Colombia: más allá de las narcoseries
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Aunque el narcotráfico y la violencia siguen siendo temas muy atractivos para el público, una visita al Bogotá Audiovisual Market (BAM) deja en claro que en Colombia se están explorando nuevas vetas tanto para series televisivas como para su propia cinematografía, la cual, no obstante producir alrededor de casi medio centenar de películas al año, cada vez cuenta con menos espectadores colombianos
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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
Bogotá. En las paredes de esta cárcel dominan dos colores: el gris rata y el verde pastel. Es una especie de cromática penitenciaria capaz de deprimir a cualquiera en medio del encierro. Arriba, sobre los dos andadores metálicos que corren sobre el patio principal, un grupo de hombres vestidos de overol hace algunas reparaciones en la puerta de una celda; otros más colocan las lámparas con las que los celadores podrán seguir los pasos de cada uno de los internos. Estamos a un costado de la Fiscalía General de Colombia, en una zona céntrica de Bogotá. Éste es el dominio del general Óscar Naranjo, uno de los policías más temidos por el narco y la guerrilla colombiana: él da, él quita.
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La sensación de encierro se diluye cuando a los hombres en overol nos los presentan como técnicos de iluminación y nos explican que las paredes de esta cárcel son de tablarroca. Estamos en los estudios de Fox Telecolombia y esta cárcel es en realidad uno de los foros donde se graba El general, una serie de 60 capítulos que contará la vida de Óscar Naranjo, quien ocupó la vicepresidencia en el gobierno de Juan Manuel Santos, que concluyó hace unos días. Las grabaciones de esta historia, seductora para un público ansioso de villanos sanguinarios y héroes temerosos de Dios, se extenderán hasta finales de 2018.
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“Está basada en el libro El general de las mil batallas, de Julio Sánchez Cristo, sobre la vida de quien fue director de la Policía Nacional desde la década de los 80 hasta principios de este siglo”, nos explica Ana Barreto, vicepresidenta ejecutiva de Fox Telecolombia.
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“Será uno de los productos bandera para el relanzamiento de la aplicación Fox. Se está produciendo íntegramente en Colombia. En estos estudios también tenemos las locaciones de la Policía Nacional y en los patios tenemos reproducciones de edificios oficiales que serán fundamentales dentro de la historia”, continúa Barreto, quien nos lleva también por una de las locaciones exteriores que reproduce la fachada del Ministerio de Justicia, que fue tomado por la guerrilla M19 en 1985 y que desembocó en un proceso de reformas constitucionales seis años después.
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En los pasillos que separan cada uno de los foros, las salas de postproducción, estudios de audio, edición digital y efectos digitales, vemos los carteles de varias producciones originales de este canal. Lo mismo cuentan la fortuna y desgracia de mujeres deslumbradas por el dinero fácil (Sin senos no hay paraíso); la ruta de una adolescente que busca vengar el asesinato de su familia (Cumbia Ninja); la turbulenta carrera criminal del narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha (Alias el Mexicano) o la vida de un crooner hoy en decadencia (José José: el príncipe de la canción).
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Durante el recorrido por esta fábrica de historias, Barreto da pormenores de una producción con una historia alejada de la vida criminal. Se llama Sitiados y su tercera temporada de ocho capítulos estará ambientada en el siglo XVI, durante la conquista de México: “La primera temporada se hizo en Chile, la segunda en Colombia y la tercera será en México. Narra la historia de la persecución del hijo bastardo que el rey tuvo con una indígena”.
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Para la vicepresidenta de Fox Telecolombia y cualquier otro involucrado en este negocio, la elocuencia la dan los números, la brújula que da certezas sobre la continuidad o final de una serie. Esto lo sabe muy bien Sebastián Bueno, director de Labo Digital, estudio de postproducción digital que desde hace años da servicios de edición a clientes tan variados como Netflix, Fox, Universal, Warner, Sony, Paramount y Amazon.
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Sebastián nos recibe en sus oficinas del edificio Tequendama, en la zona centro de Bogotá. Por normatividad de Netflix ningún empelado o visitante puede entrar a los estudios con teléfono celular o cámara fotográfica. En uno de estos estudios, un equipo de editores de video junta las piezas de la segunda temporada de La reina del sur –adaptación de la novela homónima del español Arturo Pérez-Reverte–, serie que resultó un hitazo y que hipnotizó a los mismos protagonistas del mercado de las drogas, como sucedió con Joaquín El Chapo Guzmán, quien llegó a invitar a la actriz Kate del Castillo a su rancho de Sinaloa.
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En otra de las salas, un técnico digitaliza y restaura una cinta originalmente filmada en celuloide. Se reservan el nombre del cliente pero nos permiten ver parte de este proceso en el que la secuencia de lo que parece un carnaval en alguna ciudad del Caribe colombiano pasa del blanco y negro al formato de color o RGB.
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Labo Digital tiene una capacidad de 800 terabits de almacenamiento y mil 900 terabits de capacidad para las necesidades de los once sets, que pueden operar simultáneamente, además de los servicios de postproducción. Su facturación anual oscila entre 1.5 y 2 millones de dólares y su plantilla laboral es de 19 empleados fijos y 45 por proyecto según las exigencias de producción.
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La magnitud de estas cifras, sin embargo, es insuficiente para las demandas del mercado, que se han incrementado desde la aprobación de la Ley 1556 en 2012, que contempla incentivos fiscales para la inversión extranjera en el ramo de cine y televisión. “Hay un crecimiento exponencial, es muy agresivo. Por momentos tenemos mucha demanda y poca capacidad para ciertos proyectos. Pasamos de hacer 7 u 8 películas anuales en 2010 a 56 en 2017, más 19 series de televisión en los últimos tres años”.
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Escobar el patrón del mal, Rosario Tijeras, Narcos, La reina del sur y El general son una muestra de este género, un mercado apetitoso para los televidentes de México, Estados Unidos y Sudamérica. Una droga de nueva generación para los pacientes diagnosticados con seriefilia. Atrás quedaron telenovelas como Café con aroma de mujer, Yo soy Betty la fea, La hija del mariachi o Pedro el escamoso –mexicanizada como Juan Querendón– parecen haber sido desplazadas por las narcoseries. Hay un chico nuevo en el barrio y trae buena plata.
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Bogotá quiere tu historia
Bogotá parece una ciudad parida por las nubes. Desde el cerro de Monserrate se aprecia su accidentada planeación cuadriculada: sus zonas exclusivas, su centro financiero, los barrios populares, como Ciudad Bolívar en la lejana sabana del poniente. Es una ciudad tan volátil como su propio clima, que puede pasar de lo lluvioso a un sol castigador. En la esquina de Carrera 9 con la calle 74, en el barrio de Chapinero, representativo de las clases medias bogotanas, está el Gimnasio Moderno, uno de los colegios privados de mayor tradición en Colombia y que ocupa una cuadra completa de esta zona en la que abundan restaurantes, notarías, oficinas gubernamentales, centros comerciales y la Bolsa de Valores. En la mayoría de los edificios de este rumbo y en distintas áreas de la ciudad abundan inmuebles con una tonalidad que se ha convertido en el color distintivo de Bogotá: un salmón anaranjado que durante los años 60 puso de moda el arquitecto Rogelio Salmona, colombiano de origen francés, discípulo de Le Corbusier.
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El Gimnasio Moderno es la sede principal del Bogotá Audiovisual Market (BAM), uno de los mercados de producciones y proyectos audiovisuales más importantes de Latinoamérica. En las áreas verdes de este colegio se han instalado tres grandes carpas.
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El propósito del BAM, que este 2018 llega a su novena edición, es acercar a los productores con los realizadores y distribuidores, y atraer inversiones en este sector. “No sólo es un espacio para ruedas de negocios, es una plataforma de circulación, promoción, distribución y coproducción”, cuenta Adriana Padilla, representante de la Cámara de Comercio de Bogotá, una de las estancias patrocinadoras del BAM y otros mercados como la Feria Internacional de Arte de Bogotá (ArtBo) y Bogotá Music Market (BOmm).
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Por los pasillos y las áreas comunes del Gimnasio Moderno circulan estudiantes de cine y comunicación, guionistas con libretos inéditos en sus carpetas, pequeños empresarios del ramo audiovisual que buscan ofrecer sus servicios, productores en busca de historias taquilleras, directores de cine que buscan un distribuidor y directores de salas de cine a la caza de exhibiciones de muestra (screenings). Las tarjetas de presentación pasan de mano en mano.
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Durante la primera noche del BAM hay una cena de bienvenida en el Club Médico de Bogotá. La velada tiene una dinámica particular, pues la mitad de los asistentes deberá cambiar de mesa al concluir cada uno de los cuatro tiempos de la cena. Los directores, guionistas y productores portan el distintivo de “huéspedes”. Mientras que los “anfitriones” son distribuidores, exhibidores, directivos de canales de televisión pública y privada de distintos países y periodistas.
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Uno de los asistentes a esta cena es el mexicano Jesús Pimentel Melo, director de Cine Qua Non Lab, asociación que apoya a los cineastas independientes en los procesos de producción. Una vez al año organiza un taller de revisión de guiones en el pueblo de Tzintzuntzan, Michoacán, donde se han pulido libretos de películas como La jaula de oro, de Diego Quemada Diez; La novia del desierto, de Cecilia Atán y Valeria Pivato; y Museo, de Alonso Ruizpalacios.
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A nuestra mesa llega Cristhian Esquivel Palomino, de la productora Quechua Films, quien busca distribuidores y exhibidores para la película Wiñaypacha, del director Óscar Catacora, primera película peruana hablada completamente en lengua aymara. Luego de escuchar a Cristhian hablar sobre esta historia sobre dos ancianos indígenas que esperan el regreso de su hijo a la comunidad la región andina de Puno, Pimentel comenta que en el caso de México se debe voltear a ver las historias de otras ciudades: “Conozco a guionistas de Monterrey, Tijuana o Coahuila que no pueden hacer cine porque no reciben los apoyos. Todo se concentra en historias chilangas que ya hemos visto muchas veces”.
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Este tipo de dinámicas, retomadas de otros festivales como el de Berlín, donde se hacen sesiones de acercamiento similares, ha dado resultados al cine colombiano. A unas mesas está Andrea Afanador Llach, directora del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico. Para esta mujer, para quien el cine colombiano ha encontrado nuevas oportunidades de proyección en el extranjero, el caso más significativo es El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, una ficción sobre dos científicos exploradores del Amazonas, nominada en 2017 para el Oscar a la Mejor Película en habla no inglesa. Otra película que en el BAM logró un acuerdo de postproducción con capital argentino es Alias María, de José Rugeles, una historia sobre la maternidad adolescente al interior de la guerrilla.
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Afanador Llach dice que este esquema de estímulos surgió en 1997 con la Ley General de Cultura (Ley 397) y la creación de Proimágenes, fondo mixto para la promoción de la industria cinematográfica. En 2003, con la Ley de Cine (Ley 814) se creó el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC), que gestiona recursos de una cuota que se aplica a exhibidores, distribuidores y productores de obras nacionales y extranjeras. Proimágenes administra además la Comisión Fílmica Colombiana, encargada de promocionar a este país como destino de locaciones y para el uso de servicios de la industria local. A esto hay que sumar la Ley 1556, conocida como la segunda Ley de Cine, que desde 2012 contempla incentivos fiscales para películas de capital extranjero.
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En 2017, el presupuesto de este fondo fue de 21 mil 600 millones de pesos colombianos (160 millones de pesos mexicanos) y se reparte a través de 10 convocatorias que abarcan los géneros de ficción, animación, documental, circulación, entre otros. Uno de estos estímulos contempla la producción integral, con lo que se concretaron películas como Pájaros de verano, codirigida por Cristina Gallego y Ciro Guerra, y Somos calentura, de Jorge Navas, ambientada en el puerto de Buenaventura, en el Pacífico colombiano, donde sus protagonistas, todos afrodescendientes, buscan un refugio en el hip-hop contra la violencia que han heredado de generaciones pasadas.
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“Son películas que han seguido esta ruta, que han usado todas las herramientas que tiene la Ley de Cine y ganaron la convocatoria. Tienen inversionistas privados a través de la Ley 814 y han sido productores dinámicos en espacios como el BAM y en espacios internacionales. Se han hecho con este gran sistema para que los productores saquen adelante sus proyectos”.
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Para el cineasta Felipe Aljure, director artístico del Festival Internacional de Cine de Cartagena, quien también participó en las actividades del BAM, el panorama del cine colombiano tiene problemas que aun están por resolverse desde que se aprobó la Ley de Cine de 2003. Uno de ellos, dice, es que no se concretado la titularización de las producciones fílmicas, un esquema similar al crowdfounding: “En lugar de que se tenga un inversionista, la titularización permite atomizar y diluir los riesgos con mayor cantidad de inversionistas. Es un reto para el año que viene”.
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Aljure, director de La gente de la Universal (1993), comedia de enredos en la que abundan mafiosos, detectives y esposas adúlteras, es un firme defensor de la diversidad en las producciones cinematográficas. Lo mismo adelanta que la próxima edición del Festival de Cine de Cartagena tendrá como eje temático la migración y el mestizaje que defiende la exhibición de comedias ligeras como la saga de El paseo, del director Dago García, y el trabajo de directores como Harold Trumpetero, producciones que nunca participarán en festivales como Cannes, pero que convocan a millones de espectadores en un fin de semana.
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“Hay cosas para celebrar, pero debemos mantener la guardia arriba. Pasamos de producir dos películas al año a producir 44”. Cuenta que cuando se fundó la Dirección de Cinematografía, en 1997, las salas recibían 16 millones de espectadores al año. De ellos, 230 mil vieron una película colombiana. En 2017 el panorama es distinto: hay 64 millones de espectadores, de los cuales sólo 20 mil vieron películas colombianas. La paradoja es que mientras se cuadriplicó la cifra de espectadores totales, el cine dirigido por colombianos tuvo una reducción significativa en las preferencias del público.
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“Hay una fractura en la relación entre el público colombiano y su propio cine”, dice Aljure.
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¿Quién exprime la naranja?
Uno de los temas prioritarios para la industria audiovisual colombiana es la intención del nuevo presidente de Colombia, Iván Duque, de impulsar la “economía naranja”, centrada en las industrias creativas, como las relacionadas con el uso del patrimonio cultural, las industrias del entretenimiento y el diseño de software. Desde su puesto como senador, Duque impulsó la promulgación en mayo de 2017 de la “Ley Naranja”, donde concretó las ideas que expuso antes en su libro La economía naranja: una oportunidad infinita, escrito en coautoría con Felipe Buitrago, jefe de su campaña presidencial y basado en las ideas del británico John Howkins. Las opiniones de directores, exhibidores, académicos y gestores culturales son optimistas, pero también abunda el escepticismo.
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Desde las páginas del diario El Espectador, el antropólogo Jaime Arocha criticó este esquema económico. Su principal argumento es que “depende de mercados que especulan con los derechos intelectuales”. En su artículo “Naranja enceguecedora”, publicado el 16 de julio en el periódico colombiano, citó la investigación que el antropólogo brasileño José Jorge de Carvalho hizo sobre las grabaciones que una multinacional hizo de las congadas, cánticos sagrados de la comunidad afrodescendiente de Brasil: “La multinacional que hizo el respectivo copyright no sólo contribuyó a profanar esas melodías sacras afrobrasileñas, sino a obstaculizar la liturgia por la amenaza de cobrarle derechos de autor a sus oficiantes vernáculos”.
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Sin embargo, Aljure, uno de los impulsores de las leyes de cinematografía que rigen en Colombia, es optimista al respecto. Comparte su experiencia de lo que sucede en Girardot, su ciudad natal, 130 km al sureste de Bogotá, donde el presidente Iván Duque estuvo hace unos días y presentó los talleres “Construyendo País”, donde la “economía naranja” volvió a ser parte central del discurso gubernamental. En el caso del cine, dice, “la intención es que la gente que ya hace rodajes en Girardot –balneario a orillas del río Magdalena, en el departamento de Cundinamarca– encuentre incentivos adicionales para invertir, restaurar propiedades y atraer más rodajes nacionales e internacionales. Bajo el esquema de Áreas de Desarrollo Naranja se podrá encontrar infraestructura, bodegas de vestuario, maquillaje, efectos especiales, equipo de postproducción. Este modelo se puede replicar en otras ciudades que tengan otras actividades, como la joyera o la textil”.
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Las metas del nuevo gobierno no son descabelladas si se toman en cuenta las cifras oficiales. Invest in Bogotá, agencia público-privada de la Alcaldía Mayor de esta ciudad y la Cámara de Comercio local, estima que entre 2005 y 2015, Bogotá captó 464 millones de dólares en Inversión Extranjera Directa en este sector que se agrupa en los ramos audiovisual (45%), editorial (25%) y publicidad (12%), entre otros. El sector audiovisual de esta ciudad es uno de los más robustos de Latinoamérica si se toma en cuenta la cantidad de estudios de las principales televisoras con sede en Bogotá, como Caracol (9), RCN (8), Fox Telecolombia (6), RTI (4) y Televideo (3).
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Frente al entusiasmo del nuevo gobierno no faltan los cuestionamientos, como refleja el artículo “La distopía naranja”, de Felipe Sánchez, editor digital de la revista cultural Arcadia, que hace una revisión de la plausibilidad y los riesgos de esta iniciativa: “La economía naranja parece ser un tránsito discursivo en el que la cultura se entiende más desde la economía que desde la perspectiva social o incluso estética. Al leer la cuarta regla del famoso libro de Duque, algo de ese futuro sí podemos intuir: ‘la cultura no es gratis’”.
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Algo claro es que en Colombia existe infraestructura para impulsar la economía naranja, pero falta claridad en los conceptos y conciliación entre la legitimidad de capitalizar los negocios relacionados con las industrias creativas y el reconocimiento de la diversidad cultural.
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Locuacidad audiovisual
“El doctor Galán se muere”, grita Pablo Escobar a uno de sus subordinados al otro lado del teléfono en uno de los capítulos de Escobar, el patrón del mal. Es un personaje temible y una referencia persistente de las producciones televisivas de este país. Pero, ante la espectacularidad de las narcoseries queda la incógnita de si este género televisivo y el cine colombiano serán capaces de contar otro tipo de historias con el mismo éxito y aceptación del público. ¿Qué piensan los propios directores y exhibidores de estos estereotipos y este género televisivo y cinematográfico?
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A dos cuadras de la Carrera Séptima, en el barrio bogotano de La Merced, está el Cine Tonalá, de ascendencia chilanga, que desde 2014 –año de su inauguración– es un punto de referencia para quienes buscan opciones fílmicas relegadas por el circuito comercial. “Nosotros siempre tenemos en la cartelera películas colombianas. Hay algunas bonitas anécdotas, como el estreno de Las tetas de mi madre, de Carlos Zapata, película con un ambiente muy de barrio. Nos visitaron personas que venían de las afueras de Bogotá. Incluso muchas de ellas nunca habían entrado a un cine, pero ahora querían ver esta película”, cuenta Salomón Simhon, fundador de este espacio que, además de un par de salas de proyecciones, cuenta con un restaurante y un bar.
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Sobre la trascendencia de las narcoseries, su primera certeza es que forman parte de una moda que las televisoras explotan al máximo: “Sucede que en Colombia vivimos mucho tiempo a la sombra del narcotráfico. Hay millones de historias que pueden ser buenas o malas. A veces los realizadores lo pueden contar de una manera negativa. Narcos es una serie que de alguna manera idolatra a los personajes. Eso no lo puede controlar nadie. Aun así, hay que reconocer que gracias a esa serie en Bogotá se está filmado el triple. Abrió al mundo las puertas de Colombia como locación. Se está filmando mucho para Netflix y Amazon. Eso se refleja en trabajo e ingresos para la industria nacional”.
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Cine Tonalá es una de las sedes del festival de cortometrajes Bogoshorts. Como jurado de este festival, Simhon cuenta que en la edición del año pasado fue el encargado de dictaminar los cortometrajes de cineastas mexicanos: “El 95 por ciento eran historias relacionadas de alguna manera con el narco. Eso me hace pensar que éstas son etapas que viven los países. Cuando se sana, los cineastas salen a contar esas historias”.
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Para Felipe Aljure, reconocido en este gremio como uno de los directores que mejor conoce la historia y los entresijos del cine colombiano, “es importante repasar el tema de las libertades y las mordazas”. En el caso de este país, se vivieron obstáculos ideológicos y financieros que dificultaban la existencia de una variedad temática. Para él las historias de narcotraficantes en Latinoamérica pertenecen a un género que tiene una evolución similar al western –que contó la violencia en el Lejano Oeste–, al cine de gángsters –en el que se narró la violencia durante la época de la prohibición del alcohol– y a la saga de películas sobre la Segunda Guerra Mundial en Europa.
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Por otro lado, aun cuando existen películas que abordan estos problemas con matices y con posicionamientos más críticos, hay un ejercicio claro de producciones que funcionan con los parámetros del mercado: “Se dieron cuenta de que el tema del narcotráfico tienen ascendente en el público. Obviamente caen en los abusos, reincidencias e insistencias que a veces la televisión tiende a hacer, como sobreexplotar un formato exitoso”.
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El abanico de historias narradas por el cine colombiano es variado. Puede abordar el problema de la violencia desde la visión del pueblo wayú (Pájaros de verano); la biografía animada de una chica de clase media de Bogotá (Virus Tropical); la pérdida de la inocencia de un púber cuando descubre que su madre es bailarina exótica en un table dance (Las tetas de mi madre); la maternidad adolescente dentro de la guerrilla (Alias María); Todo comenzó por el fin, sobre el grupo artístico Cali de Luis Ospina, Carlos Mayolo y Andrés Caicedo, precursores del cine independiente en Colombia. También están las cintas clásicas de la cinematografía nacional, como La estrategia del caracol, La vendedora de rosas, La gente de la Universal, Tiempo de morir y Los colores de la montaña.
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Luego de un largo periodo en el que las mordazas financiera e ideológica limitaron sus historias y sus posibilidades de expresión –sobre todo al abordar el tema de la violencia–, Felipe Aljure sintetiza el panorama del cine colombiano: “Tenemos el síndrome del recién encontrado. Tenemos personajes que hablan y hablan. Ya veremos en qué decanta esa locuacidad audiovisual”.
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FOTO: Fotograma de la película Pájaros de verano, de Cristina Gallego y Ciro Guerra, sobre la violencia del narco en el pueblo wayú. / Especial
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