Sinville

Ago 18 • destacamos, Ficciones, principales • 3689 Views • No hay comentarios en Sinville

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La poeta, narradora y ensayista canadiense Cora Siré dedica este poema a la ciudad de Montreal, donde reside: en estas líneas, sus puentes, el Río San Lorenzo, los antiguos pobladores y sus habitantes que en tres distintas lenguas descubren a diario a esta “mujer de dos millones de nombres”

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POR CORA SIRÉ

Traducción de Marina Porcelli

 

Cada puente cuenta una historia.

 

Empieza con un rumor acústico

              el segmento de una ola de sonido distante

se prepara para contrabandear almas.

 

Escuchar palpitaciones que fluctúan

como repique de cuerdas de acero

            un lapso poderoso a través del río

¡llega a la isla

             cruza

                      llega a casa!

 

¿Cuántas veces me animé

a subir a esta montaña rusa,

antes con peaje (pero gratis por ahora),

           a esta viga acordonada de acero?

 

 

 

Al volver de los campamentos de Vermont

cuando aún creía en esos árboles de chupetines

o de los pueblos, cantones aptos para el esquí

campos cercados y con puestos de blé d’Inde

al enfocar los antiguos puntos de acceso y rutas secundarias

obturadas por la suma creciente de árboles caídos de los emprendimientos

para levantar shoppings suburbanos con negocios de comida chatarra

            levantados sobre los viaductos de concreto refortalecido

sigo derecho, y entonces no distingo el nivel del suelo

           hasta que de hecho estoy en la delgada rampa seis

vehículos atascados, motocicletas y megatón

camiones, todos nosotros que desembocamos en este

                        puente con tensores

en una carrera metálica y furiosa.

 

***

Una vez choqué mi auto en ese puente

fue tan fácil como si Goliat aplastara una lata de coca

entonces la memoria empalma con terror

un montaje mental de los desastres posibles

                 cosas arrojadas al espacio

                         morir por ahogo

o choques frontales en los cruces del este.

En ese rugir de velocidad

llantas que giran sobre el asfalto,

      clicks rítmicos en los tensores equidistantes

                 en la carpeta de concreto

una historia contada con latidos.

Soy transportada hacia

                          la cima

        de mi vértigo.

 

 

Sólo las canoas son tan inteligentes

Digamos una travesía al alba

y la ventana abierta

gee-awk, gee-awk

el puente demora tu música de fondo.

 

 

Gaviotas tus capitanes de St. Laurent

navegan río arriba desde el Tadoussac

donde las aguas frescas se arremolinan

dentro de la boca abierta del mar.

Los pájaros se elevan del camino pisoteado

y de los viaductos para escarbar

la isla habitada

por 8000 años.

 

***

Un lapso que provoca ruido

como avalancha de agua blanca

que surge de los postes a mitad del río

entonces mi nanosegundo tenso

            en la cima del puente Champlain

gotea con calma

          como hundir un remo con dulzura

un goteo en la ondulante historia atávica.

 

 

Cuando Jacques Cartier llega a la orilla

2 de octubre, 1535

encuentra un pueblo defendido

con el nombre del lago y del embalse del castor

Hochelaga, hogar de los Iroqués.

 

 

Siete décadas después

un Samuel llega

y no encuentra vestigio de ese pueblo

su gente migró o murió

por enfermedades infecciosas importadas

y entonces comienza

              el continuo genocidio.

 

 

Los Kanien’kehá:ka nombran la isla

Tiohtià:ke

y su nombre es tan viejo como el río

su autopista poderosa

mutilada para siempre por el cruce de la franja de mar

que inundó a desposeídos

fue tallada por los hombres

que requieren canales que conectan

             grandes lagos y rápidos rocosos para el paso.

Sólo las canoas son tan inteligentes

                     para deslizarse, cargar y pasear.

***

Mujer de dos millones de nombres

 

 

Su historia contada en remolinos de agua

la espuma de vergüenza engrasada por los derrames

y las refinerías, entrecruzadas, por temporadas,

con las sirenas sonando de cruceros y barcos con conteiners.

 

 

Si es de noche, su cosmos de neón hace señales

luces que se burlan en el río

                 y más allá

un rascacielos, centinela humilde,

custodia la cima del Mont Royal

su cruz acordonada de acero que declara

              Dios está con nosotros

en un tono barítono

desmiente la falta completa de certidumbre

requerida para un acto de fe

de esta magnitud, por una isla

que se dice, desde hace tan poco, monoteísta.

 

 

Y si es de día, veo su renacimiento

sagrado con su caparazón verde

con una delgada cruz alada puesta arriba

que va en busca de aire sobre los árboles de maple

y sobre el paisaje urbano, el cliché de Twain,

100 campanarios recortados contra viviendas que se agachan

erigidas en una especie de “prosperidad pasada”

hogares para inmigrantes, refugiados, hijos de colonizados

                  bonjour hello hola

antiguas nuevas vidas atareadamente vividas.

 

***

Mira, me autoforcé en el umbral

de nuestro cruce de mecano, mira

           y directo hacia ella

la mujer de los dos millones de nombres.

Escucho sin querer sus discusiones encervezadas

sobre Montcalm, Wolfe, Harper y PKP

y cuando escucho con más atención, más allá de las máquinas tragamonedas

ka-chíng, ka-chíng, noticias luminosas en el cartel, resultados de hockey,

opinólogos en Tout le monde en parle,

             escucho los poetas cantar.

 

 

Di Michele dit Brossard dit Dorion

canta Starnino canta Sarah canta Queyras.

Soy la luna completa y no-menguante de este metro

polis de nieve, dice di Michele,

je me tiens infiniment aérienne

avant les questions non loin des rivages

          dit Brossard.

          Et Dorion, nous descendons,

comme descend le jour, ou le fleuve.

           Dice Sarah,

las cosas extrañas florecen

en Laurier Street

        a lo que Starnino agrega,

deja tu atontamiento de muchas revoluciones por minuto.

Dice Queyras,

        si no vinieron a la ciudad en canoa, pueden irse al carajo.

 

 

Un ocupante con capa de cuero

y encaje, ella tiene un pasado oscuro

el alma de la fiesta, no es tímida

al abrazar, una euforia compartida

brutalmente fría cuando le conviene

me cautiva con una fuerza que me arrastra

hacia mi casa, y me hace parpadear con sensualidad

frente a su cara arrugada

y decirle al oído,

           te amo tanto, Sinville.

 

 

FOTO: Vista general de la ciudad de Montreal, Canadá. / Luis Cortés/EL UNIVERSAL

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