Pedro Almodóvar y la adicción dologloriosa

Jul 13 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 6350 Views • No hay comentarios en Pedro Almodóvar y la adicción dologloriosa

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Salvador Mallo, un director de cine en el ocaso de su carrera, hace un recuento de sus tormentos existenciales y creativos a lo largo de toda su vida

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POR JORGE AYALA BLANCO

En Dolor y gloria (España, 2019), retumbante film 21 del ya estratosférico autor total manchego de 69 años Pedro Almodóvar (Tacones lejanos 91, Hable con ella 02, Julieta 16), el sexagenario cinedirector otrora célebre en tridecenal semirretiro madrileño con migrañas y todo tipo de dolores corporales Salvador Mallo (Antonio Banderas porque cada quien se idealiza en el Marcello Mastroianni o el Pedro Infante que cree merecer) nada de a muertito en una piscina, se topa con su exactriz fetiche Zulema (Cecilia Roth apagada) que lo remite a la época de su polémico éxito postrero llamado Sabor, so pretexto de un homenaje conjunto en la Filmoteca Española visita a su último odiado actor a quien aún culpa de su crisis actual Alberto Crespo (Asier Etxeandia soberbio), no tiene empacho alguno de entrarle a unos chinos de heroína inhalada a los que pronto se engancha y, mientras tiene regresiones a su infancia traumática (con carismática faz del anticlerical niño pizpireto Asier Flores) en un inutilizador seminario religioso y viviendo en una cueva en Valencia al lado de su abnegada madre lavandera Jacinta (Penélope Cruz hermosa traqueteada) y su ausente padre soldado (Raúl Arévalo escurridizo), se deja atender por la maternizante amiga faldera Mercedes (Nora Navas radiosa), le hace al buen Alberto la gratuita puntada/putada ¡en público por celular! de revelar que ingería la desaceleradora droga contraria a la que requería su rol crucial, aunque inopinadamente el mismo tosigoso asfixiado Salvador después le permitirá estrenar el desgarrador monólogo escénico La adicción por él escrito para masoquearse a gusto, si bien bajo seudónimo, con el inolvidable recuerdo del drogadicto amante argentino Federico Delgado (Leonardo Sbaraglia demasiado propositivo), quien de intempestiva manera providencial del revés, muy curado de drogas y ahora padre heterosexual, se presenta en la supercasa del cineasta-dramaturgo-literato de ocasión en receso para darle un añorante beso en la boca, antes de que el terminal Salvador decida desengancharse clínicamente de las drogas, abandonarse al reino del dolor, hacerse una tomografía fatal, extirparse una carnosidad nacida en el esófago respiratorio y evocar tanto los postreros días con su autoluctuosa progenitora pintoresca Jacinta vieja (Julieta Serrano camuflada cual auténtica madre de un Almodóvar sintiéndose el Rainer Werner Fassbinder antiterrorista asustado de Alemania en otoño 78) como el primer deseo homosexual que sintió por el bello angelical albañil de mamá Eduardo (César Vicente) que lindamente lo dibujó cuando niño ya no tan inocente, para lanzarlo al disfrute abierto pero acongojado de la adicción dologloriosa.

 

La adicción dologloriosa proclama, con transferido descaro autobiográfico/autoficcional, cual si se tratara de un fervoroso amor loco recién inaugurado, otra edipización bendita a la descubierta tipo Todo sobre mi madre (Almodóvar 99) y la inutilidad esencial del arte porque “no sirve para salvar a los que amamos”, según el tan obviota cuan irónicamente bautizado Salvador, pues toda vivencia asertiva e invocada debe sumarse de inmediato a un soberano conjunto de adicciones en surtido y contagiosas: adicción a las regresiones escalonadas (con aire de sublimes memorias líricas), adicción a la figura materna (indomeñable y omnipotente por los siglos de los siglos y por los signos de los signos), adicción al rencor y a la delación instintiva (disfrazados de amor a la verdad), adicción a la bisexualidad atónita y a la sumisión femenina que no se atreven a decir su nombre (inocultables problemas de género y misoginia visceral obligan), adicción a la fama (aunque se haya perdido la gracia juvenil de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón 80 y Entre tinieblas 83 o Mujeres al borde de un ataque de nervios 88), y todas las adicciones que se junten esta semana, porque para Pedro Almodóvar y su alter ego Salvador Mello todo es adictivo y todo le es ultraje (salvo quizá la nostalgia de la tequilera voz ronca de Chavela Vargas), todo le duele y sueña que todo le reporta gloria e incentivo de emociones puras, paradigmáticas e inafectables, trascendentes y transdescendentes a la vez.

 

La adicción dologloriosa se acoge a una posmoderna estructura dramática/melodramática por reencuentros de personajes fundamentales cual figuras primarias que devuelven a la miseria moral del presente (“Tus ojos han cambiado”), saboteando el descomunal diseño de producción de Antxón Gómez que se vuelca sobre la mansión del héroe como un abigarrado mausoleo esteticista, mal que bien retacado de gigantescos lienzos y piezas de arte rococó y apertura súbita a espacios ultramodernos, para solaz de la fotografía inevitablemente vuelta manierista del maestro de maestros José Luis Alcaine, quien ya había desbordantemente arrasado a numerosos alucines almodovarianos, para mayor brillantez de los motivos en rojo maniático (de atuendos y escenarios o flores) y cursilazas canciones de época ad hoc, más una puntual sugerente música de Alberto Iglesias que sabe sugerir a lo esquizoide (vanguardista en los recuerdos y acotaciones, melosa en los acercamientos, percutiva en los enlaces y suspensos), a imagen y semejanza de las animaciones de las clases de geografía y anatomía no tomadas por el niño, en espera de que la habilidosa edición en vaivenes presente-pasado-imaginario de Teresa Font consiga poner en relieve la atribulada emoción incomunicable de cada momento transido.

 

Y la adicción dologloriosa se provee de un final que vale por la película entera: una suntuosa pietà valenciana, con lujo de icono fílmico armenio del Paradjanov de El color de la granada (69), que convierte a los flashbacks recién vistos en secuencias de un rodaje-work in progress de cine dentro del cine enseñando la cola que dulce y autoenternecida y terminalmente se muerde, para remontar, reivindicar e integrar así la intemporal relación budista entre el dolor y el deseo.

 

 

FOTO: Dolor y gloria se suma a la veintena de películas del director manchego, ahora con una historia con fuertes guiños autobiográficos. / Especial

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