Nostalgia de la preparatoria
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La muerte de una entrañable amiga y los poemas de Xavier Villaurrutia se entrelazan en la memoria del poeta, quien se pregunta si estos versos componen un poema de amor o de muerte
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POR CHRISTIAN PEÑA
¡Qué prueba de la existencia
habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.
X.V.
Para Lourdes
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Luna llena, la cruz, bálsamo y nardos,
el ataúd abierto en medio de la sala,
en medio de la noche como un iceberg,
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un silencio de hielo; así, mientras velábamos,
comenzaron los chismes sobre Lourdes,
la historia de una tarde cuando se desmayó
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y tuve que llevarla con el médico.
El día del funeral, los chismes sostenían
que entre Lourdes y yo siempre hubo algo.
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Lourdes enfermó diez años después
de habernos conocido en la preparatoria:
la leucemia acabó con ella en pocos meses.
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Días antes de morir, Lourdes me habló por teléfono:
“Estoy leyendo poemas de Xavier Villaurrutia,
pero no sé si son poemas de amor o muerte”.
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Villaurrutia empezó a escribir en la prepa.
Nostalgia de la muerte tiene veintiséis poemas.
Lourdes murió a los veintiséis años;
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así empiezan los chismes, así, en el funeral,
los viejos conocidos de la preparatoria
empezaron a hablar sobre nosotros:
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“¿qué no eran más que amigos?”, preguntaron,
“¿no la amabas?”, dijeron, pero en silencio, el miedo
me cerró la garganta y no pude responder.
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Un silencio más blanco que el del susto,
la sangre que se espanta, la leucemia;
glóbulos blancos, más blancos y más,
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cantidades obscenas, exorbitantes,
de glóbulos que avanzan por la sangre,
la sangre que no entiende de razones,
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la que se cierra al diálogo y no entiende
de súplicas o rezos, esa sangre
que no entiende argumentos ni le importan los chismes.
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Pero Lourdes odiaba a los chismosos.
Una tarde, en la prepa, me contó que los médicos
amputarían la pierna de su padre —diabetes—,
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y me hizo prometer que nunca lo diría.
—sé que me he condenado al contar esto;
el chisme forma parte de la anécdota—.
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Sin embargo, Lourdes no vivió para contarlo,
no alcanzó a ver la pierna de su padre
envuelta como un niño entre sábanas blancas.
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Lourdes se desmayaba con frecuencia
en nuestros días de preparatoria
—yo solía preguntarme la raíz de esa palabra—;
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sus cenizas fueron guardadas en la Basílica,
Villaurrutia descansa en ese mismo suelo,
en el panteón que está en el Tepeyac.
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Sus padres la llamaron Lourdes por la Virgen
que aparecía en la gruta de Massabielle,
en un pueblo de Francia; “desmayar”, la palabra,
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proviene del francés antiguo “esmailer”;
“leucemia”, del griego “leukós” y “aima”,
cuyo significado es “blanco” y “sangre”;
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eso es lo que he leído, aunque podrían ser chismes.
Pero un chisme no es una mentira,
al menos, no del todo, no en esencia;
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en todo caso, un chisme es solo una cadena
de omisiones, supuestos de lo que no se dice;
un teléfono descompuesto, un juego,
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la palabra, la voz al otro lado
del auricular, la voz que pregunta:
“¿es un poema de amor o un poema de muerte?”,
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un eco, la palabra repetida hasta el cansancio
que va de boca en boca hasta no ser de nadie,
como la autoría de ciertos libros antiguos,
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lo que Platón dice que dijo Sócrates,
lo que Mateo y Juan dicen que dijo Cristo;
lo que nunca se escucha igual dos veces.
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Se dice que Xavier Villaurrutia murió
de una angina de pecho, fulminado de golpe,
pero hay quien asegura —así empiezan los chismes—
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que se murió de amor por un bolero
o que se suicidó; el punto es que su rostro
era nocturno y pálido dentro del ataúd.
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La noche en la que Lourdes me llamó,
prometí visitarla cuando colgué el teléfono.
Ya solo puede verla el día del funeral.
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Décima muerte es un acta de defunción
con ciertas irregularidades, ciertos versos
escritos como en un poema de amor.
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“¿Es un poema de amor o un poema de muerte?”
No tengo la respuesta. Nunca besé a Lourdes.
No he leído a Villaurrutia como debería hacerlo.
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“Pero, ¿cómo te sientes?”, preguntaron,
“¿verdad que la querías?”, insistieron;
tal vez fui al funeral, precisamente,
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para hablar sobre ella, para escuchar a alguien
hablar sobre nosotros. ¿Será que la quería?
Nunca besé a Lourdes, ni en las manos.
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A la Virgen de Lourdes la besan en la frente.
Nunca supe si ella quería besarme.
Nadie sabe de qué murió Xavier Villaurrutia.
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No puedo asegurar de qué trata el poema.
Quizá Lourdes leyó mejor a Villaurrutia
y la muerte tomó la forma de la alcoba
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que la contuvo en cama en su agonía.
Blancos el luto, la leucemia y el columbario,
la especulación en la hora de la muerte,
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los semestres más blancos de la preparatoria,
nuestros años más juntos, los desmayos,
ese día, el diecinueve, en que murió de golpe.
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El día del funeral, Lourdes me amaba
—uno puede tener un primer amor,
pero no se puede ser el primer amor de nadie—.
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Voy a contar un chisme: una vez, en la prepa,
Lourdes me pidió ayuda para pagar la renta,
su padre estaba enfermo y no podía trabajar.
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Yo no tenía dinero. Mi madre me prestó
para poder prestarle; nunca se lo pagué.
Y nunca se lo recordé a Lourdes.
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Un chisme que parece no tener importancia,
pero que guarda en la omisión de ciertos detalles
el secreto más bello, el silencio más pálido,
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trasparente en cantidades exorbitantes;
la sangre en el reposo, el ataúd sin sombras,
la luna llena, el bálsamo, los nardos,
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el eco en mi cabeza, la llamada, su voz,
y esa última pregunta que no alcancé a responderle:
“¿es un poema de amor o un poema de muerte?”
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Este poema forma parte del libro Expediente X.V., recientemente publicado por Vaso Roto Ediciones, 2018.
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FOTO: Aparición de Lourdes. Vitral en la parroquia de Saint-Genis-Laval, Francia. / Especial
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