cielo, quién sabe. Si la cita bíblica que menciona Marder se cumple, el abismo seguirá atrayendo abismo. Hasta ahora no falla.
FOTO: La artista francesa Anaïs Tondeur creó fotogramas en papel fotosensible de la vegetación de Chernóbil./ Especial