May 27 • Conexiones, destacamos, principales • 3652 Views • No hay comentarios en Cinco estampas del oficio periodístico
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Condenada por la geografía, Tijuana ha sido una plaza codiciada por el crimen organizado, nos cuenta este escritor y cronista regiomontano, adicto al arte de patear las calles en busca de una historia
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POR DANIEL SALINAS BASAVE
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Monterrey, 25 de mayo de 1998
El charco de sangre donde yace el hombre de las botas vaqueras se expande lentamente por el estacionamiento del restaurante. El sol del mediodía cae rudo y sin misericordia sobre el pavimento regio y el rojo fluido no deja de manar del cuerpo. Hace apenas unos minutos, estando en la sala de prensa del Ayuntamiento, escuchamos las detonaciones y aunque ninguno de los reporteros ahí congregados tenemos experiencia en armas automáticas, sabemos al instante que aquello no son cohetes. Bajamos corriendo las escaleras del Palacio Municipal, cruzamos la avenida Zuazua y al llegar a la entrada del Rey del Cabrito encontramos al hombre con los brazos extendidos, yaciente en el charco rojo. Con mi vieja cámara Minolta de medio uso tomo por vez primera en mi vida la foto de un ejecutado. Se llama Armando Márquez Hernández, comerciante tamaulipeco. Tengo 24 años recién cumplidos y aunque he visto a no pocas víctimas de accidentes, esta es la primera vez que estoy frente a un cuerpo perforado por los proyectiles de una ametralladora. Será el primero de muchos que veré en las próximas dos décadas, pero en ese momento ni siquiera intuyo el infierno que irrumpirá. En 1998 soy reportero en el periódico El Norte y una ejecución en Monterrey aún merece primera plana y varios días de seguimiento. La narcoviolencia es asunto de otros lares, de la frontera noroccidental donde el periodismo es oficio de kamikazes.
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Las noticias que nos llegan de esos rumbos son escalofriantes. Casi un año antes, el 15 de julio de 1997, un periodista de 29 años llamado Benjamín Flores, fue acribillado con “cuerno de chivo” a las puertas de la redacción de La Prensa, el diario que dirigía en San Luis Río Colorado. Poco después, el 27 de noviembre, fuimos sacudidos por la noticia del atentado contra Jesús Blancornelas, director del semanario Zeta en Tijuana. Allá el periodismo es un ritual de tinta y sangre, de papel y plomo, muy diferente a mi regia rutina. En ese momento ignoro que un año después voy a mudarme de ciudad y de periódico y que en mayo de 1999 estaré reporteando en las calles tijuanenses donde me aguardan algunas emociones fuertes.
/Presentación de Teodoro García Simental “El Teo”, luego de su detención en el 2010. /Iván
Tijuana 23 de junio de 2004
Es casi media noche y el cuerpo de Francisco Ortiz Franco, subdirector del semanario Zeta, acaba de llegar a Funerales del Río. Cuatro balazos disparó un sicario en el pecho y cabeza de Franco cuando abordaba su automóvil en compañía de sus dos hijos pequeños. El crimen ocurre a dos cuadras de la Procuraduría de Justicia. La radio frecuencia policial arde. El asesinato ocurre en plena campaña a la alcaldía de Tijuana y aunque la lógica apunta al Cártel Arellano Félix, Zeta no duda en señalar también al candidato priista, Jorge Hank Rhon, como uno de los sospechosos. Apoyado por la Sociedad Interamericana de Prensa, Ortiz Franco pugnaba por la reapertura del caso de Héctor Félix Miranda, codirector del semanario, asesinado el 20 de abril de 1988 por el jefe de escoltas de Hank Rhon, Antonio Vera Palestina. Desde entonces, “Gato” Félix le habla cada viernes al presunto autor intelectual de su asesinato desde una página negra: “Jorge Hank Rhon ¿por qué me asesinó tu guardaespaldas Antonio Vera Palestina?” La idea de un periodista muerto que le habla desde ultratumba a su victimario inspirará mi primera novela, Vientos de Santana Ana.
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En aquel 2004 mi vida ha cambiado. Sumo un lustro viviendo en Tijuana como reportero del periódico Frontera a donde fui invitado a trabajar desde su fundación. La vida ha sido un tren bala en esos cinco años, infinitamente más intensa de lo que era en Monterrey. Para entonces he caminado por la Zona Cero de Nueva York en septiembre de 2001, recorrido el desierto de Arizona y cubierto decenas de hechos violentos en las calles tijuanenses, aunque nunca hasta esa noche de junio había estado en el funeral de un periodista asesinado.
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Un reportero enviado desde Monterrey por Milenio hace su arribo al funeral. Bebemos un café negrísimo y charlamos. Se llama Diego Osorno. En algún momento salgo del funeral y corro al Cecut donde mi maestro tampiqueño Rafael Ramírez Heredia está terminando de presentar su novela La Mara. Alcanzo a darle un abrazo. Nunca más volveré a verlo.
Visitantes del Hospital General de Tijuana se resguardan durante la balacera entre miembros del cártel de los Zetas y el Ejército Mexicano cuando intentaban rescatar a varios de sus compañeros que resultaron heridos en una balacera anterior en abril de 2007. /Noé Chávez Ceja/Cuartoscuro
Visitantes del Hospital General de Tijuana se resguardan durante la balacera entre miembros del cártel de los Zetas y el Ejército Mexicano cuando intentaban rescatar a varios de sus compañeros que resultaron heridos en una balacera anterior en abril de 2007.
/Noé Chávez Ceja/Cuartoscuro
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Tijuana, 18 de abril de 2007
Las detonaciones de armas largas se escuchan entre el retumbar de la hélice del helicóptero que sobrevuela el techo del Hospital General de Tijuana. Más de 500 soldados y policías tienen sitiado el nosocomio donde un comando de sicarios del Cártel Arellano Félix se ha atrincherado luego de intentar rescatar a dos compañeros heridos en una balacera. El hospital donde Luis Donaldo Colosio fue declarado muerto trece años atrás se ha transformado en un campo de batalla. El estado de sitio se prolonga por más de seis horas. A unos metros de ahí tomo notas para Frontera y hago un enlace en vivo para Radio 13. En mis años de reporteo en Tijuana he visto no poca sangre, pero nunca hasta ese abril había estado en medio de un fuego cruzado de semejante magnitud. Esa primavera cumplo diez años como reportero y los tiempos más violentos de la historia de Tijuana están comenzando.
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Recordaremos el 2008 como el año en que el chaleco antibalas se transforma en una herramienta de trabajo necesaria para reportear en las calles de la ciudad. La escalada violenta llega a tal nivel, que la subdirección editorial del periódico solicita la compra de tres chalecos para los reporteros policiacos.
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A la batalla del nosocomio seguiría el combate de la llamada Casa de la Cúpula, el 17 de enero de 2008. Pecho a tierra, ocultos bajo los carros, fotógrafos y camarógrafos captan la tempestad de plomo. Un comando de encapuchados dispara desde el techo de una casona a los cientos de policías que los rodean. Arriesgando sus vidas, mis colegas Omar Martínez y Tizoc Santibáñez alcanzan a fotografiar el momento en que los niños de un kínder son evacuados por los soldados. A la balacera de la cúpula seguirán los violentos motines de la Penitenciaría.
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Condenada por la geografía, Tijuana ha sido y será siempre una plaza codiciada por el crimen organizado. Casi cualquier forma de negocio ilícito encuentra en esta ciudad las condiciones ideales para florecer, sin embargo la ola criminal vivida a partir de 2007 convierte las calles en trincheras. Una guerra interna en el cártel entre la sanguinaria célula de Teodoro García Simental “El Teo” y la de Fernando Sánchez Arellano “El Ingeniero” desencadena la era más gore en la historia tijuanense. En orden de prioridades para un reportero, el chaleco antibalas es más importante que la cámara o la grabadora.
Presentación de Teodoro García Simental “El Teo”, luego de su detención en el 2010. /Iván Stephens/Cuartoscuro
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Los Mochis, 15 de noviembre de 2013
Cae la tarde sobre la Plazuela 27 de Septiembre en Los Mochis a cuya feria del libro he sido invitado. Hace tres años he dejado de reportear para apostar por un proyecto de escritura de largo aliento y hoy he venido al Valle del Fuerte a presentar La liturgia del Tigre Blanco.
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Aguardo la llegada del periodista que me acompañará a presentar mi libro, quien viene viajando por carretera desde Culiacán. Es un colega cuyo trabajo conozco y admiro y a quien hasta esa tarde nunca he tenido la oportunidad de saludar en persona. Mi presentador hace su arribo. Lleva una camisa de cuadros verdes y blancos, luce una barba de candado entrecana y lentes. Su sonrisa es franca, desinhibida, brutalmente honesta.
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-“Qué onda bato, está chingón tu libro”, me saluda el recién llegado quien se llama Javier Valdez Cárdenas y es fundador del semanario Ríodoce. Hay veladas destinadas a no olvidarse y la de Mochis es una de ellas. Gran conversador, con un don natural para contar historias, bohemio y dicharachero como él solo, Javier nos hechiza a todos. Nos acompañan los escritores Yuri Herrera y Antonio Ramos Revillas. La charla y las cervezas son un río que no deja de fluir.
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Exactamente un año después vuelvo a coincidir con Javier, ahora en Baja California Sur. Él acude a presentar su nuevo libro, Con una granada en la boca, y yo a recibir el premio de cuento La Paz por Dispárenme como a Blancornelas, un volumen de seis relatos sobre periodistas fronterizos. El Instituto Sudcaliforniano de Cultura nos organiza una charla sobre periodismo y violencia en el quiosco del Jardín Velasco en el centro de La Paz. Es un acto espontáneo, sin protocolo, con auténtica vocación de ágora en donde decenas de paceños levantan la mano para expresarse. Son tiempos hostiles para el periodismo y los colegas reporteros mueren por decenas. La noticia del asesinato de un periodista entra a formar parte del redundante teatro del horror nacional. En los tiempos en que mataron a Manuel Buendía o al “Gato” Félix la noticia de la muerte de un colega indignaba al país. Hoy ya ni siquiera molesta o sorprende y está condenada a ser nota de interiores.
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Al escucharlo conversar no puedo menos que admirar la fortaleza de Javier y su vocación de reportero partisano, su aferrado compromiso con el oficio, pero sobre todo su sencillez tan norteña, su trato tan franco. Ha caído la noche en La Paz y la charla ha sido como la brisa del Mar de Cortés.
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Tijuana, 15 de mayo de 2017
La noticia me toma por asalto al mediodía por un post de Carlos René Padilla y tiene el efecto de una cuchillada. Han acribillado a Javier Valdez en una calle de Culiacán. Cuando veo la foto del sombrero ensangrentado simplemente me derrumbo por dentro. No sé si la tristeza es más fuerte que la rabia o la impotencia o las ganas de pegarle a la pared y gritar que esta tierra y este oficio se están desangrando, que en este infierno estamos ardiendo todos, que hoy estamos a merced de los cobardes que acribillaron a Javier por la espalda. La primavera no puede ser más triste. Hace apenas 42 días, al regresar de Ciudad Juárez, recibí la noticia de la repentina muerte de Sergio González Rodríguez. Hoy siento una suerte de orfandad en el oficio.
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Javier puso nombre y rostro a quienes en la guerra son estadística. Contó la historia de los que están condenados a ser nota roja de cuatro párrafos y reflejó en la mejor narrativa el alma de la carne de cañón. Sergio buceó en las profundidades ontológicas y culturales de este baño de sangre y buscó desnudar su mórbida psique y su pulsión ritual. Sin ellos el oficio es huérfano.
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La muerte otra vez está de parranda en Baja California. Al momento de escribir estos párrafos se han cometido tan solo en Tijuana más de 530 homicidios en lo que va de 2017 y en 2016 se cometieron más de mil. Ya no hay combates ni fuegos cruzados en céntricas avenidas, pero las cabezas y los cuerpos desmembrados no dejan de aparecer en baldíos mientras la autoridad mira para otro lado.
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En 2017 han asesinado a los colegas periodistas Cecilio Pineda, Ricardo Monlui, Miroslava Breach, Maximino Rodríguez, Filiberto Álvarez y Javier Valdez y en lo que va del Siglo XXI han matado a más de un centenar. Reparo entonces en que en este mayo se cumplen 20 años de mis primeros pasos como reportero en Monterrey y pienso en los mil y un colegas con los que he compartido un trecho del camino y en los que se han quedado a un lado de la vereda, acuchillados por las malquerencias del oficio. Las balas matan, pero también la pobreza, la salud devastada y la sensación de estar arando en el mar. Imagino a los miles de jóvenes que este año debutan como reporteros y pienso en ese canijo y adictivo afán que con todo en contra se renueva. Ese aferre tan nuestro por salir a patear las calles y contar una historia.
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FOTO: Ejecutado en Tijuana en 2008, uno de los años más violentos en esta ciudad, donde ese año se registraron más de 400 asesinatos por enfrentamientos entre bandas rivales de narcotráficantes.
« Reportear en La Laguna ¿Qué más le puedes hacer a un muerto si ya lo mataste? »