Christopher Nolan y la invención destructiva

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Basada en la biografía del padre de la bomba atómica, Oppenheimer relata la trama del Proyecto Manhattan, la carrera armamentista y científica que venció a los nazis

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Oppenheimer (EU-RU, 2023), avasallador film 12 del bombástico imaginativo autor total londinense de 53 años Christopher Nolan (Amnesia 01, El origen 10, Dunkerque 17), con guion suyo basado en la biografía Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer de Kai Bird y Martin J. Sherwin, el genial físico cuántico judío estadounidense y reputado padre de la bomba atómica J(ulius) Robert Oppenheimer Ottie (Cillian Murphy multirrevelador cambiante) es llevado a investigación inquisitorial dentro de la caza de brujas del macartismo por sospecha de espionaje prosoviético, teniendo como principales testigos de cargo a su exprotector en la Comisión de Energía Atómica gubernamental vuelto su rencoroso peor enemigo anticomunista delirante Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), al frente de algunos allegados o antiguos colaboradores, y una por una van emergiendo y cayendo las diferentes actitudes y conductas adoptadas en el transcurso de su vida pasada por el acorralado científico, casi en el rango del Tartufo de Molière, a cara por persona, entre ellas: pésimo laboratorista capaz de envenenar con cianuro de potasio una manzana para vengarse de un maestro represor pero estando a punto de ultimar al futuro colaborador danés-secuestrado clave Bohr (Kenneth Branagh), despistadazo pepenador de novedosos conocimientos cuánticos en universidades europeas para afirmar su desatado porvenir teórico, izquierdista rooseveltiano casado con la patética comunista de trágico destino psiquiátrico-suicida Jean (Florence Pugh), seductor mujeriego dándole baje a un colega con su esposa bióloga excomunista Kitty (Emily Blunt) para hacerle un bebé que nadie atenderá, débil seguidor de su hermano Frank miembro subrepticio del Partido Comunista estadunidense (Dylan Arnold), sumiso aliado con efímero uniforme del impositivo general Groves (Matt Damon), dinámico creador de la improvisada ciudad de Los Álamos en el desierto de Nuevo México para darle vía libre al desarrollo solipsista del Proyecto Manhattan que a base de colegiadas especulaciones y escasas pruebas nucleares le ganó a la Alemania hitleriana la prioridad de la fisión atómica, pesimista invocador del “Bhagavad Gita” (“Me he convertido en la Muerte, en el destructor de mundos”) a la hora de los apoteósicos estallidos que consumarían en Hiroshima y Nagasaki el peor crimen masivo que registra la Historia de la humanidad (200 mil muertos en un instante) para finiquitar de tajo la Segunda Guerra Mundial, culpígeno visitador del irritable presidente Truman (Gary Oldman) que no tiene empacho alguno en asumir la despectiva responsabilidad histórica del temerario lanzamiento, y tenaz activista terminal contra la bomba de hidrógeno en plena carrera armamentista con la otrora aliada URSS y promovida por el inescrupuloso colaborador matemático a quien daría la mano pese a haberlo hundido en el juicio Teller (Benny Safdie), antes de ser absuelto de la absurda acusación, aunque dejando sin resolver los profundos dilemas morales y la amenaza abierta de la invención destructiva.

 

La invención destructiva lleva elegantemente su semblanza biográfico-histórica al terreno de la etopeya, o sea, el retórico cántico de las cualidades de un personaje excepcional, pero incluyendo ahora tanto las virtudes como los vicios de personalidad del evocado, su enclenque inminencia corpórea ensombrerada y sombría (cual solitario años 30 de Hopper), su carácter concreto, su atroz ambigüedad ética y moral, su leyenda negra que es también heroica o al menos justificatoria, su mito cual presagio inscrito en un pergamino milenario, a través de la triste e impenetrable figura eternamente errabunda y pujante de un hombre-enigma, orillado a una hipercomplejidad inasible por sus insondables abismos interiores, en los superabundantes bordes paradójicos de un significante vacío, al margen de todo juicio contundente o radical posible.

 

La invención destructiva acomete casi vanguardistamente una adaptación pormenorizada y subliminal de su riguroso e inteligente material literario, en un terreno muy cercano al de la primigenia corriente supracultural iniciada por la dupla Straub-Huillet en la fundacional No reconciliados (65) que resumía esteticistamente las 277 páginas de la novela Billar a las nueve y media de Böll en 55 minutos (en su mayoría ocupados por campos vacíos y personajes neutros hablando sin entonación alguna), sintetizando brillantemente pero paso a paso las 864 páginas del texto original en sólo 3 horas, con rápidos diálogos agudos sobre compactos diálogos cientificistas en decenas y decenas de compactas secuencias a mil por hora, mediante conflictos personales y enfrentamientos profesionales reconstruidos como si sólo fuesen para quienes conocen y recuerdan los contenidos del libro referencial, aunque siempre bella y provocadoramente.

 

La invención destructiva concede estructuralmente un primordial valor expresivo a la edición (de Jennifer Lame) y a la música (de Ludwig Göransson) sin las cuales práctica y materialmente no existiría, con mucho más que imprecisos vaivenes y audaces saltos en el tiempo, flashes constantes e interrupciones brutales de imagen y sonido para insertar visiones desde el estruendoso interior ¡orquestal! del hongo atómico, que llegarán hasta la desmaterialización, el color blanco y el silencio espectral en el momento-memento de la verdadera explosión de la bomba, un agresivo y perturbador montaje extrañante que alcanzará su cúspide en la irrupción de los amantes desnudos discutiendo en medio del tribunal, cual máximo cuestionamiento de nuestro blockbuster, en efecto grandioso, al modo de representación institucional.

 

Y la invención destructiva culmina con el reciclado de una vieja entrevista campestre del héroe con Einstein en persona (Tom Conti) y, con socarrón humor funeral, certificando que por fin el hombre ya tiene el arma inconcebible más poderosa, para destruirse a sí mismo como especie.

 

 

 

FOTO: Oppenheimer se filmó con una combinación de IMAX 65 mm en monocromático y a color. Crédito de imagen: Especial

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