¿Cómo escribir la identidad?: entrevista con Kim Thúy
La autora vietnamita cuenta cómo las letras son un salvavidas para habitar tierras extrañas
POR JUAN CAMILO RINCÓN
A los diez años huyó con sus padres y hermanos de una Saigón que aún padecía la guerra de Vietnam. A bordo de un bote lleno de migrantes llegó a un campo de refugiados malasio y un tiempo después, a Canadá, donde hizo su vida y ha intentado reconstruir su identidad. 44 años después, Kim Thúy Ly Thanh escribe sobre destierros y orfandades, familias en diáspora, desarraigo e identidad, patrias y exilios.
En Ru (2009), Mãn (2014), Vi (2018) y Em (2020), sus obras clave (publicadas en español por Periférica), hay dolor, preguntas y memorias que transmite en una literatura sencilla y sin efectismos: “Mis padres a menudo nos recuerdan a mis hermanos y a mí que no tendrán dinero para heredarnos, pero creo que ya nos han transmitido la riqueza de sus recuerdos (…). Es más, nos han dado pies para caminar hacia nuestros sueños, hasta el infinito. Que puede ser suficiente equipaje para continuar nuestro viaje por nuestra cuenta”.
La de Kim Thúy es una escritura libre en la que cada palabra tiene una razón de ser y carga un sentido que la hace todo un universo.
Su literatura resuena mucho en Latinoamérica porque somos países con muchos desplazados por los conflictos armados y las violencias estatales y paraestatales, además de las migraciones desde y hacia países vecinos. ¿Cómo la ve usted?
¡Es así! Y hay otra problemática: cuando se desplaza dentro del país, nunca hablamos de eso. Estuve en Ucrania antes de la guerra y dijeron que había gente de Crimea, las personas se mudaron a Kiev u otras partes de Ucrania, y no se los considera refugiados, pero lo son. Fueron desplazados, estaban perdidos, necesitaban tanta ayuda. Es tan complejo cuando empiezas a investigar la historia de cada persona que ha sido desplazada o desarraigada, porque sabes que termina por no pertenecer a ningún lugar.
¿La literatura le ha ayudado a replantear y comprender su identidad?
Te daré un ejemplo y verás de inmediato la cuestión de la identidad. Nunca cuestioné mi identidad antes de eso porque estaba en modo supervivencia: necesitaba trabajar lo suficiente, comer lo suficiente y estudiar. Llegué a Canadá a los diez años. Durante mucho tiempo, hasta los 40 años, mi nombre fue Kim Ly, pero mis nombres son Kim Thúy y mis apellidos son Ly Thanh. Por años solo usé Kim Ly porque en Canadá era más fácil así. Cuando hablaba por teléfono lo decía más despacio y la gente empezó a pensar que mi nombre era Kimberly. Para mí el asunto de la identidad era cómo escribir mi identidad. Cuando escribí el libro, mi editor preguntó: “¿Cómo escribimos tu nombre en la portada?” ¡Y yo no lo sabía! Porque Thúy solo se usaba en mi casa cuando yo hablaba vietnamita. Kim no es un nombre; Thúy sí es realmente mi nombre en vietnamita. En mi familia, todo el mundo es Kim algo. Entonces dije: Dios mío, ¿quién soy? Mientras escribía el libro jamás me pregunté sobre la identidad; lo hice cuando tuve que poner mi nombre en la portada. Mi editor dijo: “¿Quieres ser Kim Ly?”, y dije: “No, porque Kim Ly suena muy coreano o chino, mientras que el vietnamita es la única lengua que tiene el nombre Thúy y que tiene ese sonido”. Me preguntó: “Entonces, ¿qué quieres?” El título del libro es solo Ru, son dos letras. ¿Cómo puedes poner todo ese nombre Kim Thúy Ly Thanh y luego el cortísimo título Ru? Así que dije: “Está bien, voy a combinar las dos palabras Kim y Thúy. La verdad, yo pensé que nadie me iba a leer, entonces, ¿necesitaba todo eso? Mi nombre se convirtió en Kim Thúy e insistí en poner la tilde en la U, aunque pensé que nadie pondría nunca ese acento; ¿a quién le importa? Hoy me sorprende mucho que el 90% de las veces los periodistas ponen la tilde; hacen el esfuerzo. Me sorprende tanto que la gente quiera que yo preserve mi propia identidad; me ayudaron a preservarla y a encontrar belleza en ella. ¿Y sabes quiénes alguna vez no pusieron el acento? Los vietnamitas. Me dieron un trofeo con mi nombre sin acento. No le prestaron atención, mientras que todos los demás, sí lo respetaron. Finalmente, es la belleza del lenguaje.
¿Cómo se ha recibido su uso del lenguaje, tan abreviado y concreto? Usted afirma que reduce las palabras para no darle al lector nada que no sea necesario.
Por supuesto, hay muchos lectores que me reprocharían el hecho de no narrar lo suficiente, me dirán: ¡perdemos a tu personaje en una página! A veces un personaje existe sólo en una página o en un párrafo y eso frustra a algunos lectores. Quieren saber quiénes son todos los personajes, de dónde vienen… quieren más. Alguien dijo un día que cuando escribe un diálogo entre dos personajes necesita saber dónde están. Por ejemplo, si van a bajar las escaleras, necesitas saber cuántos escalones son para que el diálogo tenga exactamente esa duración. Si sólo bajan un piso, no puedes hacer un diálogo extenso. Si hay diez pisos sabes que tu personaje tiene que respirar. El diálogo, o lo que dice, tendría esa pausa. No se lo dices al lector pero él o ella lo sabrá por otras cosas. Entonces sí, hablaré solamente de un lunar en el rostro de una persona y eso es todo lo que doy al lector, pero en mi mente, por supuesto, que tengo todo el cuerpo. Cuando digo: “Llevaba una blusa anaranjada como una papaya” sabes enseguida que hay algo tropical, en lugar de: “Llevaba una blusa de color naranja como una naranja”; ahí no sabes dónde ocurre la historia. O si digo: “Es tan verde como una naranja”, sabes que es Colombia porque aquí hay naranjas verdes, igual que en Vietnam. Lo entiendes de inmediato; ni siquiera necesito decirte que somos tropicales. Cuando digo: “Anaranjada como una papaya”, es tropical; no es Suecia. En lo sencillo de una palabra que recoge tanto también está la belleza del lenguaje.
¿Provocar emociones?
Es lo que busco. Me doy cuenta de que los lectores la mayor parte del tiempo no recuerdan datos exactos; sólo sienten. Muchos han venido a decirme: quiero mucho a este personaje porque me recuerda a mi madre —aunque no rememoran con exactitud todo lo que pasó con ese personaje—. Todo se trata del lector. Cuando firmé libros en Montreal tenía 100 personas en la fila. A cada una le preguntaba: “¿Por qué este libro?” Y una me dijo: “Me ayudaste a recuperarme del dolor por la muerte de mi madre”. Yo pensé: “¡Oh!, ¿cómo?” Y me explicó. Luego venía la segunda persona: “Leí tu libro y ya no tengo miedo de perder mi cabello por la quimioterapia”. Y yo pensaba: “¿Eh? Yo no escribí eso; ni siquiera tenía esa imaginación”. Luego la tercera persona me dijo: “Gracias a ti volví a hablar con un viejo amigo; y yo: “¿Eh?” Los lectores leen lo que se conecta a sus propias referencias.
Eso es hermoso porque usted dice que, una vez publicado, cada libro ya no es su bebé sino que se convierte en el hijo de cada lector…
Así es. Cuando me preguntaron si quería escribir el guion de Ru (que va a ser adaptado al cine), dije: “¡No! Ya tengo mi película; quiero tu versión, tu interpretación”. Y ocurre lo mismo con el lector. Nunca quiero que el lector vea lo mismo que yo. Ese es el poder de un libro.
Los están leyendo en las escuelas, ¿verdad?
Sí. Y también puede leerlo un estudiante de doctorado que esté haciendo una tesis sobre mi obra. Es increíble cómo unos y otros lo entienden de manera muy diferente pero la emoción es la misma. El miedo, por ejemplo, es una emoción universal. Estuve conversando con un grupo de chicos de diez años y me preguntaba: “¡Dios mío!, ¿qué les puedo decir?” ¡Son tan jóvenes! Les conté la historia del bote, una niña levantó la mano y me dijo: “¿Tenías sed?” ¡Ella estaba en el bote conmigo! Ese es el poder de la imaginación y de las palabras. No importa si ella sabía lo que significaba que el bote midiera diez metros; seguramente no dimensionaba ese tamaño, pero pudo imaginar cómo me sentía. Les dije: “Tienen que esconder todos los diamantes”. Y claro, todos se emocionaron mucho; levantaron la mano y decían: “Yo me los pondría en la boca”; “Yo los pondría en mis zapatos…” Ellos estaban ahí, huyendo conmigo. Es increíble. Tuve muchas más preguntas de ese grupo de niños de diez años que de un grupo de universitarios, porque en ese nivel ya te cuestionas: ¿mi pregunta es inteligente o no? Se preocupan por eso en lugar de viajar conmigo. Los niños, en cambio, están todos en la emoción. Los mayores están todos racionalizando: ¿debo sentir esto o no? ¡Hay tanta inhibición! Pero cuando están solos con los libros y no me hacen preguntas es porque están en sus emociones. Es la libertad de sentir. Por eso, cuando la gente me pregunta: “¿Cómo pronuncio tu nombre?”, respondo: “Pronúncialo como quieras…”, porque tan pronto como lo digan, conoceré sus antecedentes. Si eres francés, inglés, español, eslovaco; no se pronuncia igual. Se trata de ser libre y eso es hermoso. Cuando me preguntan: “¿Qué quisiste decir con esto?”, digo: “¿Tú qué crees que quise decir?” Es eso: libertad para pensar. Probablemente es por eso que este libro puede viajar: porque trata sobre emociones, y todos las tenemos.
¿Cómo fueron sus experiencias como chef, dueña de restaurante y autora de un libro de cocina?
Cocinar es mi mejor manera de decirle “te amo” a alguien. No soy para nada buena diciéndolo, entonces está la comida, porque mientras cocinas algo para alguien estás pensando en esa persona: si es vegetariana, si le encantan los camarones, si es alérgica a algo. Es el tiempo que pones en eso, el ritual, el hogar. Tomas una sopa y sientes el consuelo de tu madre. De la comida rápida no nos acordamos porque no significa nada, no implica tiempo y es igual en todas partes. La comida lenta, la llamamos reconfortante porque estamos comiendo tiempo, amor y paciencia.
FOTO: Las obras de Kim Thúy han tenido eco en Latinoamérica. La autora de Ru se presentó en la FILBo 2023. Crédito de imagen: Cortesía Carl Lessard