El éxodo centroamericano en el cine contemporáneo
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En la última década, la migración proveniente de Guatemala, Honduras y El Salvador, ha sido retratada por filmes que, en su mayoría, recogen el sentido trágico del periplo sin perder la objetividad de este fenómeno geopolítico
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POR RODRIGO MENDOZA
La migración ha sido unos de los tópicos más recurrentes de la cinematografía a lo largo de toda su historia. La lucha por la supervivencia en entornos hostiles así como la esperanza de rencontrarse a sí mismos en otro sitio se transforma, a menudo, en un símbolo colectivo ideal para ser retratado en la pantalla.
Desde sus inicios, el cine ha retratado los movimientos migratorios no sólo por mera catarsis o un rescate de la memoria histórica, sino por ser un tema coyuntural permanente en la realidad geopolítica. Desde la diáspora judía con ese clásico Los diez mandamientos (1956) de Cecil B. DeMille hasta el contemporáneo −a la vez que interminable− conflicto en Medio Oriente, la cinematografía ha construido perspectivas relevantes sobre los territorios en conflicto enmarcados en estos desplazamientos, y la actual crisis migratoria centroamericana no es la excepción.
México es un espacio inevitable para el desplazamiento centroamericano, es una barrera que puede resultar infranqueable, que tiende la mano de manera intermitente y que muchas veces resulta más amenazador que la tierra prometida estadounidense. Tan sólo el viaje a bordo del tren conocido como “La Bestia” es peligroso a niveles inconcebibles: sin comida, a la intemperie, sin poder dormir por el inminente peligro de caer y morir arrollados, a expensas de las redadas de las autoridades migratorias y de los asaltos armados de grupos criminales, los centroamericanos se desplazan lentamente abrigados sólo con esperanzas, alimentados por la fraternidad y caridad de terceros.
Sin nombre (2009), La jaula de oro (2013), Llévate mis amores (2014) y Desierto (2016) son algunas películas que, en los últimos diez años, que han revisado esta crisis humanitaria desde distintas perspectivas y ensanchado nuestra percepción del problema. En la mayoría de los casos estos filmes tratan de evitar el sentido trágico de la historia para sustituirlo con una objetividad que no puede evitar ser conmovedora en sí misma.
El viaje a través de México
Sin nombre de Cary Joji Fukunaga aborda los dos vértices más importantes del desplazamiento centroamericano: la larga espera del tren −una oxidada y enorme Bestia que recorre México− y la malévola presencia de los grupos delictivos, en este caso la Mara Salvatrucha, que persiguen, acaso sin razón alguna, a los migrantes. En el filme, Tapachula, Chiapas, se convierte en la estación de abordaje para un viaje sin retorno que la mayoría de los que lo empiezan no podrán terminar y lo peor de todo es que están plenamente conscientes de ello y aún así asumen el riesgo.
Sayra, una joven hondureña, llega a Chiapas junto a su tío y su padre con la intensión de subirse a “La Bestia” al lado de cientos de centroamericanos. Saben que, para abordar el tren en movimiento, de entrada, ya se pone la vida en peligro o, por lo menos, la integridad física. Después, ya en el techo del tren, deberán enfrentarse a las inclemencias del clima y al asalto de la Mara. Es ahí donde, en medio de ritos de iniciación criminales, de asaltos, secuestros y torturas, la Mara funge como un antagonista que recrudece el territorio mexicano. “Casper”, un miembro de los “mareros” decide enfrentar a su propio clan al salvar a Sayra del brutal ataque de “El Mago”, líder de su pandilla. A partir de ese momento, este viaje se convierte en el pretexto ideal para que Fukunaga nos enseñe que “La Bestia” y sus pasajeros se enfrentan, por si fuera poco, a una división territorial de las bandas delictivas a lo largo y ancho de México. Este recorrido es un combate constante contra el hambre, las deportaciones, el crimen y la muerte.
Fukunaga confecciona así un filme de corte semidocumental con una cámara dinámica e intimista que se vale del recurso del plano secuencia −como lo haría después en True Detective (2014) y Beasts of no Nation (2015)− para introducirnos en un microcosmos de personajes fuera de la ley, rodeados del caos que trae consigo la violencia. Además, puso en la mira a un conjunto de actores mexicanos jóvenes que hoy pueblan casi todas las pantallas como Paulina Gaitán (Las niñas bien), Krstyan Ferrer (Guten Tag, Ramón) y Tenoch Huerta (Güeros).
La migración juvenil
Por otro lado, La jaula de oro (2013) de Diego Quemada-Díez −coescrita con la cineasta y guionista Lucía Carreras− retoma, a grandes rasgos, la misma idea. De nuevo con estilo semidocumental, Quemada-Díez se inclina por jugar con los límites de la ficción y utiliza a muchos migrantes reales como extras e incluye a un personaje real: el activista religioso Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el camino, ubicado en Oaxaca.
La jaula de oro es la historia de tres adolescentes guatemaltecos: Juan, Sara y Chauk −un muchacho indígena que no habla español−. Los tres tienen miedo de subir a “La Bestia”, saben que el viaje puede terminar incluso antes de llegar al techo del tren. En su camino a Chiapas, este trío busca la forma de hermanarse a pesar de la segregación dentro de su propio grupo, pues Juan rechaza a Chauk por su origen humilde y especialmente por no saber hablar español, mientras que Sara es el punto de reconciliación entre ambos. Una vez a bordo se dan cuenta de que sólo se tienen el uno al otro y darán muestra de una conmovedora solidaridad hasta que, de nuevo, los grupos criminales se conviertan en su peor enemigo. Ellos secuestran a Sara al descubrir que es mujer y apuñalan a Juan. El destino terrible de Sara sólo lo podemos imaginar. Aunque desaparece totalmente de la narración, podemos asumir que cayó en las oscuras e inaprensibles redes de prostitución del norte del país. A diferencia de Sayra en Sin nombre, Sara no tiene quién la salve de este horror. Chauk, sin embargo, sí consigue salvar a Juan y reemprenden juntos el viaje, en donde se encontrarán con la ayuda de Solalinde antes de llegar a la frontera norte y sufrir el ataque con armas de fuego de la despiadada patrulla fronteriza.
Un viaje por lo desconocido
Desierto de Jonás Cuarón dejó ver que el hecho de llegar a la frontera con Estados Unidos, sin importar el medio que se haya usado, implica afrontar todavía el peor de los infiernos. No sólo hay que encarar la vastedad del desierto y la inmensa soledad que el paisaje trae consigo. De paso, hay que lidiar con la guardia fronteriza que dispara a matar y con algunos civiles armados sanguinarios que asesinan por deporte. Estrenada en plena campaña presidencial de Donald Trump, Desierto es la representación más cruda de la travesía de los migrantes −sin importar su origen− al cruzar la frontera con Estados Unidos. En muchos sentidos, la película de Jonás Cuarón es un thriller que roza varios elementos del cine de terror gracias a que sitúa a Gael García Bernal −como un migrante en su definición más abstracta y global, sin necesidad de determinar nacionalidades− en medio de la más poderosa desolación con un asesino pisándole los talones.
Alfonso Cuarón declaró en su momento que Desierto fue, en muchos sentidos, el germen de Gravedad (2013). Su hijo y coguionista Jonás estaba trabajando en Desierto cuando ambos se sentaron a escribir Gravedad, ambas ligadas por el más puro y rabioso sentido de la supervivencia en el entorno más hostil y desolador imaginable.
La otra mirada
Hasta aquí, todo nos es relatado desde el mismo punto de vista. Sin embargo, es el documental Llévate mis amores el que viene a cambiar un poco esa perspectiva. Este filme es contado a partir del punto de vista de Las Patronas, un grupo conformado por 15 mujeres que desde 1995 se ha dedicado a preparar comida y repartirla entre los migrantes a bordo de La Bestia. Las Patronas se encargan de armar paquetes con agua, arroz, frijoles, tortillas y huevo en bolsas de plástico que ellas mismas entregan con los brazos estirados a un lado de las vías en Veracruz, esperando que los migrantes los tomen en la medida que la velocidad del tren lo permita. El documental de Arturo González Villaseñor nos ayuda a entender esta crisis humanitaria desde el punto de vista de terceros.
Las Patronas forman un enlace solidario entre el territorio hostil que representa México y el todavía más peligroso cruce con la frontera de Estados Unidos. Llévate mis amores demuestra que la caridad puede venir de cualquier persona, en cualquier parte. Lo más interesante es que Las Patronas están conformadas, en su mayoría, por mujeres que trabajan los siete días de la semana, con sueldos ínfimos que, en sus propias palabras, sólo les sirve para “no ir muriéndose de hambre”. Casi todas han sido víctimas de violencia doméstica y de abandono. La ausencia de una figura masculina las ha permitido trabajar en conjunto no sólo para salir adelante sino para ayudar a los que más las necesitan. A través de entrevistas y de imágenes de su rutina diaria, el documental nos presenta un universo femenino unido por su amor al prójimo. Las personas que han ayudado, la comida que han hecho y el dinero que de por sí les hace falta y han gastado desinteresadamente las hace sonreír y seguir adelante con su labor altruista.
Llévate mis amores también pone indirectamente sobre la mesa la transición que la ayuda humanitaria a los migrantes ha sufrido a lo largo de los años. En 1995, Las Patronas eran inicialmente 25, número que se fue recortando hasta llegar a 15 mientras se corría el rumor de que ayudar a las personas que ingresaban al país de manera ilegal era un delito. Así, la historia de Las Patronas también es una historia de resistencia y supervivencia semejante al éxodo centroamericano. Son mujeres que han luchado contra el abandono, contra la violencia de género y han encarado las circunstancias económicas más complicadas dentro de comunidades desfavorecidas.
No obstante, no hay que olvidar que el tema migratorio adquiere más relevancia en nuestros días no sólo por Centroamérica y Donald Trump, puesto que Siria, Palestina, Nigeria y República Centroafricana, por mencionar algunos, son países cuyos conflictos internos han generado éxodos masivos hacia Europa y América.
En ese sentido, la revisión del altruismo en los procesos migratorios que Llévate mis amores lleva a cabo también ha sido reflejada en otras latitudes. El finlandés Aki Kaurismäki ha hecho de sus dos últimos largometrajes −El Havre: El puerto de la esperanza (2011) y El otro lado de la esperanza (2017)− un par de cantos a la solidaridad y a la compasión entre pueblos divididos por lengua y creencias. En ambos filmes sus personajes son jóvenes varones inmigrantes −uno procedente del África y el otro de Siria− que escapan de los conflictos bélicos de sus países natales para estacionarse en Europa −Francia y Finlandia respectivamente−. Allí se encuentran con leyes rígidas sobre la migración pero también con la ayuda desinteresada de terceros. El mérito de Kaurismäki es despojar de la crudeza inherente a este tipo de historias y descubrir de manera brillante los puentes que la amistad y el humanismo pueden construir en circunstancias tan complejas.
El cineasta francés Jacques Audiard también ha sido capaz de entender que los países de primer mundo a los que aspiran los inmigrantes suelen ser igual o peor de hostiles que los países de origen. Con Dheepan (2015), Audiard cuenta la historia de un hombre que, huyendo de la guerra civil en Sri Lanka, consigue asilo en Francia. Pero llega a un barrio conflictivo donde los asaltos, el narcotráfico, la discriminación y la violencia ponen a prueba su propia resistencia. Jonás Cuarón y Audiard han acertado al mostrar al primer mundo en su hostilidad y sus propios conflictos internos de xenofobia, racismo y violencia.
Estos largometrajes son miradas cercanas al conflicto migratorio que atraviesa México y el resto del planeta. A pesar de ser casi todos ejercicios de ficción, revelan una legítima preocupación por rescatar las historias, los nombres y las esperanzas del éxodo global, para que no se pierdan en las vías del tren, para que no se dispersen en el desierto.
FOTO: El actor mexicano Gael García Bernal en una secuencia de la película Desierto, de Jonás Cuarón. / Especial
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