Klaus Härö y la obsesión plástica
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Un vendedor de arte intenta hacer un buen negocio con un enigmático cuadro que será su última apuesta antes del retiro
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POR JORGE AYALA BLANCO
En El artista anónimo (Tuntematon mestori, Finlandia, 2018), apacible sexto largometraje del lírico finlandés de 47 años Klaus Härö (Adiós mamá 05, Cartas al Padre Jacob 09, El último duelo 15), con guión de su libretista habitual Anna Heinämaa, el septuagenario art dealer Olavi (Heikki Nausiainen en medio tono) ha concentrado y concertado sus consternados afanes en sostener avante desde hace décadas una modesta galería en el antiguo centro de Helsinki, apoyado por fieles amigos que lo admiran como Patu (Pertti Sveholm) y adquiriendo cuadros en subastas para revenderlos con exiguas ganancias, sin importarle el abandono sentimental en que siempre ha mantenido a su hija hoy divorciada rencorosa Lea (Pirje Lonka) que lúcidamente lo detesta (“Coleccionas basura pensando que algún día encontrarás allí un tesoro”) y cuyo avispado hijo púber Otto (Amos Brotherus) necesita de pronto el apoyo del abuelo para validar cierta experiencia laboral mínima al aspirar a un nuevo ciclo escolar, legitimación que el anciano primero le niega y luego le concede a regañadientes, tomándolo primero como su auxiliar pegoste, sin sospechar que la acción del chavo será decisiva en muchos sentidos cuando el desamparado Olavi, ahora resuelto a concretar antes de jubilarse un último gran trato resarcidor y reivindicatorio, se obsesione con la bellísima pintura realista espiritual de un campesino o monje de autor anónimo, sin firma, que el viejo lobo de mar juzga de la autoría del cada vez más cotizado Ilya Repin, el genial retratista ucraniano de Dostoievski o Tolstoi y Glinka o Mendelejev, que revisando catálogos su enardecido nieto logra identificar en efecto y nada menos que como un “Kristus” de Repin, después asequible gracias a una cerrada puja monetaria donde los ahorros de ingreso universitario de Otto serán decisivos, provocando la furia de Lea y su ruptura definitiva con el abuelo Olavi, a quien de muy poco le servirá estar en posesión de la valiosa pintura, traicionado por su coleccionista sueco Johnson (Stefan Sauk) en coordinación con el regenteador de la agencia de subastas Sundell (Jakob Öhrman) que se propone deshacer la compra y usa toda las deshonestas reglas del mercado del arte para hundir al pobre viejo Olavi rumbo a la bancarrota y a una solitaria muerte nada heroica cual víctima irrecuperable de su extrema obsesión plástica.
La obsesión plástica dramatiza, con enorme delicadeza y casi como un subproducto colateral, el tema de la invalidez afectiva que parecía estar merodeando de manera evidente, si bien acre, en el corazón de todas las anteriores cintas del mundo Härö aquí conocidas: ahí se encuentran, pues, la tiesura afectiva del otrora huérfano de guerra marcado por la insensibilidad de su seca madre adoptiva rural en Adiós mamá, la inanidad afectiva de la expresidiaria ahora empleada para aconsejar epistolarmente a los fieles de un cura ciego en Cartas al Padre Jacob, y la inermidad afectiva del espadachín estonio aniquiladoramente perseguido por los soviéticos incluso vuelto exitoso maestro bienquerido en El último duelo, confluyendo ahora en la obligada invalidez afectiva de ese intuitivo connaisseur supremo y embotado sentimental sólo abocado y absorto por sus placeres estéticos a perpetuidad
La obsesión plástica ensancha, dilata y prolonga al máximo discretamente posible tanto su dominio como su territorio visual, hasta abarcar a la película misma, al grado de que todo lo que aquí se muestra: la ciudad dulcemente fría y como feneciente, los interiores en un color ocre de variaciones infinitas (fotografía tenaz de Tuomo Hutri), el sol convertido en rayos cruzados y diríase horadados por la niebla, los antiguos catálogos y las pinturas mismas verticalmente apiladas o en trance de ser embaladas, absolutamente todo parece y aparece impregnado del sentimiento mortecino y próximo a su fin del protagonista, como una suerte de extensión terminal de él mismo, ritmado con ecos del gran clasicismo posbarroco (Vivaldi/Handel/Mozart/Rachmaninov) entremezclados con una distanciante música muy percutiva de Matti Bye, en pos de un menorcísimo tono decadente, deliberadamente ínfimo, intentando sostener incólume una dignidad en la que sólo el héroe solitario semeja creer, en tanto su desahuciada galería en colores pálidos sucumbe a empellones ante los grandes intereses especulativos del arte industrializado en rutilantes tintes bermellones.
La obsesión plástica ejerce un estilo intimista, sutil y ponderado, observador y minucioso al contemplar los ensimismados movimientos en soledad o al posarse sobre las torpes tentativas de interacción-sinceración entre los personajes, secretas y decrépitas a gajos y despojos sentimentalistas, pero siempre en forma denodada y hábilmente elíptica (edición de Benjamin Hercer) que interrumpe de tajo las situaciones y los actos para abrirse a falsas o verdaderas alternaciones, trátese de la frenética búsqueda indagadora artística cual investigación detectivesca, la paradoja del cara a cara inaugural de la connivencia entrañable del abuelo con su nieto ante una estrecha mesita circular a mitad de una explanada callejera, el descendente travelling del viejo retirándose en un moderno elevador cual mortaja vertical que lo convierte en espectro de sí mismo o vil reflejo de la cruel urbe iluminada al fondo, otro descenso monumental de la cámara sobre las hojas invernales de un bosquecillo que de alguna manera prolonga el anterior movimiento en retirada, o las corrientes ocultas de una soterrada ternura, jamás explícita ni obscena, a modo de un manojo de perentorias conclusiones en puntos suspensivos, rumbo al banalizador estético reencuentro en una parada del camino, entre la madre con el cuadro envuelto y su hijo ya paradójico heredero rico.
Y la obsesión plástica termina afirmándose como una nostálgica, melancólica y amarga fábula sobre el naufragio de una idea de la pasión del arte infértil vuelta segunda oportunidad irremediable.
FOTO: El artista anónimo se exhibe en la Cineteca Nacional hasta el 13 de junio. / Especial
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