Coprolalia y soledad sonora
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Tanto Johann Sebastian Bach como George Frideric Handel, ambos nacidos en 1685, murieron ciegos gracias a las malas artes del oculista John Taylor, charlatán que recorría media Europa dizque curando cataratas y escapando de ciudad en ciudad una vez que sus pacientes descubrían el daño irreparable que les había infringido dicho caballero inglés. A Niccolò Paganini, fallecido en 1840 en Niza, le diagnosticaban sífilis o tuberculosis, según el galeno de moda al cual se dirigía una estrella de la música que provocaba sofocos y multitudes como, en su día, los rockeros de mayor predicamento. La notable extensión de los ligamentos articulares, debida al síndrome de Marfan, le permitieron, a Paganini, por cierto, revolucionar la técnica violinística.
Los médicos especialistas en el expediente de los músicos célebres cuentan hasta 140 causas probables de la dramática (y dramatizada) muerte de Wolfgang Amadeus Mozart, mientras que su maestro Joseph Haydn (que también lo fue de Ludwig van Beethoven), se extinguió víctima de una demencia senil un tanto rutinaria, al grado de que a veces lo creyeron muerto al saberlo desaparecido de los escenarios y un Cherubini le compuso hasta una prematura misa fúnebre. La extraña enfermedad de Claudio Monteverdi, padre de la ópera, acaso se debió a su interés por la alquimia y a la subsecuente ingestión de substancias indebidas con intenciones propias de la magia negra.
En todos los casos, las espesas recetas de mercurio y las imponderables sangrías fueron el altísimo precio que pagó, en pacientes desdichados, esa medicina en la búsqueda no siempre fructuosa de la curación. Antonio Vivaldi, cuya fama forma parte más de la historia de la discografía que de la historia de la música y no por ello es menos merecida, fue prolífico hasta el delirio, pero la grabación contemporánea de sus muchas óperas —la empresa que mayor remuneración ofrecía a compositores de corte o iglesia quienes a menudo cobraban su quincena formados con la cocinera, el caballerango y el jardinero— no ha redituado en aumentar nuestra admiración, como en los casos de Handel y Haydn. Pero volviendo a la medicina, Vivaldi creció minusválido y al nacer, por su debilidad, se le aplicaron “aguas del socorro”, un bautismo de urgencia para quienes casi con certeza no sobrevivirían más de unas horas.
Estas anécdotas forman parte de la nueva edición de Músicos y medicina. Historias clínicas de grandes compositores que Adolfo Martínez Palomo, eminente médico patólogo y melómano contumaz, está publicando, en volúmenes sueltos (y muy bonitos), en El Colegio Nacional. A mis manos han llegado Monteverdi y Vivaldi, Bach y Handel, Haydn y Mozart, así como Beethoven y Paganini, todos publicados en 2019 y 2020. El autor anuncia que el proyecto incluirá, en breve, otros nueve dúos (Rossini y Schubert, Donizetti y Bellini, Berlioz y Mendelsohn, Chopin y Schumann, Liszt y Wagner, Verdi y Gounod, Clara Schumann y Brahms, Borodin y Bizet, Chaikovski y Puccini), para concluir con un Mahler y Shostakóvich.
La anécdota, empero, por más que gocemos de ella los aficionados al género biográfico, cruzada con la clínica, lleva a preguntas del orden estético que Martínez Palomo, con modestia pero con rigor, siembra en el lector pues alude a la encrucijada entre la herencia y la educación o el destino y el medio, según se prefiera, a la hora de preguntarse sobre los orígenes y la naturaleza del genio artístico que alcanza, en la música, lo inconmensurable. En resumen: la herencia no es suficiente y se agota. Generaciones de compositores, en esa familia, terminaron su esplendor tras los preclaros hijos de Bach y el vástago de Mozart, Franz Xaver, resultó un fiasco. Príncipes empelucados, en las cortes prusianas y hansiáticas, recibieron la educación más esmerada en manos de los grandes compositores y dejaron, si acaso, tríos para piano y cuerdas apenas bonitillos. El fuego sagrado, como lo llamó Ivanov al hablar de Scriabin, no siempre se enciende y un mal aire lo puede apagar sin remedio.
Mucho se ha escrito sobre la precocidad de Mozart y Handel. Al primero, cuenta Martínez Palomo, lo llegaron a examinar creyéndolo un enano adulto impostando ser un niño y Peter Kyvi (1934-2017), el polémico musicólogo antiwagneriano, nos recordaba, hablando de Handel, que el niño prodigio, contrario a la posterior leyenda romántica, era una aberración en el siglo XVIII y antes, al grado que, si salvaba la vida, se debía al frecuente beneficio pecuniario obtenido de él por sus atribulados padres. Lo cito a cuenta de la narración hecha por Martínez Palomo, en esta breve historia del genio musical a través de la medicina, de cómo lo absoluto en el arte, de tan inexplicable, ha llevado, en la historia de la música, al tráfico de reliquias, con pretendidos fines médicos.
El supuesto cráneo de Mozart fue exhumado y pasó de las manos de los sepultureros a las de los forenses, en busca de una explicación frenológica del milagro. La cirugía maxilofacial, con la ayuda de la radiología y las reconstrucciones de las partes blandas del cráneo, no ha servido, concluye Martínez Palomo en Haydn y Mozart, de gran cosa: “tal vez se comprueba lo que ya sabíamos, que el compositor era cabezón, tenía la frente abultada y los ojos saltones”. Y la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig, se negó a autorizar la toma de muestras de ADN del esqueleto de papá Bach, allí sepultado, para complacer a un equipo médico que deseaba compararlo con el de su hijo Carl Philip Emmanuel, a su vez enterrado en la iglesia de San Miguel, en Hamburgo. Todo ello con el propósito de saber si era realmente suya aquella que se tiene por la osamenta de Johann Sebastian, misma que un equipo descartó como prueba de una supuesta “enfermedad de los organistas”, decretada por los estudiosos anteriores de esa pelvis.
Los casos de Mozart y Beethoven, gracias al inmenso material epistolar dejado por ambos compositores, le otorgan mayor sentido al cruce entre la música y la medicina por sus consecuencias, por así llamarlas, epistemológicas. Tratándose de Mozart, se le ha presentado como víctima neurológica del síndrome de Gilles de la Tourette, el cual explicaría sus “tics motores, involuntarios y repetitivos, generalmente en la cara, la cabeza y el cuello” acompañados de “tics vocales” como la “coprolalia (mención involuntaria de obscenidades)” y su gusto por brincar sobre mesas y sillas, aullar como gato o inventar palabras sin sentido.
El Mozart, como personaje, que yo me figuro es el de Milos Forman, en Amadeus (1984), con todo y la mentira romántica fijada por Pushkin del compositor Salieri como el demoníaco príncipe de los envidiosos. Recuerdo que aquella película, protagonizada por Tom Hulce, causó estupor entre los melómanos más solemnes, pero en una comida, ante el compositor Joaquín Gutiérrez Heras (uno de quienes se sentían ofendidos por Forman), su amigo Rafael Castanedo, editor de cine, melómano y anfitrión esa tarde, tomó mi partido.
Padeciese o no Mozart de ese síndrome, su algarabía le otorga un sentido superior, si cabe, a su obra, la cual destaca, más aún, por ese lúdico e histriónico amor por la vida. En ello concuerdo con Martínez Palomo. Y el vocabulario, abundante en sus cartas, refiriéndose, de manera fantástica y bufonesca a la “Duquesa Pégale-Atrás” o al “Príncipe Panzón de la Coleta”, etc., o su invención de una verdadera toponimia imaginaria para los lugares que recorrió, itinerante durante una década, nos hacen pensar en el genio mozartiano de… Joyce, tan calumniado este año del centenario de Ulises por los amigos (siempre los hay) de la novela facilona y confesional, pero dueño, como Wolfgang Amadeus, de un oído absoluto, de ese que sólo se adquiere gracias al desciframiento de la melodía o la atonalidad en el ruido del universo.
Y en cuanto a la muy estudiada sordera de Beethoven, acierta una vez más Adolfo Martínez Palomo al citar, esta vez, a Wagner (“La Naturaleza, conociendo el potencial del compositor, le otorgó un blindaje contra el mundo exterior, que le permitió concentrarse sólo en su música”), cuando dijo que al perder todo contacto auditivo, ese otro genio, escandalizado él mismo por ser un músico sordo, penetró en la soledad de su mundo sonoro con esa libertad que festejamos eufóricos o melancólicos, con él, cada día. Cuando mi padre, médico y melómano, empezó a repetir cansinamente un aire de Boccherini, los facultativos corroboraron la demencia senil de origen vascular que acabó por llevárselo.
FOTO: El compositor Johann Sebastian Bach quedó ciego por un oculista fraudulento/ Crédito de foto: Especial
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