Cineastas mexicanas: la exteriorización de la mirada en Luisa Riley

Feb 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 1869 Views • No hay comentarios en Cineastas mexicanas: la exteriorización de la mirada en Luisa Riley

 

Las propuestas fílmicas de las directoras mexicanas buscan experimentar con otras narrativas audiovisuales, un ejemplo es Se me hizo tarde en México. Una carta a Gertude, donde Riley utiliza el cine como una arqueología de la memoria familiar

 

POR ADRIANA BELLAMY
En los últimos años la presencia de las mujeres en el ámbito cinematográfico ha desafiado los modos habituales de leer e interpretar las historias del cine. No sólo ha puesto al descubierto las ideologías corrientes en el seno de una industria cultural predominantemente masculina que ha determinado las tendencias de producción y creación, sino también permite derivar nuevas formas de la crítica a partir de una intervención decisiva en los diversos procesos fílmicos (desde la producción, el guion, la realización, la fotografía, el sonido, etcétera). En el caso de nuestro país encontramos un aumento exponencial de mujeres cineastas que no puede reducirse simplemente a una cuestión estadístico-numérica, sino habría que pensarla como una intención clara de crear otras narrativas audiovisuales, un posicionamiento-reflexión sobre las posibilidades del medio fílmico y la historia de sus imágenes.

 

Un recuento sucinto y relativamente reciente de algunos títulos destacados, entre cortos y largometrajes, nos invita a explorar la amplitud de propuestas: Rondó por el placer (2021) de Laura Miranda, Las irreverentes feministas (2022) de Maricarmen de Lara y Tabatta Salinas, Lecciones sobre el uso incorrecto de los objetos (2022) de Alicia Segovia, Donde el frío quema (2022) de Pau Verdalet, El perro negro (2023) de Ximena Rodríguez, Users (2021) de Natalia Almada, Manto de gemas (2022) Natalia López, El eco (2023) de Tatiana Huezo, Tótem (2023) de Lila Avilés, Huesera (2022) de Michel Garza Cervera, Trigal (2022) de Anabel Caso, Temporada de huracanes de Elisa Miller, Pedro (2023) de Liora Spilk, entre muchas más.

 

A menudo cualquier voluntad de conjunto suele ser parcial o insuficiente, sin embargo,  es posible señalar que uno de los cambios fundamentales tanto en un sentido autoral como narrativo es la creación de otros modos de la subjetividad, múltiple, contradictoria y en una incesante búsqueda de identidades en desplazamiento. Es el caso de Se me hizo tarde en México. Una carta a Gertrude.  (2022) de Luisa Riley, cineasta con una larga trayectoria como periodista y realizadora de documentales televisivos cuyo primer largometraje cinematográfico, Flor en Otomí (2012) marca un punto de partida en su trabajo con el empleo de diversos materiales fílmicos. Ese desconcierto fundamental al hacer frente a las imágenes de otros para constituir un relato-testimonio sobre la vida de Deni Stock, guerrillera del FLN (Fuerzas de Liberación Nacional) quien muere durante un asalto militar durante los años 70, se transforma en esta segunda película en una reflexión desde la propia historia familiar. O más bien, microhistoria de horizontes variables que puede ser interpretada en clave personal-autobiográfica. Esto se manifiesta, en primer término, desde el título mismo, con el redescubrimiento de las imágenes del archivo de la familia Riley ( además de otros archivos utilizados como The Library of Congress, El Archivo México-Darmouth, Cineteca Nacional, Filmoteca de la UNAM y más) que le da a la película una doble disposición estructural: por un lado, la película como proyecto que se despliega en varios estratos de sentido y, por otro, la carta-ensayo dirigida a una figura ausente, la abuela paterna Gertrude.

 

 

Desde Chris Marker con Carta de Siberia (Lettre de Sibérie, 1957) la carta fílmica cristalizó esa provincia extraña del cine-ensayo donde mirada y discurso son puestos en cuestionamiento y la voz se inscribe de manera radicalmente distinta a la utilizada por otras vertientes de lo documental. La voz, en este caso, se vuelve vehículo de expresión de los afectos, de una marca emocional que tamiza el mundo de las imágenes. Y en el reempleo de imágenes, en el flujo de entre imágenes presente mediante el montaje, remontaje y desmontaje compilatorio, el cine ensayo recuerda de manera distinta a la ficcionalidad. Pues, se establece una gradación entre la producción autoral y el espectador, cuyo propósito no es transmitir la verdad de algo conocido, sino crear un punto de vista subjetivo sobre el mundo, develando a cada paso los trazos de la cineasta.

 

Esta carta fílmica tiene así dos destinatarios, uno directo mediante el ejercicio de interlocución imaginaria con una abuela conocida solamente de manera transversal, a través de vestigios en cartas, fotografías y narraciones; otro, implícito en el armazón del discurso epistolar-ensayístico hacia al espectador/a de la película. Como Riley señala desde el inicio: “Gertrude, te escribo de un lugar del tiempo y una geografía que nunca imaginaste…” mientras vemos las primeras imágenes de un acervo familiar que muestran al tío y al padre en el Velero Nereidas; imágenes caseras que vemos transcurrir,  viejo formato de película con todo y perforaciones de cada fotograma en una voluntad por encarnar aquel lenguaje markeriano, en ventriloquia de Henri Michaux, “te escribo desde un lugar lejano…”.

 

La película se vuelve, entonces, un diálogo exploratorio, acto de recolección de momentos cúspide en franca búsqueda genealógica, al preguntarse sobre el pasado del padre Beach y del tío Lewis, frente a la encrucijada de decidir dónde llevará la cineasta sus cenizas. La figura inalcanzable de la abuela, quien muere a la temprana edad de 34 años de cáncer de colon, trata de reconstituirse en las tensiones de la imagen, yuxtaposición de pasados en relato presente, así como de geografías derivadas de una multiplicidad de materiales visuales o haz de imágenes de origen diverso: archivos fílmicos, viejas fotos familiares, imágenes inéditas y redescubiertas filmadas por el padre durante la Segunda Guerra Mundial, fotos de documentos de identidad como pasaportes y carnets, postales, cartas, documentos personales, periódicos, álbumes y mapas. Y, sin embargo, encontramos una secuencia eje sobre la que se regresa en varias ocasiones, mostrada también en una de las partes iniciales del filme: la búsqueda y visita de la tumba de Gertrude en un cementerio en Nueva York con un inscripción que pareciera ser el leitmotiv de la película: “Aquí yacen nuestros sueños más queridos…” En estas imágenes mausoleo reguladas por travellings extensos con la cineasta en fuera de foco por pasillos y jardines, la tumba funge como retrato de la abuela perdida, desfile de insertos fotográficos, carta imposible que subraya su propia orfandad: “Tu tumba me recuerda ahora que tus hijos son polvo, viento, agua”.

 

 

Riley recupera ese viejo anhelo de las primeras imágenes fílmicas a la Lumière: utilizar al cine como un arqueología de la memoria, anticipación del plano como rastros escritos, visuales de un pasado inaccesible, anacrónico y reconstituido por el mecanismo cinematográfico. Un saber adquirido mediante las imágenes y los sonidos, que de manera paralela se vuelve también una mirada melancólica en la indagación por un país que ya no existe. El recorrido por las topografías de un México idílico y de lugares en Estados Unidos como Santa Fe, Nuevo México albergan una infancia evocada mediante un intercambio epistolar de voces o fotografías ampliadas de un porvenir reanimado donde se funden los espacios, doméstico-privado con otro social-colectivo.

 

Así, la película también trata sobre la inadecuación de la imagen para evocar los reflejos del ayer, ese material impalpable puntuado por el diseño sonoro de Natalia Pérez Turner con los sonidos de un mar omnipresente, con imágenes de las costas impolutas de Veracruz o Guerrero, de acantilados en jump cut, de bahías reactivadas en filmaciones de los hermanos navegando veleros, apasionados de los ríos y las geometrías marítimas o en las imágenes de Lew en su romance con Dolores del Río, o la foto índice del Bar Siete Mares donde Malcolm Lowry conoció a Beach y trató de sobrepasarse con su esposa Peggy, o la secuencia poético-musical del desfile de magueyes a la Rubén Gámez, coronada por imágenes de los volcanes y cielos abiertos; o, finalmente, en las incontables panorámicas de la Ciudad de México, desbordada en anuncios neón cuando realmente era la ciudad más transparente del aire.

 

Y aquí se hilvanan los filamentos de lo ensayístico no sólo en el lazo indisociable entre la polifonía de voces y el recuerdo, en la cualidad de los objetos que revelan una temporalidad desvanecida (“Trazos del paisaje de una vida que fue”), sino también en los modos de relación y dinámicas entre varios tipos de imagen: fijas fotográficas o fotogramáticas, estáticas o en movimiento, en blanco y negro o a color, en formatos varios, pictóricas, cartográficas, epistolares, amateur o profesionales. Un lenguaje transitivo por espacios reconstruidos-imaginados por la guionista-montajista-cineasta, labor en imágenes compuestas, duplicadas, como las imágenes cuasi estereoscópicas repetidas en acercamiento a diversas hojas de contacto, de distancias y superficies o visualidades por contraste, unidas en el devenir histórico y de la película misma.

 

 

Es una mirada múltiple de una película filmada por varias manos, la idea de un álbum fílmico, algo que no es nuevo y que encontramos desde el Free Cinema inglés hasta el antecedente en el Family Album (1988) de Alain Berliner. Pero a diferencia de ésta última—filme experimental compositivo de diversos archivos y generaciones que presentan una historia en sentido extenso, creada por filmadores anónimos, un mosaico de imágenes y sonoridades misceláneas—las imágenes de Riley son genealógicas en procedencia, una pequeña historia de las imágenes biográficas-patrimoniales que con el paso del tiempo se han vuelto ajenas y, sin embargo, son el último rastro de la memoria que subsiste, un diálogo con los muertos, actualizado únicamente por la voluntad de retorno en la película.

 

La carta conjura la palabra y el imaginario, nos brinda una subjetividad activa que emplea la cámara como un instrumento de interacciones posibles, relieves de una identidad que trata de encontrar un sentido de pertenecia en la comunión con ese otro, de manera similar a la voz poética de Emily Dickinson citada en la película:

 

¡Yo no soy Nadie! ¿Quién eres tú?

¿Tampoco eres Nadie tú?

Ya somos dos —¡Pero no lo digas!

Ya sabes, luego se percatarían.

 

Se me hizo tarde en México (respuesta de Beach a la pregunta de la tía Eddie sobre la razón de quedarse a vivir en este país) es apropiación del discurso familiar no ilustrativo, sino incrustado de realizaciones vívidas, de intuición y azar, un acervo de saberes en movimiento, en lucha por coexistir. Es este el camino de la cine ensayista, hacer una película que se transforme en condición de posibilidad de sus ideas, donde el tema no es suficiente, sino el tratamiento que se le da a las imágenes y los sonidos, el recorte, la organización creativa de los recursos expresivos. La imagen como conjunto de virtualidades reminiscentes se transforma en un pensamiento en oleaje, de esperanza exaltada y dispersión aparente.

 

 

 

FOTO: Extractos de Flor en Otomí de Luisa Riley, un documental sobre la disidente Dení Prieto Stock. /Filmoteca de la UNAM

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