Cristobal de Villapando: Prisca Theologia
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Con motivo de la exposición que el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York hace del pintor más importante de la Colonia, estas líneas trazan una insólita guía de apreciación para su obra, con especial énfasis en sus conexiones con disciplinas provenientes de tradiciones paganas, mitos antiguos y saberes ancestrales, entonces considerados heréticos por el Santo Oficio. Un polémico acercamiento al maestro novohispano
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POR MAGNOLIA RIVERA
@MagnoliaRivera
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La primera vez que vi un retablo firmado por Cristóbal de Villalpando pensé, no en la pintura religiosa, sino en la religión de la pintura.
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El arte verdadero –por original, por inusitado– arroba, seduce. Es la red que viene a cazar almas. Estremece, inquieta, hechiza, nos atrapa en las energías que fluyen desde la obra tallada, escrita o pintada, sueño de un instrumento musical o de una garganta prodigiosa. Encarna, sin lugar a dudas, lo real maravilloso. Ahí están los testimonios de Sigmund Freud, deslumbrado por el Moisés de Miguel Ángel, Vasconcelos seducido por el atmán de Beethoven, Baudelaire conmovido por el Marco Aurelio de Delacroix, o esa joven ahora mismo extasiada ante El Pensador de Rodin sintiendo el latido de la sangre en las perfectas venas de la figura de mármol. El verdadero arte se instala en la conciencia a fuerza de tatuar en ella su poder inmarcesible.
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En el siglo XVII un pintor es más que alguien que pinta. Según las exigencias de los tratados en boga, el artista debe concebir su obra a partir de una idea o invención “por donde venga a ver con los ojos carnales lo que ve con los de el espíritu” (Francisco de Holanda, Diálogos). Conforme a esa premisa, Cristóbal de Villalpando se firma como inventor. El maestro novohispano concibe un legado cuyo poder puede sintetizarse en una frase que Octavio Paz vertería siglos más tarde en otro contexto: “El cuerpo y el alma –o sea la tradición pagana y la cristiana– reducidos a una vibración visual: música para los ojos.” Música que necesita de la arquitectura, de la matemática y de otras disciplinas que deben estudiar los artistas de esa época. El pintor tiene que ser polímata, formado en un saber enciclopédico. Ciencia y religión muestran profundas conexiones a través del arte. Son tiempos de efervescencia inquisitorial, de censura estética, de consolidación del dogma cristiano. Se persigue a “brujos, magos, hechiceros, alquimistas y astrólogos y aun hombres de ciencia, tildados de supuesta connivencia con el Diablo” [Rainer W. Klein, Brujas]. Se acosa también a los artistas. Sin embargo, a pesar de las presiones, muchos creadores evocan en sus piezas mitos antiguos y saberes ancestrales con matices considerados heréticos por el Santo Oficio. En ese entorno, Villapando es fiel emisario de su tiempo. En cada uno de sus lienzos, tras la figura sagrada anida la profana, en lo permitido lo prohibido. Su paleta de pintor es a la vez la plancha en la que mezcla los ingredientes para crear la Gran Obra. Maestro de la ilusión óptica, sabe disimular el mensaje. En sus invenciones parecen vibrar los versos de su coetánea Sor Juana Inés: “Este que ves, engaño colorido, / que, del arte ostentando los primores, / con falsos silogismos de colores / es cauteloso engaño del sentido…”
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Villalpando pinta para los cristianos que financian el quehacer pictórico, pero también para aquellos que estudian los misterios del Gran Arcano. Pinta para todo aquél que puede ver lo que existe debajo de la forma. Las catedrales son páginas del libro de la atávica sabiduría que, por serlo, es universal. Dice Ernst Gombrich que “el arte fue en otros tiempos servidor del simbolismo y no el simbolismo servidor del arte” (Esencial). Con la misma pasión con la que sus contemporáneos –artistas y científicos– realizan sus tareas, Villapando colma su legado de símbolos. Allá, Athnasius Kircher y Robert Fludd revelando lo oculto en los Tractatus. Isaac Newton, entre el ojo y la luz. Acá, la Décima Musa estudia para ignorar menos y Cristóbal de Villalpando labora en la invención de escenas que nos remiten de inmediato a la alquimia simbólica y a sus operaciones.
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Ya desde la Edad Media el alquimista se hacía llamar artista, porque consideraba sus prácticas como Arte Real. Representar los procesos de búsqueda de la Piedra Filosofal utilizando imágenes religiosas en la pintura era cosa común en esos tiempos: “Así, la muerte de nuestro Señor Jesucristo y su resurrección en un cuerpo glorificado, era comparable al alquimista con la muerte de los metales y su resurrección como una piedra gloriosa. De la misma manera, la Asunción de Nuestra Señora, su elevación en cuerpo y alma al cielo, convirtiéndose en un cuerpo glorioso, para ser allí coronada por su Hijo, servía para explicar la glorificación de la materia. La Trinidad, las tres personas y un solo Dios, era parangonada con la trinidad de la materia, v. gr. Sal, azufre y mercurio en un solo cuerpo.” (F. Sherwood, La alquimia y los alquimistas). La analogía entre alquimia y religión es clara en lienzos de Villalpando como en El señor de la meditación (s. XVII), llamado también “Rey de Burlas”. En esta pintura hay quienes notan cierta semejanza con el grabado “Melancolía” del renacentista Albert Durero. El símil es evidente en aspectos como la figura protagónica del cuadro. El personaje cavilante nos remite a la imagen del filósofo en pos de la quintaesencia que describe Fulcanelli en Las moradas filosofales, ese “recluso terco, encorvado por el estudio, las vigilias, la búsqueda perseverante y el desciframiento obsesivo de los enigmas de la alta ciencia”.
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De pie ante este lienzo de Cristóbal de Villapando, evoco las palabras de Jacob Boëhme: “Advierto al buscador, si quiere cuidar de su salvación temporal y eterna, que no se interponga en el camino del proceso terrestre antes de librarse primero de la maldición de la muerte por el Mercurio divino. De lo contrario sus trabajos serán vanos y su ciencia inútil.” La muerte del mercurio divino se lleva a cabo en el recipiente en que se cuece la materia, que en realidad es el alma de Cristo en su proceso de sublimación. En el vas hermetis se lleva a cabo lo que en el argot alquímico se denomina “la confección de la piedra roja”, fundamental para alcanzar la perfección del alma o el oro espiritual. En el medioevo, Alberto El Grande explica dicho proceso: “Si deseas cambiar esa Piedra gloriosa, ese Rey blanco que transmuta y tiñe el Mercurio y todos los cuerpos imperfectos en verdadera Luna; si deseas, digo, convertirla en Piedra roja que transmuta y tiñe el Mercurio, la Luna y los demás metales en verdadero Sol, obra así… Aumentarás el fuego hasta que por su fuerza y su poder la materia se haya transformado en una piedra muy roja, que los filósofos llaman Sangre, Oro púrpura, Coral rojo o Azufre rojo.” (Compositum de Compositis). Esa sangre es la que vemos descender en hilos por fuera del recipiente que Cristo está cuidando. En el hermetismo, suele verse al ser humano como piedra bruta en estado de imperfección y como piedra tallada en un nivel superior. El Cristo de Villapando está sentado sobre una impecable piedra cúbica. Todos los elementos que rodean al personaje tienen una explicación hermética que rebasa los límites de una traducción literal bíblica. No juzguemos ninguna cosa por su apariencia, sino más allá.
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Dilatado sería seguir explicando, en este contexto, una a una, las obras de Villalpando. Y mucho más, describir todos los juegos de ilusión óptica con los que despliega su singular maestría. Baste por ahora señalar algunos ejemplos inscritos en su legado plástico. El pintor novohispano estudió a conciencia los textos más importantes de la alquimia occidental. No hizo de ellos imitación superflua. Logró reinventar las escenas sin alterar los hondos mensajes. Una muestra es el cuadro en donde Santa Teresa recibe el velo y el collar de la Virgen y San José (ca. 1680-1689): al examinar el cuadro no puedo menos que remitirme, entre otras muchas fuentes, a la Asunción alquimista, emblema XIX del Rosarium philosophorum y a las planchas del texto Mutus Liber.
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Observemos La lactación de la Virgen María a Santo Domingo de Guzmán (ca. 1685), donde Nuestra Señora da de beber leche de su pecho al místico postrado a sus pies. Para algunos estudiosos, como el curador del Museo de Louvre Guillaume Kientz, este episodio representa el momento en el que el santo es elevado a “hermano de leche” de Cristo. Efectivamente: en la iconografía hermetista la lac virginis o “leche de la virgen” es el agua imprescindible para encontrar la quintaesencia, la panacea universal, la Perfección. En alquimia, las iniciaciones –o ingreso a un nivel espiritual más elevado del practicante– se representan mediante la alegoría de la lactancia. Ahí están las madres-nodrizas amamantadoras que aparecen en textos como el Atalanta Fugiens de Michael Maier. Además, en la escena pintada por Villalpando se han identificado a tres figuras como las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad o como los votos monásticos de obediencia, pobreza y castidad, o a las Iglesias triunfante, purgante y militante e incluso a los colores patrios; podemos hacer espacio a la noción de las tres etapas del Magisterio, cuya jerarquía es tricolor y está representada en las vestimentas predominantes de los personajes: blanco, rojo y negro o azul oscuro.
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Alquimia hay también en el cuadro La Virgen de Aranzazú (ca. 1690-1699). Las vírgenes negras están relacionadas con las diosas de la tierra que “fueron la versión cristianizada de un culto antiguo, anterior al cristianismo, por supuesto céltico, pero quizás aún mucho más antiguo… en todas las religiones en las que se venera a una Diosa-Tierra, siempre aparece indisolublemente asociado con ello un culto solar. Tanto entre los egipcios, como en el caso de los incas, los griegos o los celtas, no hay Diosa-Tierra sin Dios-Sol, su complemento indispensable.” (Jacques Huynen, El enigma de las vírgenes negras). Cristóbal de Villapando pinta en este lienzo a una virgen sobre un árbol, ramaje que sugiere la forma de la cornamenta de los dioses paganos. Reitera el símbolo con las figuras de los animales astados al pie de la pintura y con el cuerno que toca el pastor en la escena.
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En el acervo del artista barroco hallaremos dragones, serpientes, espejos y cornucopias, pero también machos cabríos. Una de las ilusiones ópticas más notables es la que plasmó en la Purísima Concepción (ca. 1680-1689). Escondido a la vista de todos, el dios prohibido nos saluda. Veremos su testa erguida si hacemos un trazado imaginario por los márgenes del manto oscuro que envuelve la alba figura de la virgen.
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En tiempos remotos, el macho cabrío no era el demonio, sino imagen andrógina dadora de vida. La virgen y él forman el rebis, la pareja indivisa, conjunctio oppositorum, la totalidad. Sol-Luna, negro-blanco, luz-oscuridad, lo fijo y lo volátil.
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Villapando crea en el pasado, en ese siglo ya ido, con la certeza de que su obra no será pretérita. El pintor y alguna vez veedor del Virrey [vigilante de los reglamentos para pintores] es, más que veedor, vidente. Alejo Carpentier dice que el barroquismo puede ser premonición. En Villapando lo es, porque supo impregnar de atemporalidad sus obras.
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Quien contempla el océano, sabe lo que significa la palabra inmensidad. En alquimia, el mar es todo, y “bien distinto de esa masa de agua salada,” dice el monje hermetista Dom Pérnety [Diccionario]. A veces es posible capturar la inmensidad, ser la inmensidad, imbuirse en un instante de todas las cosas, entender que soy Cosmos. El Yo es el Universo. El Orbis, yo. A veces un estímulo, el toque de la cuerda exacta, nos entrega la visión del aleph, torrente simultáneo, de la célula al maremágnum. “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”, exclama el Hamlet que bien recuerda Borges.
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Contemplar es más que ver. El verdadero arte incentiva a la contemplación, hace vibrar el alma, despierta los sentidos, activa energías insospechadas.
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Observar una obra de Villalpando nos transfigura. Somos cada uno de nosotros el alambique, el recipiente del que ha de surgir el oro espiritual. En el legado del pintor del siglo XVII suena la inaudible y poderosa música de las esferas, se agitan en el vas hermetis las sustancias. Los colores, las líneas, las formas se cocinan lentamente. El cielo no termina en el límite del lienzo, ahí comienza. La escena pintada nos lleva a alzar la vista y subir por la escala de luz –tránsito de la serpiente, símbolo de la transmutación, cadena del ser–. Vamos de lo terreno a lo celeste para descubrir, en la apoteosis, lo maravilloso.
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FOTO En la Purísima Concepción, de Villalpando, la autora de este ensayo propone la existencia de una ilusión óptica en forma de macho cabrío oculto en el manto oscuro que envuelve a la virgen. / Cortesía especial.
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