Chernóbil: lecciones universales
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POR ARIEL GONZÁLEZ
Invocada de nuevo por la poderosa narrativa de una impactante teleserie, la tragedia de Chernóbil viene experimentando una suerte de actualización: esa que sólo el paso del tiempo dispensa a los acontecimientos. Así, miramos lo sucedido el 26 de abril de 1986 con mayor perspectiva y con una capacidad de síntesis superior a la que brindó en su momento la inmediatez de la catástrofe, pero hay que reconocer que su más reciente puesta en la pantalla chica –aun con sus distorsiones y exageraciones, o precisamente debido a ellas– ha desbordado el interés por el estallido del reactor atómico, incluso por encima del que suscitó la conmemoración número 30 del fatídico episodio en 2016.
Al terminar de ver la extraordinaria serie de televisión de HBO, inspirada (a pesar de las licencias dramáticas de las que hace uso) en los testimonios recogidos por Svetlana Alexiévich en su obra Voces de Chernóbil (Debate, 2015), se llega a la conclusión de que su verdadero valor no radica en presentarnos “un accidente”, sino un crimen; no una conjunción desafortunada de fatalidades, sino una perversa acumulación de omisiones, silencios, errores y desmedidas miserias humanas.
El libro de Svetlana Alexiévich es una de las más desgarradoras reconstrucciones de la tragedia a través de diversos testimonios de quienes vivieron de cerca, en carne propia, este desastre nuclear. La suya es sobre todo la presentación realista de un episodio apocalíptico en absoluto accidental. La serie no hace sino profundizar en esa perspectiva, concentrándose en un personaje central: Valeri Alekséyevich Legásov, prominente miembro de la Academia de Ciencias de la URSS que encabezó el esfuerzo de todos los científicos que atendieron desesperadamente –al lado de un ejército de soldados y civiles, forzados y voluntarios– los trabajos de contención de la hecatombe.
Recuérdese que se trata del episodio más grave en la historia de la industria nuclear. Nadie estaba preparado ni en la extinta URSS ni en el mundo para enfrentarlo y reducir del modo más práctico posible los daños y las muertes que se producirían en el corto, mediano y largo plazo. Sin embargo, hoy se cuenta con suficientes pruebas que documentan las innumerables fallas humanas que rodearon durante años este drama y que se fueron acumulando del mismo modo que los procesos físicos y químicos que devinieron inmensa catástrofe en sólo unos instantes.
Legásov, al igual que otros de sus colegas, tuvo que enfrentar la espesa capa de mentiras con que se ocultó una y otra vez la verdad: las verdades oficiales que buscaron sobreponerse a los hechos y a la terrible realidad que vivieron –hasta su muerte– miles de personas.
Enfrentado al estado soviético y no pudiendo hacer constar en los medios rusos el resultado de sus investigaciones, Legásov se suicidó, no sin dejar algunas grabaciones con su versión de los hechos. En esa suerte de testamento su reflexión va más allá del infierno de Chernóbil y alcanza un estatus universal toda vez que alude a la cadena de mandos, dirigentes y al sistema mismo que puede hacer posible una tragedia de esta magnitud en cualquier lugar y esta no tiene porqué ser necesariamente nuclear: muchas atrocidades de corte político y social se abren paso a partir de lo que lo que Legásov, el protagonista de la teleserie, resume nítidamente al comienzo:
“¿Cuál es el costo de las mentiras? No es que las confundamos con la verdad. El verdadero peligro es que si oímos suficientes mentiras luego no reconoceremos la verdad. ¿Y qué se hace ante eso? Sólo nos quedaría abandonar la esperanza de la verdad y conformarnos en su lugar con historias…”
Chernóbil tiene en realidad muchos nombres. Y también muchas formas. Tras Chernóbil –y antes, en otros accidentes nucleares y en torno de la carrera espacial, que se ocultaron por mucho tiempo–, pero también tras las hambrunas generadas durante “la construcción del socialismo” en la URSS o China, los enormes campos de concentración y “reeducación” con sus miles de víctimas, lo mismo que en el desastre económico de Cuba o, más recientemente, en los desastres políticos y sociales de Nicaragua y Venezuela, en todo ello está siempre, en primer lugar, la anulación de la verdad.
Y es que en los cimientos de los estados burocráticos y totalitarios lo que hay es toneladas de mentiras. Las mentiras oficiales, que hacen gala de un aparato propagandístico que previamente ha minado o destruido a la prensa independiente, con lo que sólo la “verdad” del gobierno prevalece. Pero quizá las mentiras más peligrosas son las que produce la “verdad” militante, capaz de sustituir los hechos siempre que representen un obstáculo para arribar a objetivos “superiores”. La vieja idea de que los fines (y mejor si estos son la justicia, la igualdad o la felicidad del pueblo) justifican los medios. Y esta “verdad” es la del ciudadano ideologizado que contempla esperanzado la actuación de gobiernos que han prometido el cambio e incluso ser los creadores del “hombre nuevo”.
Estos regímenes –que distan mucho de ser parte del pasado y que tienen diversos herederos nacionalistas y populistas en todo el mundo– hicieron imposible toda forma de ciudadanía y buscaron terminar con los valores más elementales de esta. Junto a la destrucción de las libertades individuales y los derechos humanos, fomentaron la delación de los disidentes, el ninguneo de quienes dudan de las consignas del régimen, el permiso al revanchismo si no se acata al jefe, la humillación permanente de los subalternos.
En un ambiente así es evidente que la explosión del reactor de Chernóbil estaba ya en marcha desde su construcción, y aunque horas antes de que ocurriera era ya técnicamente imparable, nadie pudo imponerse al demente burócrata que siguió el protocolo no de la planta nuclear, sino el protocolo del ascenso y del servilismo: seguir las instrucciones del jefe, quedar bien a cualquier precio… todas las enseñanzas y exigencias de un sistema que siempre tiene la razón y que por supuesto nunca es culpable de nada.
Por eso se castigó (mínimamente, por cierto) a los responsables directos, pero nunca a los criminales que estuvieron detrás de sus escritorios en distintos ministerios. Eso habría sido admitir que el sistema en su conjunto era responsable.
Escribí criminales, pero como dice Vasili Borísovich, ex director del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús y una de las voces más lúcidas citada por Svetlana Alexiévich: “No, no eran una pandilla de criminales. Más bien nos encontramos ante una combinación letal de ignorancia y corporativismo. La piedra angular de su vida, sus hábitos adquiridos en el aparato eran: no te destaques. Di sí a todo (…) Tenían más miedo de la ira que les podía llegar desde arriba que del átomo. Todo mundo esperaba una llamada de teléfono, una orden. Pero no hacía nada por su cuenta. Se temía la responsabilidad personal”.
Chernóbil –ponga atención quien quiera prevenir desastres– fue resultado de llevar hasta sus últimas consecuencias un plan de gobierno improvisado por burócratas ignaros decididos a construir todo bajo el precepto de la austeridad soviética, ahorrar y comprar lo más barato, y luego ponerlo no en manos de los más capaces sino de los más viscosos trepadores en todas las instancias:
“¿A qué ritmo endiablado –pregunta Vasili Borísovich– se construyó la central atómica de Chernóbil? Se construyó a la soviética. Los japoneses levantan instalaciones como estas en 12 años, aquí lo hicimos en dos, tres años. La calidad y la seguridad de una instalación especial como aquella no se distinguía de la de un complejo agropecuario (…) Entre los directivos no había ni un físico nuclear. Había ingenieros de energía, de turbinas, comisarios políticos, pero ni un especialista”.
Todo este sistema vertical de planes descabellados, austeridad irracional, ejecutores ciegos y acríticos, mediocridad y arribismo, pero sobre todo temor a desobedecer al jefe, es posible mediante la concentración de poder en un solo hombre o, a lo sumo, en una camarilla. Se trata de regímenes expertos en negar los hechos en nombre del pueblo y sus más altas aspiraciones (por ellos definidas), en torcer los acontecimientos cuando estos, tercos, contradicen el decreto de que todo marcha según el plan formulado por el partido o el sabio dirigente.
Clientes empedernidos de la posverdad, estos regímenes siempre disponen de “otros datos” que desmienten a sus enemigos internos o externos. Chernóbil, a pesar de que tuvo lugar en medio de la Perestroika, no fue la excepción, así que la reacción inmediata ante los sucesos fue minimizarlos, declarar que los efectos estaban “bajo control”, juzgar como dementes a los primeros científicos que señalaron la gravedad del caso, impedir a la prensa extranjera (la local estaba “en orden”) que diera cuenta de la magnitud del desastre e incluso ver en este la mano de los “agentes de los servicios secretos occidentales” o de los “enemigos jurados del socialismo”.
Chernóbil no es ya únicamente una sufrida zona de la antigua URSS, ni tampoco un banalizado sitio de turismo extremo. Así como la nube radioactiva que se desprendió del reactor en llamas se esparció por el planeta, así también sus lecciones han dejado de ser remotas. La dimensión de muchos otros desastres (ambientales, industriales o sociales) puede variar desde luego en escala y magnitud en distintas partes del mundo. Las comparaciones nunca son del todo pertinentes, pero muchos de los pasos que llevaron a la tragedia de Chernóbil no tienen nada que ver con la construcción de un reactor nuclear, sino con una forma de hacer las cosas: un profundo desprecio hacia la iniciativa intelectual y científica, una línea política autoritaria que privilegia el servilismo y castiga la crítica, un modo de gobernar sin medios libres, sin contrapesos institucionales y en permanente confrontación con los hechos, con la verdad. Todo eso es también, en distintos grados, Chernóbil. De ahí que sus lecciones sean hoy universales.
FOTO: El accidente de la central nuclear de Chernóbil, el 26 de abril de 1986, provocó la evacuación de 116 habitantes del pueblo aledaño de Pripyat. / Especial
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