Christophe Honoré y el tumulto femipromiscuo
Después de que Richard descubra la infidelidad de Maria con uno de sus alumnos, ésta irá a refugiarse a un hotel, donde será visitada por los espectros de sus antiguos amantes
POR JORGE AYALA BLANCO
En Habitación 212 (Chambre 212, Francia-Bélgica-Luxemburgo, 2019), displicente opus 12 del prolífico autor total gay francés nacido en Finisterre de 52 años Christophe Honoré (17 veces Cécile Cassard 02, Mi madre 04, Vivir deprisa, amar despacio 18), la hermosa profesora parisina de historia del derecho y procedimientos penales Maria Mortemart (Chiara Mastroianni más que convincente y premiada por este rol en Cannes 19) sale literalmente de un closet, humilla a una fajosa alumnita oriental cursi (“Ay, bésame también el otro pezón”), corta de plano con su apasionado amantito estudiantil chileno Asdrúbal Electorat (Harrison Arévalo) y llega a su casa en Montparnasse a bañarse como si nada, pero su caldosa infidelidad es descubierta a través del celular por el frustrado expianista esposo suyo desde hace 20 años Richard Werrimer (Benjamin Biolay), que se encabrona y encierra en su alcoba, y a la mujer no se le ocurre mejor solución que largarse a reflexionar sobre su situación a solas en el hotel de enfrente, adonde va a ser visitada por los fantasmas redivivos de sus antiguos amantes varones y ocasionalmente mujeres de toda su vida, empezando por el desdoblado espectro de su marido Richard a los 25 años (Vincent Lacoste), que la encara, seduce, posee y duerme otra vez de a satisfecha cucharita desnuda como antes, pero también entrometidamente se apersona la nariguda maestra de piano Irène (Camille Cottin) adorada por el precoz Richard desde los 14 años (Kolia Abiteboul) y convertida en su amante un lustro después, aunque renunció generosamente a él cuando se casó con su imbatible rival desbordada Maria, por lo que ahora regresa imaginariamente por sus fueros tanto en el cuarto de hotel y en la casa de enfrente, ofreciéndole sin éxito el primero de los cuatro hijos que el buen Richard nunca pudo tener con su reticente esposa, ésta a su vez, bien que mal respaldada por su Fuerza de Voluntad (Stéphane Roger) cual doble del crooner Charles Aznavour de verba indolente-nostálgica (“Désormais/De hoy en adelante”), debiendo enfrentarse a los nuevos retos que le plantea su propia afectividad (su vacío afectivo) y el implacable paso del tiempo, hasta emerger del hotel al día siguiente y cruzarse con su marido en la calle, cargando aún con el peso de su alivianado pero aún inevitable tumulto femipromiscuo.
El tumulto femipromiscuo hace el chispeante y cínico retrato íntimo de una francesa multiamantes que ha ejercido su libre sexualidad sin culpa alguna, desde el punto de vista de su imaginario fantasmal y como si se tratase de un ajuste de cuentas físico-metafísico y un acta de introspección trastornante aunque hiperlúcido (y lucidor) pero en la mejor tradición realista de las pioneras del sector escandalosamente iniciadas en su momento por la Bardot de Y Dios creó a la mujer (Vadim 57) y continuado por las legendarias Moreau de Malle-Truffaut e incluso la atronadora Demongeot de Galia, entrega en Venecia (Lautner 65) hasta desembocar en la ultrarreflexiva seductora barthesiana Binoche de Una bella luz interior (Denis 17), ahora mediante una trama medio sainetera azotadaza medio tragicómica de perturbadoras visitas del pasado al cuarto de hotel, que remiten al otrora film prohibido cuequero Recodo de purgatorio del simbólico suicida expiatorio José Estrada (75) y que de pronto se atiborra de aprovechados amantes abofeteables cual si fuese el camarote embutido de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera (Wood 35), para hacer pasto de reproches a la incólume jurisconsulta cuya progenitora hipócrita (Marie-Christine Adam) le llevaba la lista de sus amantes y cuya histérica abuela timorata (Claire Johnston) todavía le espeta reproches en abismo (“Te has cogido a más hombres que cinco generaciones de nuestra familia”) y que está siendo asaltada por la ironía cruel de alojarse exacto en la Habitación 212 como el Artículo 212 del Código Civil francés, según el cual “Los esposos se deben mutuamente respeto, fidelidad, protección y ayuda”, porque ni la burla perdona.
El tumulto femipromiscuo secreta un personalísimo estilo personal de postvodevil popular, a la vez que un refinado ingenio agudo y sardónico que nunca parece tomarse demasiado en serio ni demasiado en broma, para imponer una suerte de autoirrisoria grandilocuencia ligera y frívola, con agudos momentos formalistas en la fotografía de Rémy Chevrin rebosando de arabescos, miniaturizantes top shots en movimiento y reflejos donde no los había, fractalidades y sugerentes atisbos detrás de cristales fragmentarios, provocadores cambios de ritmo acelerado o aletargante en la edición pulsional de Chantal Hymans coordinada a los ímpetus de la heroína y a las cadencias sugerentes de la música deliberadamente light de Valérie Deloof, cierto humor siempre a punto del desahogo aforístico (“El amor se construye en la memoria”), el estallido de la gran música excluida (“Que Scarlatti inunde París”) y la metamorfosis involutiva del bebé deseado en muñeco.
El tumulto femipromiscuo ya puede entonces terminar avalando enaltecedoramente la legitimidad de engañar al marido con él mismo cuando joven y guapo, la consolación última de la deleznada Irène a los 60 años (ese oscuro objeto del chocheo buñueliano Carole Bouquet) en una playa idílica vagamente lésbica, y la mimetización de la comedia-espectáculo de boulevard Las canciones del amor (Honoré 07), con una tonada de Barry Manilow (“Could It Be Magic”) cual meloso excipiente para la zarabanda triunfal de los amantes y las edades, en el impetuoso espacio reducido al mínimo o al compás de un recuperado cafetín-trineo Rosebud y concertando como fondo la autoconciencia fílmica de una fachada de multicinema promoviendo siete pantallas.
Y el tumulto femipromiscuo sigue contemplando admirativamente a la empoderada heroína partiendo radiante plaza matinal rumbo a la chamba, tras prometerle al esposo disminuido que volverá para la amorosa e ineludible cena conyugal.
FOTO: La presencia de los personajes fantasmales ayuda a Maria a realizar un viaje introspectivo/ Especial
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