Clítoris: la joya más fina de la humanidad
Las escritoras Siri Hustvedt y Carmen Boullosa conversan sobre la conciencia erótica a través de Anna Karenina. La charla forma parte del libro Salto de la salvaja (Filey, UC Mexicanistas, Universidad Clermont Auvergne)
POR CARMEN BOULLOSA Y SIRI HUSTVEDT
Siri: ¿Cuál fue la semilla, el núcleo (evitaré usar la expresión “germen” por las circunstancias actuales) de El Libro de Ana? Esos comienzos pueden ser difíciles de recordar, pero la evolución desde el detonante inicial hasta el texto final es algo que me interesa.
Carmen: Sólo porque iba a estrenar una nueva versión cinematográfica de Anna Karenina y un amigo editor me pedía escribir sobre ésta, me acerqué a la novela. No lo hubiera hecho por mi propia inercia ‒de joven autora yo era definitivamente más del bando de Dostoievsky, y más aún me disgustaba esta novela que yo particularmente no amé de adolescente por un prejuicio‒ mi madrastra decía que era su libro predilecto (ahora sé que era mentira: jamás lo leyó, era una mujer por completo ignorante). En la relectura, lo que me picó, lo que me enganchó, lo que me “infectó” fue el hecho de que la protagonista hubiera escrito un libro ‒lo dice Tolstoi‒, y que ese libro se esfumase, que no hubiese ya mención de él.
Eso, su libro “oculto”, me fue irresistible. Me resultó necesario regresarle a la Karenina el libro que (imaginé) de haberlo ella publicado, podría haberle dado un oxígeno a su vida, una alegría, una satisfacción, una vacuna contra el fastidio de Vronsky (porque esos celos de ella parecen de insatisfacción y de hartura de un tipo tan mediocre, tan por abajo de ella). Esto porque tengo años leyendo autoras (de mi tradición literaria) que son fundamentales y que nadie recuerda, o que si lo hace es para decir lo “malas” que son.
Así que probé a escribirle a Ana Karenina su libro. Intenté una primera versión ‒en verso‒, haciéndole un homenaje a Pushkin (ya que Tolstoi escribió en su momento que pudo dar forma a esa adúltera y suicida que lo obsesionaba, cuando conoció a la hija de Pushkin (su ancestro fue el Negro del Zar), su piel de un tinte distinto (El color del mármol viejo, dice Tolstoi).
Mi primera versión no sirvió para nada ‒excepto para darme trabajo sólido por casi un año‒. La dejé de lado, dándome por vencida‒ me tomé el atrevimiento de darla a leer a
un amigo, que opinó como yo que eso no funcionaba). Y ya que me quité ese primer afán de justicia, me vino otro, más personal: quise regresarle a Ana Karenina sus dos hijos adultos. Yo tengo dos hijos adultos ‒es una experiencia sin igual, mi mamá murió a los 36, sus seis hijos éramos niños‒. Así Ana y mi mamá no tengan nada, absolutamente nada en común, las empaté en esa pérdida. Me dispuse a regresarle a Ana sus dos hijos adultos. Y ahí estaba yo en Rusia, en un momento tan especial, que se parecía, en ese instante, al instante mexicano, y que poco nos duró, pero que se vivió revoloteante mientras yo escribía. Así empezó. Eran dos actos “de justicia”, pero sobre todo de imaginación.
Siri: Esto es justamente lo que estaba esperando -la historia detrás de la escritura de esta historia-. En la universidad me concentré en la historia intelectual de Rusia, y trabajé en Tolstoi. Leí A.K. con atención y lo he releído otras dos veces desde entonces, ¡y no recuerdo la mención del libro de Anna! Vergonzoso. De lo que sí me acuerdo, es que la hija menor de Pushkin, María Alexandrovna, inspiró en parte el personaje de Anna. ¿Habías planeado originalmente que ella escribiera su propio Eugene Onegin? El libro que termina Anna escribiendo es un cuento de hadas complejo. Es una forma en que el deseo humano triunfa sobre la estúpida maquinaria del destino. Y porque Anna es una heroína de cuento, como Cenicienta y las demás, ella recupera a sus hijos, y recibe una justa recompensa. Tu libro también parece tratar sobre la reparación, sobre reparar, enmendar el pasado, el pasado ficticio (la novela de A.K.) que se funde con el pasado histórico de 1905 en Rusia. Personajes reales se mezclan con los ficticios en tu novela y hablan de sus estatus como tales. ¿Podrías hablar de tus ideas sobre el rol de lo “imaginario” y lo “real” en el libro?
Carmen: Al proponerme escribir el libro de A.K., mi primer “instinto” fue pasivo, me doy cuenta ahora que cuenta ahora que estamos hablando sobre el tema. Lo tomé como “un deber” (creo que fue el error fundamental, porque escribir una novela no es “un deber”, es algo más que “un deber” y que todo lo que da un “deber bien cumplido” ‒honor, o gloria‒. Se escribe más bien como se respira, es algo más involuntario, más orgánico, más imprescindible, y ‒claro‒ también un deber…) Pero me desvío: para escribir aquella primera versión (que yo creía era mi “un deber” con A.K.) (y todos estaremos de acuerdo que no hay deber más compulsivo que el que nos exigen los muertos, no sólo enterrarlos, recordarlos, honrarlos, y A.K. en esos momentos era para mí un personaje que se me acababa de morir ‒un ser verdadero que se me acababa de morir‒, ella era, al terminar la relectura de la novela de Tolstoi, mi muerta más reciente, y era, en ese instante de fascinación por ella‒ por la magia que consigue una gran novela realista‒, era mi muerto al que yo le debía un deber…) Pero otra vez me distraigo. Decía que al proponerme escribir (esa primera versión) seguí a la letra la información que me daba Tolstoi: un libro para jóvenes, con su toque “educativo”, que había gustado por igual al hermano de A.K. y a un editor que era además escritor, por lo que, dice Oblonski, debía ser bueno. Debía ser, creí entonces, hilándole una lógica al libro de A.K., como los cuentos de tradición popular que atraían a los músicos y otros creadores de su época. Pero, pensé, lo que contaba era también algo que A.K. tenía en las venas…
Ahí, en esa primera versión, aunque yo quería hacerle, darle a A.K. un cuento que fuese ficción-ficción, sabía que tenía que ser también algo quisieran sus huesos, los huesos de A.K…. y concluí que debía ser la historia del Negro del Zar, que literalmente estaba en sus huesos, en su código genético ficcional (la hija de Pushkin), en su persona misma, en su origen mismo, alguien que estaba “impreso” en sus huesos. Porque en esa relectura noté que, en efecto, en algunos gestos y rasgos de la A.K. que nos pinta Tolstoi ‒ese cuerpo flexible que baja del caballo, esa manera de ser distinta de las otras, ese color de piel, ese cabello tan oscuro‒, se insinua la memoria en el cuerpo de su ancestro africano, uno que ella para nacer (como personaje de ficción) le había robado a una persona real, la mencionada Maria Alexandrovna… Y decidí que la trama sería la historia del Negro del Zar, pero no contada puntual sino como un cuento de hadas. No llegaría él, niño, a la Rusia como un regalo al Zar, como un esclavo, sino en globo aerostático, a lo Verne… Y fui hilando, por deber, coherencias e incoherencias, apegándome a A.K. sólo por el barniz… porque los huesos, en los museos, parecen tener barniz… Y ya que estaba ahí, ¿por qué no el homenaje a Pushkin? Una voluntad narrativa diferentísima, y optar también por el verso, porque también A.K. estaría contando una fábula que era de todos, que podría cantarse como los poetas populares cantaron los poemas épicos.
En aquella primera versión mía, todo iba mal desde el principio. Pero hubo algo que se quedó en mi respiración cuando dejé de lado esa versión, y sí escribí la novela que se había ido formando auténticamente, no ya en el área de “mi deber” sino en el apartado de lo imprescindible, de lo que es orgánico, fundamental, necesario, mío y también, como pasa en las novelas: no mío, sino del libro en sí, siempre tengo la impresión, al escribir una novela, de que me ha tocado la suerte de descubrirla, como si hallazgo de un arqueólogo o explorador, y que lo que debo saber hacer es no estropearla, no romperla, no herirla con mis útiles, con mi pluma… Ese algo que se quedó conmigo de la primera versión fue el hecho de que la Historia y la ficción compartirían el mismo espacio, no estarían separados, serían el mismo hilo de una misma trama. Así me lo exigía la novela que fue formándose ‒o que fui encontrando‒, no sólo porque los hijos adultos de A.K. tenían que vivir en la Historia, los momentos y personajes históricos debían entrar a ser parte de la ficción, y el libro de A.K. debía ser como aquellos cuentos de origen popular que fascinaban a todos pero que ella volvería un espejo de su turbulencia, su deseo insatisfecho, su amor-pasión de diamante (diría Sor Juana:
Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata,
triunfante quiero ver al que me mata
y mato al que me quiere ver triunfante.
Si a este pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo;
de entrambos modos infeliz me veo.
Esa infeliz A.K. porque se entregó a un amor pasión escribe la noveleta (la novela corta) que se enlaza con su zozobra. No es ya la versión que leyó Oblonski, y que tal vez le habría dado “honor y gloria” a A.K., sino la voz auténtica de su zozobra. De alguna manera, A.K. misma lo hace: brinca a vivir en su novela de amor (en su ficción) sin darse cuenta de que ésa es diamante y no tiene cabida para contenerla, a menos que, como si adentro de un ámbar, quedase ella embalsamada… No estoy segura, Siri, si contesté a tu pregunta, o si reacciono a lo que ella me provocó, yéndome a otro lado.
Siri: Carmen, a mi modo de ver, todas las direcciones están abiertas, y me llaman la atención tres puntos esenciales que planteas. Primero, la lectura del libro te dejó afligida. Así me he sentido cada vez que lo termino. Perder a Anna es terrible para el lector comprometido, una verdad que subraya el poder emocional que ejerce sobre nosotros. Así como apuntó Freud sobre los sueños, aunque los eventos en ellos no sean reales, los sentimientos sí lo son. Soñar y leer novelas son experiencias de vida. Despertamos de los sueños y cerramos los libros para encontrarnos de vuelta en la realidad del día a día, pero ambos nos sobresaltan. Segundo, esos sobresaltos son detonantes de nuestros actos, para pagar tu deuda con el personaje: su libro. Ahora, si entendí correctamente, ese sentimiento del deber creó el tercer punto: un paso en falso.
Un paso en falso al que he denominado “el exterior no es el opuesto al interior.” En otras palabras, el escritor impone una estructura o significado al texto, en lugar de permitirle desplegar un organismo propio. Me deleitó ver la palabra “orgánico” en tu respuesta, junto con la trifecta “esencial, necesario y fundamental.” Escribir es una actividad encarnada y rítmica que requiere apertura a las indicaciones inconscientes que no están predeterminadas o esquematizadas. He abandonado un montón de manuscritos que fueron escritos de afuera hacia adentro. Estaban muertos para mí.
Así que, creo que estoy de acuerdo, las ficciones llevan consigo verdades emocionales profundas. La novela realista se basa en eventos reales. Personajes ficticios a menudo se mezclan con gente real en sus páginas, como lo hacen en tu libro, y esa mezcla es parte del pensamiento humano, de la actividad mental en sí. Tú haces conexiones fuertes en la novela entre despertar y soñar la vida. Tus personajes sueñan y Anna en su libro sueña, y estos sueños tienen significado para ellos y para la novela. Pienso en la escritura de las novelas como una manera de soñar estando despierta. Los sueños que presentas a menudo tienen potentes significados sexuales (así como sociales). Me encanta la erótica llave de cuero que se abre paso entre las piernas de nuestra heroína de cuento. ¿Podrías hablarnos más sobre el rol de los sueños en el libro y su significado sexual? Específicamente sobre las mujeres, la represión, el despertar sexual y la manera tan inteligente en la que incorporas el placer de la masturbación femenina en la novela.
Carmen: Los sueños tienen nuestra huella digital, son las historias, los mundos que se desarrollan sin la necesidad de que haya más actores que nuestro yo. Y en eso (tan personal, tan único, muchas veces imposible de poner en palabras claras, eso que contiene nuestros recuerdos, la memoria, las ansiedades propias, y el Mito (el fantasma de la casa, el que abre y cierra puertas y ventanas de nuestro comportamiento y nuestras acciones), el Mito que se anuncia universal y tiene el glamur de eterno), en eso está el hilo de lo que es y ocurre en el Mundo. También el Mundo, lo externo, marca los sueños. El yo, el mito, el mundo.
Creo que en las páginas que atribuyo a A.K., el sueño ‒o el territorio del sueño‒ es quien lo gobierna todo. Y ahí, en el centro de ese sueño, está el clítoris. Voy por partes: las páginas que le atribuyo a A.K. no están regidas o gobernadas por la vigilia, sino por aquel otro lado. No es un sueño natural, sino teñido en láudano. No el láudano (el opio) desde el lado de acá, de la vigilia, sino desde el lado de allá, el de los sueños. Y en el centro, el clítoris, el despertar sexual de esa niña que no tiene otros partícipes, sola, encerrada, despertando en el castillo rígido de un cuerpo que se va tornando (al girar de una llave) en un cuerpo despierto al placer sexual solitario. No la despierta el príncipe ‒sería un error‒: A.K. ya había probado con un “príncipe azul”, su Vronsky, que se nos vuelve a lo largo de la novela un soldadito de metal.
Creo que tienes toda la razón cuando dices “escribir una novela es una forma de soñar despierta”. En estas páginas, como si te las hubiera oído decir por guía, tomo literal tu explicación, y dejo a la narración sin las riendas de la vigilia. Sin que las gobierne nada más que esa textura del sueño. Es una novela-novela, y el resto del libro es … pero lo extraño es que en la parte “exterior” de esta novela, El libro de Ana, aparecen sueños, pero son sueños “gobernados” por el escritor. Ahí irrumpe Tolstoi mismo ‒es un artificio, es un sueño gobernado desde esa vigilia-dormida que es escribir una novela‒.
En cambio, ese despertar erótico no está controlado por mi vigilia. No hay padre Gapón, no hay Domingo Sangriento, no hay reuniones de trabajadores. Es libre. Sus consignas: ¡la sexualidad os hará libres! ¡El sexo libre jamás será vencido! ¡El clítoris se escapa a la opresión de la monarquía, al orden social injusto! Pero regreso: el Mundo queda impreso en los sueños. Esto lo digo porque leyendo lo que me acabas de escribir (me pasa también leyendo tus ensayos y tus novelas, pero eso lo vamos a dejar para otro día, un día yo voy a tomar el primer paso (diría alguien “masculino”) para sacarte a bailar a tu son, te invitaré a la pista, nota escribo mi nombre en tu carnet), me pasó que leyendo tus líneas anteriores encuentro que lo racional resulta tan personal como el territorio ingobernable de los sueños. Y pienso ‒ me enlazo con la pregunta‒ qué ancho es el territorio de “lo” Mujer. Ancho, extenso, diverso, marcado con muy diferentes maneras de ser, personalidades, seres. El planeta Mujer tiene de todo tipo de geologías. Aparte, en otra categoría, está el clítoris.
El clítoris nos hermana a las féminas humanas. Es la joya más fina de la humanidad. La más elaborada por la cultura. Lo que contiene palabras y silencio ‒ como la poesía‒, cuerpo e intuición, fantasía y carne. Ahí, más, mucho más que en todo lo demás humano, está el Espíritu Humano. El clítoris, el alma, lo no-irracional, lo que rebasa a las palabras.
El clítoris se me ha vuelto una obsesión intelectual. En la que fue mi primera novela, Antes (que Octavio Paz publicó cuando yo era muy joven en su editorial, traducida al inglés como Before por Peter Bush, y que tuvimos guardada en un cajón casi dos décadas), cuando la niña se inicia al cuerpo adulto, muere. A primera vista parece ser que muere sin haber podido acceder al clítoris, del terror de esa conciencia del cuerpo y la vida que es el clítoris. O sí tiene un clítoris enteramente despierto a la adultez, porque nos cuenta la historia ya muerta, nos lo cuenta su voz de mujer, su voz
de clítoris. En mi novela más reciente, El libro de Eva, hablo literalmente, del nacimiento del clítoris en la Historia. Eva nos cuenta su historia como en realidad fue.
No, no es la envidia del pene: es la envidia del clítoris lo que lleva a la opresión contra las féminas, de envidia de su poder generador, y de. etcétera. No es en busca del tiempo perdido, sino en búsqueda del clítoris temido, y así A.K. conquista en “sus” páginas su clítoris. En el contexto de un cuento de hadas, de varias narraciones de tradición popular que yo enlazo bañadas en láudano para darle a A.K., si no voz, sí clítoris. Aquí lo digo burdo. En las páginas de A.K. vemos, sentimos, ese despertar. Ese espacio del nacimiento a la conciencia me interesa particularmente.
Siri: Siento como que acabo de leer un trabajo llamado “Himno al clítoris”. En mi novela El Verano Sin Hombres, me burlo de dos colonos, el que supuestamente “descubrió” el “Nuevo Mundo” (1492) y Renaldus, el médico que afirmó haber “descubierto” el clítoris (dulcedo amoris) en 1559. La arrogancia de ambas afirmaciones es, por supuesto, pasmosa y ridícula. Haces hincapié en la diversidad y la diferencia de las mujeres en la corteza de la historia, su política, clase y color contrario a una encarnación erótica compartida por todas quienes nacimos mujeres. El despertar erótico es una forma de genuino descubrimiento de una chica al momento de crecer y concienciarse. El príncipe que despierta a la princesa, el explorador europeo que conquista tierras vírgenes, el doctor que da nombre a la anatomía femenina ¡no son la llave! de esta historia. Para mí, El Libro de Anna es una novela feminista. Me gustaría saber más sobre la conexión que haces entre la libertad del conocimiento femenino encarnado y la conciencia sobre “la corteza”.
Carmen: “Corteza” vs. Clitoris. Es una distinción sutil (como siempre) esas categorías están mal ajustadas. Están bien para iniciar una conversación y empezar a comprender. El “exterior” (la corteza) y, por el otro lado, el territorio del clítoris (por ponerle un nombre).
Puedes pensar que hay novelas tipo “corteza” y tipo “clítoris”, y luego están las novelas que tienen un poco de ambas. Y aquellas que simplemente culpan al clítoris (solo mira a Helena de Troya) y que contienen aventuras de maneras estrictamente masculinas. La mayoría de las historias emplean las dos. Me hace pensar en un volcán; su clítoris (su boca y sus entrañas) y su corteza (su
cuerpo y su exterior).
Me recuerda a Flora Tristán, la hiperfeminista, guerrera de la justicia social, que era lo suficientemente astuta y sabia para usar el clítoris para ganar terreno en el “exterior” con el propósito de cambiar el orden social del “exterior.” Ella hasta se dio cuenta de que el “exterior” no podría ser cambiado y no podría hacer justicia, si la lucha por los derechos de las mujeres no estaba a la vanguardia de la transformación.
En su caso (en su vida), los dos territorios no están separados: en sus memorias, ella cuenta la historia de cómo un día, delante de Sorbona, su esposo (con quien ya no quería estar, ya lo había dejado, y no podía divorciarse de él por la Ley Napoleónica), la golpea. Unos estudiantes de derecho se acercan a defenderla. El esposo de Flora los confrontó ‒“¡Ella es mi esposa!”‒ y los estudiantes doblaron las manos: ella era su esposa, él podía, por ley, hacer con ella lo que le viniera en gana…
En su vida la corteza y el clítoris están entretejidos; desde luego, la recordamos y admiramos por su corteza, pero sin su clítoris, su corteza se habría derrumbado. Lo mismo habría pasado con su clítoris sin su corteza, se hubiera hecho pedazos. Pero regresemos a El Libro de Anna: la corteza está específicamente ubicada en las páginas que yo (como autora) le atribuyo, pero el clítoris permea las páginas escritas por Anna. El argumento no está dictado por las necesidades de una “corteza” social o lógica, sino por el pálpito de un clítoris. Sin embargo, está impulsado por piernas hechas de una clase de corteza, no se atasca en ella. Siri, ¿piensas que todos los argumentos requieren una módica cantidad de corteza?
Estoy viendo la webcam del volcán Popocatépetl. Yo solía vivir en un apartamento, aquí en la Ciudad de México, donde podía observar las humaredas, los soplidos del volcán por una de las ventanas, estos días me tengo que conformar con las webcams, asombrada por los eructos del volcán. Es fascinante, las nubes de humo bailan, haciéndose más delgadas o densas, cada una es diferente; si es de noche, de repente ves chispas de luz volando desde sus entrañas, fuera de su boca. Lo más interesante sobre ese volcán, para mí, son sus cualidades de clítoris. Aun así, ¿Qué
podría atestiguar sin esa “corteza” que le da contexto a todo? Ambas son necesarias, el cuerpo, la corteza del volcán cuya forma es alterada por su insaciable clítoris, el cuál es necesario para que yo puedo apreciar lo que en verdad me interesa de él. ¿Tú qué crees? ¿Qué pensarías de una novela que no tiene nada de corteza? Se me ocurren los maravillosos poemas eróticos (¡muy clitoriales!) de Delmira Agustini. Hay en ellos, si no literal sí literalmente mencionados, fragmentos de clítoris, casi derretidos por la lava que se nos vierte encima… (¿Cómo hacer eso en una novela…?) Estoy indudablemente fascinada por la “corteza” narrativa tanto como lo estoy por el cuerpo del volcán que intento ignorar sin éxito, porque es la conexión con lo que amo. Esa útil pieza mecánica que mantiene todo en movimiento, yendo a lugares, y es aquí cuando la imagen de un volcán activo ya no me funciona, es importante para mí también. La Corteza, no es algo rígido, sino infundido en el clítoris.
Siri: Carmen, estoy un poco preocupada de que nos podamos perder en la metáfora. Estoy imaginando varios tipos de pan y sus cortezas, ni hablar de los volcanes y sus cortezas de otro tipo, juntos y eructando lava. Creo que ambas aceptamos que en la creación de libros intervienen fuerzas inconscientes y que esa energía es también, en un sentido expansivo, erótica. Pero también pareces estar haciendo una distinción entre lo racional y lo irracional, o la superestructura y la subestructura y el hecho de que ninguna de ellas es totalmente distinta de la otra. La dicotomía de la razón por encima de la pasión o de la mente por encima del cuerpo y la asociación del hombre con la mente y la mujer con el cuerpo, que ha existido desde los griegos, ha llevado a la denigración de todo el trabajo hecho por mujeres.
Cada texto literario corre con su propia lógica interna, encuentra su propia forma, como observó Gertrude Stein. No debe ser forzado, pero debe tener rigor y estructura. La lógica del libro requiere comunicación con el lector, un lenguaje compartido. Si un texto va más allá de lo que puede compartirse, se arriesga a convertirse en una ensalada de palabras (término psiquiátrico con el que se designa el habla y la escritura de algunos pacientes psicóticos). La ensalada de palabras puede ser interesante y generar significado, sobre todo en la poesía. Hay muchos poetas que bailan al borde del significado (Emily Dickinson y Paul Celan son dos grandes ejemplos), pero una novela sin corteza correría el riesgo de convertirse en lava. Cambiando de tema: la pintura del retrato de Anna juega un papel importante en la novela, la representación de un personaje en una novela que es ella misma en una representación, palabras en la página que se convierten en palabras en tu página. Y al final del libro estalla una bomba anarquista. ¿Puedes discutir los significados, la lógica interna de esa destrucción?
Carmen: En Anna Karenina, el primero que vemos intenta pintar un retrato de Ana es Vronski. Fracasa, es un amateur. El segundo ‒Michailov, gran pintor‒ lo hace porque le urge el dinero, y crea una obra maestra, según Tolstoi. A esa segunda pintura la amo, sin que me irrite o lamente la naturaleza bastarda de su nacimiento, que no hace menor mi admiración.
Mi novela recupera dos objetos de A.K.: el vestido que usa en el balcón del teatro, vestida en el que la vemos en todo su esplendor, y la pintura, su retrato, que la muestra bellísima. Los dos juegan un papel clave en El libro de Ana. El prestigio de Michailov (y las relaciones de su hijo con el Zar), en la gloria, y, en cambio, el vestido ha rozado los bajos fondos. Con dos objetos, A.K. cubre de arriba a abajo la sociedad, se desplaza como no lo hizo en vida. En dos objetos abraza a la ciudad. Su vestido, además, caracteriza a la bella Clementine, la vengadora y anarquista líder de las costureras, ella lo ha rehecho, y lo viste. El retrato de A.K. es en cambio el deseo de Palacio. Son dos protagonistas, tienen vida propia, con ellos se va trazando un camino que debía acabar con su destrucción. Ellos son la antigua A.K., no la que escribió las páginas que cito de ella, sino la A.K. clásica, la que todos conocemos, la que no supo hacer un lazo afectivo con su hija, la que, a pesar de su inteligencia, no encontró cómo favorecerse de sus desventajas sociales. Ya que yo había entregado a A.K. las páginas que le hice escribir, debían reventar, porque era su papel en su ciudad, iban de esa manera a vivir juntos (vestido y retrato) un instante “triunfal”, una muerte que, aunque no fuera intencionalmente pensada para ellos, era muy suya.
No doy otra dosis de muerte a A.K. al asesinar su retrato. Le he dado sus páginas. Lo demás pertenecía a aquel otro destino que tuvo, en el que al final ella, la bella y singular A.K., no tuvo cabida. Con esa muerte reparo la caída en los rieles, simbólicamente. No muere poseída de celos. Muere en un pasaje de su ciudad, en una revuelta colectiva, en una Revolución. Cuando A.K. cae en los rieles, pierde la vida con los demás, con los otros, se va sola en un absurdo. En la descripción que hace Tolstoi de su suicidio éste parece un estúpido descuido, no es algo meditado sino un paso en falso enceguecida por los celos.
La muerte del vestido, del retrato (y, alas, del manuscrito que ya tenemos reproducido en El libro de Ana) regresa a A.K. a una “vida-con-los-demás”. ¿Y no es eso la vida? Ahora bien, esta interpretación que hago hoy me temo que está rociada por, claro, mi infancia, y por el hecho de que es hoy (que escribo estas líneas) es Domingo de Pascua: me decían de niña que era el día más importante del calendario, porque era cuando revivía el que ya había muerto hacía un par de días. El revivía para irse al reino de los muertos. Me temo que parece leo el final de mi novela con esos ojos. Pero de hecho no tiene el olor de cordero asado que comíamos en las celebraciones de Pascua en aquellas grandes celebraciones a que nos llevaban mis papás cuando eran del Movimiento Familiar Cristiano. Nada de eso. No se están inmolando. Están cumpliendo su papel en la ficción. La novela debía amarrarse, al terminar debía llevarse lo suyo, lo que la hacía ser, para que ese ritual que es la lectura se cumpliera de esa manera. En la lógica narrativa necesitaba yo que el vestido que había abierto la novela, cerrara la novela, y necesitaba se llevase al retrato consigo, hacia el territorio perpetuo de la ficción. Cerrándola, quería hacer a la novela inmune. Los demás que se van con estos dos objetos (sean objetos o personas, y no los enumero porque ya tenemos demasiado spoiler en esa respuesta mía) son “víctimas colaterales”. Si es que acaso hay algo colateral en una novela. Yo creo que no las hay.
Siri: Y Carmen, a esa petición de inmunidad, sólo puedo decir, Amén.
*Víctor Cornejo traduce al español las intervenciones de Siri Hustvedt
FOTO: Ilustración de Paul Frenzeny para la primera edición de Anna Karenina, de León Tolstoi.
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