Chernóbil, una tragedia doméstica muy mexicana

Abr 21 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 8317 Views • No hay comentarios en Chernóbil, una tragedia doméstica muy mexicana

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La explosión en la planta nuclear ucraniana de Chronóbil es más que un nombre exótico para una familia de la Ciudad de México, en la que la locura y la desaparición de sus integrantes es narrada en esta primera novela de Iliana Olmedo, una visión de soledad y concreto, deshumanizada

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POR JOSÉ JUAN DE ÁVILA

Doméstico viene del latín domus: “casa”, en español; dom, en ruso. Convertir el nombre de una infame planta eléctrica nuclear soviética en Ucrania en drama y tragedia domésticos, familiares, muy a la mexicana, fue una apuesta transnacional y translocal sin duda demasiado arriesgada de Iliana Olmedo, que le valió el premio Siglo XXI de Narrativa 2017, el mayor en su joven carrera literaria.

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En Chernóbil (Siglo XXI, 2018), Daniela Arenas, fotógrafa de aves, vuelve a la casa de sus padres, su Chernóbil, cuando se entera de que su hermana mayor se colgó de una viga después de terminar como loca en un asilo; no cuenta, recuerda, pero “la memoria pesa y aplasta”; quita el velo a la historia de su familia y sus secretos durante décadas, después de que la atestiguó y documentó en sus diarios sin entenderla. Como el Fabrizio de Stendhal, la mujer seguirá inquiriendo qué papel interpreta en su vida.

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No obstante, para 2015 ella tiene la certeza que cada uno de los cinco miembros que fueron su familia cumplió un papel: “…constituyó la base de esa casa, igual a los cimientos de Príapiat, la ciudad dormitorio de los trabajadores de Chernóbil. En esa ciudad pensada para cientos, hoy no vive nadie. Es inhabitable, como la casa de mis papás”, escribe la mujer que para entonces ya ronda los cuarenta años.

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El fatalismo absoluto recorre la novela, no sólo por el tema de la explosión del reactor nuclear. El padre de Daniela, Paula y Rafael era experto en energía nuclear y promotor de ésta en México; la suerte estaba echada así, antes de nacer, para Daniela, a quien, además, su oficio de fotógrafa la lleva ya treintañera a capturar a la fauna volátil en la región ucraniana bajo el hechizo funesto de Chernóbil, a exactamente 10 mil 532 kilómetros de Ciudad de México, donde los recorridos por Periférico diarios para desplazarse a la entonces Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) en su etapa como universitaria, describen también una visión de soledad y concreto, deshumanizada.

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Chernóbil, así, no sólo es un nombre, es una fecha, un punto de partida, pero también es una ausencia, la primera fragmentación que sufre la familia de Daniela: el padre, Fernando Arenas, que es anti PRI, teme lo peor para el desarrollo de la energía nuclear en México como consecuencia del percance en la entonces URSS. Entonces, sin más, desaparece para siempre, no deja rastro. Se rumora un secuestro de Estado. Como muchas cosas que ocurren en México, la razón de la ausencia no se sabe, no se supo. Como tampoco se supo qué ocurrió en el caso de las 40 mil toneladas de leche en polvo irlandesa contaminada por la radiación de Chernóbil, que el gobierno de México adquirió a través del Conasupo que dirigía entonces Raúl Salinas, “hermano incómodo” del ex presidente de México, Carlos Salinas.

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No, Chernóbil no es sólo un nombre exótico en México, y eso nos lo recuerda Olmedo con su novela.

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El suicidio de su hermana Paula pone a Daniela en varias paradojas a su regreso a la casa paterna: escribe la más reciente página de su diario (o diarios), pero de manera simultánea lee las historias de otras: ella misma, en diferentes etapas de su existencia; la intimidad de las páginas de los diarios se abre al desconocido lector que va comprendiendo el drama de forma paralela a como lo va aceptando Daniela. Su mayor paradoja es quizá la más irónica: “…las desgracias a veces provienen de tu familia”.

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El 18 de agosto de 2010 escribe Daniela que quiere estar más allá de cualquier memoria y envía a su familia una postal de la planta de Chernóbil, su hermana Paula ya está en un asilo para dementes en Torreón, lejos de la madre, la única habitante de la casa familiar. “Fuimos una sonata, ahora extinta, vencida, acallada. No pude exigir, en nombre de esa armonía, que fueran más generosos conmigo, porque no se trataba de generosidad, sino de afecto. Uno que no pudieron dar”, se escribe a sí misma. En la recapitulación de su Chernóbil a la mexicana, abandonada por décadas en diarios que empezó a escribir en un primer volumen el mismo sábado 26 de abril de 1986 del estallido del reactor cuatro del conglomerado nuclear (aunque por la diferencia de horarios, de más o menos 13 horas, cuando ocurrió la explosión, en la Ciudad de México era alrededor del mediodía del viernes previo), Daniela pasa a segundo plano, los protagonistas son los otros: su familia; pero las repercusiones de cada vida privada ajena son todas íntimas para ella: el padre desaparecido, la hermana suicida, el hermano políticamente incestuoso; madre mocha; el abuelo y su quinta esposa, perversos…

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Contrario a los lugares comunes de que “una imagen vale por mil palabras” o de que una fotografía representa lo real, Iliana Olmedo desenmascara esa falsa veracidad con su narración: “Si por las fotos fuera, cualquiera diría que no cabe más felicidad en esta casa. Pero estamos de luto ¿o no?”, expresa su protagonista frente a fotos familiares al volver a la casa paterna, al funeral de Paula, la fraternal suicida.

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Aunque su hija Elena, criada en pareja con su amiga de infancia Raquel; y Daniel, hijo de su hermana criado igual en pareja por su hermano Rafa y el padre del niño y ex cuñado, Hugo, son la siguiente generación, la esperanza, como alude el epígrafe de la novela de un canto tradicional japonés. ¿O no?

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A veces ese lenguaje es tan sencillo que parecieran escasez de recursos narrativos de la autora, hasta que el lector se va adentrando en la transformación de la protagonista y sus historias, gracias a una prosa casi sin metáforas ni tropos literarios vacíos ni datos superficiales o frases para convertir en cita. Su narrativa resulta efectiva porque cualquiera se reconoce en ella. Su crudeza semántica y su estilo directo se emparentan con cualquier novela del húngaro Sandor Marai o, más reciente, con esa joya que es La soledad de los números primos, del italiano Paolo Giordano.

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Pero quizás el mayor mérito de esta novela que se lee de una sentada es su estructura fragmentaria, sin duda con influencia de obras de las que Olmedo reconoce deuda, no solo temática; entre ellas el prodigioso drama periodístico coral, Voces de Chernóbil (1997) de la Nobel 2015, la rusa Svetlana Alexievich, o también del clásico de Alain Resnais Hiroshima mon amour (1959), a partir del guión de Marguerite Duras, con quien la mexicana despliega afinidades, por ejemplo, con L’Amant o L’Amour.

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La fragmentación de la narración del drama trágico en Chernóbil también se acerca a Roland Barthes o a la literatura epistolar; tan fragmentaria que se trata de páginas aisladas de volúmenes de diarios a lo largo de tres décadas, la mayoría de ellas con fechas clave, justo, en lugar de capítulos. Olmedo va esparciendo las páginas del drama doméstico a lo largo del libro, con fechas como leit motiv del relato.

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La Historia concretada en la historia. La memoria, de la que no se puede escapar ni siquiera con la locura.

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Foto: Iliana Olmedo, Chernóbil, 2017 , UNAM-SIglo XXI- Solsin, 176 pp. / Especial

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