Crónica de un conquistador: “Cartas de relación”, de Hernán Cortés
Las Cartas de relación de Hernán Cortés funcionaron como un reporte del proceso de conquista vivido en Mesoamérica para la Corona, que el autor empleó también para enaltecer su propia figura
POR RAÚL ROJAS
Las Cartas de relación son la historia de un genocidio, son el relato de la colonización y sometimiento de Mesoamérica. La alevosa confesión en cinco entregas la escribió Hernán Cortés como reportes a la Corona española, de 1519 a 1526, y refieren lo acaecido durante la llamada Conquista de México. Cobijados bajo la bandera del catolicismo, los conquistadores cometieron crímenes inconfesables para poder apoderarse de lo que hoy se llama Hispanoamérica. El 13 de agosto de 1521 cayó Tenochtitlán (que Cortés llama Temixtitan en las Cartas). Al respecto, el segundo de los reportes concluye con una anotación extemporánea de alguien que complementa el escrito y se congratula: “Vinieron nuevas (…) como los españoles habían tomado por fuerza la grande ciudad de Temixtitan, en la cual murieron más indios que en Jerusalén judíos en la destrucción que hizo Vespasiano”. Más aún, al arribo de los españoles había entre 7 y 11 millones de indígenas en Mesoamérica, pero hacia fines del siglo XVI quedaban sólo 2 millones, debido a las batallas, el peso de los tributos y las epidemias de enfermedades desconocidas en el Nuevo Mundo. Es lo que se ha llamado el Holocausto Americano.
Las Cartas de relación fueron publicadas en España en la década de 1520. Se puede decir que es la única crónica que se ha redactado casi en paralelo con los acontecimientos y además por uno de los protagonistas más importantes. Las Cartas establecieron una cronología de la campaña militar que fue la base después para La historia de las Indias y conquista de México, escrita por el eclesiástico Francisco López de Gómara, quien tuvo contacto con Hernán Cortés en España. En respuesta a Gómara, quien nunca estuvo en América, Bernal Díaz del Castillo escribió la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, con la que pretendía enmendarle la plana al fraile, sobre todo en lo que correspondía al papel de los capitanes de Cortés como coautores centrales de la conquista. Claro que Bernal Díaz era uno de ellos y estaba interesado en disminuir la figura histórica de Cortés. Pero, desde mi punto de vista, la obra de Bernal Díaz es más bien una especie de “novela histórica”, ya que narra hechos y conversaciones a la distancia de 50 años, como si él siempre hubiera estado presente en todos lados. Las Cartas son, en ese sentido, un documento histórico menos detallado, pero más auténtico, aunque es claro que Cortés las usa como propaganda para enaltecer su figura. De la obra de Bernal se ha dicho que destaca más su valor literario que la fiabilidad histórica.
Hoy sabemos que el llamado “imperio azteca” era más bien una endeble superestructura, es decir, consistía en un tejido de heterogéneos señoríos que debían entregar tributo a los aztecas, sin que existiera una verdadera identidad cultural. Mesoamérica era en aquel entonces un mosaico complejo de etnias, lenguas y naciones indígenas. Cuando una región era conquistada, simplemente declaraba su vasallaje al soberano en turno y entregaba su tributo, pero por lo demás conservaba sus dioses y tradiciones, adecuándolas quizás a ciertos usos y costumbres aztecas. Sabemos también que no fueron unos cuantos cientos de soldados españoles, con sus caballos y artillería, los que lograron tomar la capital del imperio, sino ellos y miles de indígenas aliados que fueron levando con violencia inaudita durante su avance desde la costa hasta llegar a Tenochtitlán. La segunda carta registra que después de la toma de la ciudad se encontraban ahí 1500 soldados españoles, 500 más a caballo y “cien mil indios de los naturales de la tierra” a su favor. La superioridad tecnológica de los conquistadores les habría dado el triunfo a la larga, pero sucedió más rápido gracias a las alianzas que Cortés pudo forzar.
Ya desde la primera carta nos podemos dar una idea de la mentalidad depredadora de los invasores. En esta misiva Cortés habla en tercera persona, porque supuestamente fue escrita por el cabildo de la recién fundada Villa Rica de la Vera Cruz. Y es que inicialmente Cortés había sido puesto a cargo de la expedición que partió de Cuba hacía Yucatán por Diego Velázquez, el gobernador de la isla. Sin embargo, después de confirmar la riqueza de Yucatán y el resto de la costa, lo primero que hace Cortés es traicionar a Velázquez y conseguirse una nueva encomienda “en nombre del rey”, emitida por el cabildo títere que él mismo instaló en la Vera Cruz.
Que se trata de una guerra de conquista rapaz queda claro desde las primeras líneas. Se relata cómo, siempre que encontraban un nuevo pueblo en la costa, los conquistadores “recuperaban” oro para la Corona. A cada nuevo pueblo con el que se topaban le pedían que asumiera la “verdadera fe” y que reconociera al rey de España como amo. Pero, claro, Cortés le aclaraba al nuevo vasallo “para que tuviese por bien de le mandar recibir a su real servicio, que le rogaba que me diese algún oro, que él tenía”. Y así, “recuperando” oro por toda la costa y liquidando indios, se llega al final de la primera carta, que concluye con un inventario de los trofeos del botín: “una rueda de oro grande con una figura de monstruos (…) dos collaretes de oro y pedrería (…) cien pesos de oro por fundir para que sus altezas vean como se coge acá el oro de las minas”, y así, durante cinco páginas más.
La segunda y la tercera cartas describen lo esencial de la ofensiva y toma de Tenochtitlán.
Después de establecerse en lo que hoy es Veracruz, Cortés comenzó a avanzar hacia el altiplano venciendo un pueblo tras otro. Muchos se entregaron sin resistencia, partiendo posiblemente de la idea de que el vasallaje sería el mismo que con los aztecas: bastaría pagarle tributo a un nuevo patrón. Las primeras batallas de gran monta se dieron durante el avance contra los tlaxcaltecas. Dice Cortés: “Y como traíamos la bandera de la cruz y pugnábamos por nuestra fe (…) nos dio Dios tanta victoria que les matamos mucha gente”. Los tlaxcaltecas enviaron entonces a 50 emisarios con alimentos, que Cortés especula son espías: “Y visto, los mandé tomar a todos cincuenta y cortarles las manos, y los envié que dijesen a su señor que de noche y de día y por cada cuando él viniese, verían quién éramos”. Después de atravesar varios pueblos, asesinando indios, llegó Cortés a otro que tomó por sorpresa, donde los indígenas “salían desarmados, y las mujeres y los niños desnudos por las calles”. Esa serie de derrotas provocó que en septiembre de 1519 Xicohténcatl Axayacatzin (a quien Cortés llama Sicutengal) se rindiera y aceptara formar una alianza contra los aztecas, enemigos perennes de los tlaxcaltecas. Dos años después Cortés, mandará ejecutar a Xicohténcatl.
La siguiente parada importante, en el avance hacia Tenochtitlán, fue en Cholula, donde Cortés organizó una masacre de la nobleza. Cholula era, en el relato de Cortés, una ciudad “mayor que Granada” y con un mercado donde comerciaban hasta 30 mil personas diariamente. Y aunque los cholultecas no opusieron resistencia y recibieron a Cortés en su ciudad, éste temía una emboscada, así que concentró a los nobles y jefes guerreros en un patio donde fueron acribillados con los arcabuces: “Así se hizo, que después que tuve los señores dentro en aquella sala, déjelos atando, y cabalgué, e hice soltar la escopeta y dímosles tal mano, que en pocas horas murieron más de tres mil hombres”. Cortés se jacta de la matanza y de que pudo echar a todos los enemigos fuera de la ciudad “porque me ayudaban bien cinco mil indios de Tascaltecatl y otros cuatrocientos de Cempoal”.
Fue así como Cortés pudo continuar a través de la ruta directa hacia Tenochtitlán, cortando por entre los volcanes, pasando por Chalco e Iztapalapa, hasta ser recibido por Moctezuma como su huésped en la capital del imperio azteca. Es difícil entender hoy cómo es que Moctezuma cometió un error estratégico tan evidente. Apenas se habían instalado Cortés y sus soldados en Tenochtitlán, Cortés hizo prisionero al tlatoani azteca en el interior de su propia residencia. Cortés relata que Moctezuma le dijo que era una vieja profecía que los descendientes de un gran señor “habían de venir y sojuzgar esta tierra y a nosotros como sus vasallos”. Sería obviamente la leyenda de Quetzalcóatl, quien alguna vez debería regresar por mar para volver a regir a su pueblo.
Sea como fuese, si por cobardía, por superstición, o por cálculo estratégico, el hecho es que el ejército español se asentó en Tenochtitlán sin que se vertiera una sola gota de sangre. Moctezuma entregó incluso al señor de Texcoco, quién continuaba renuente a aceptar el dominio español. Habló también con los señores de las comarcas cercanas para que aceptaran al rey de España como nuevo amo. Todo lo dijo Moctezuma con lágrimas en los ojos y según Cortés “no había tal de los españoles que oyese el razonamiento, que no hubiese mucha compasión”. Lo que no impidió que pocos días después de aceptado el vasallaje, Cortés hablara con Moctezuma “y le dije que vuestra alteza tenía necesidad de oro para ciertas obras que mandaba hacer” y para que los nuevos vasallos se recomendaran con el rey debían entregar oro, ya que así “vuestra alteza tendría más concepto de las voluntades que a su servicio mostraban”.
Tan cómodo se sentía Cortés en Tenochtitlán que se pudo dar el lujo de abandonarla y dividir su ejército cuando le informaron que habían llegado navíos a la costa transportando una armada enviada por Diego Velázquez para aprehenderlo. Liderados por Pánfilo de Narvaéz, las tropas de Velázquez se enfrentaron a las de Cortés y fueron completamente derrotadas, con lo que Cortés no sólo se apropió de la pólvora y vituallas que transportaban, sino que pudo acrecentar su milicia con los soldados de Narvaéz, a los que no les quedó otra cosa que cambiar de facción. Así las cosas, regresó Cortés a la capital azteca, que se encontraba en rebelión, ya que el capitán Pedro de Alvarado, a cargo del ejército español en ausencia de Cortés, había escenificado otra matanza, pero ahora en Tenochtitlán. No lo menciona Cortés, pero hoy sabemos que durante la fiesta de Toxcatl, que había sido autorizada por Pedro de Alvarado, se cerraron las entradas a la plaza donde se escenificaban las danzas y la nobleza azteca fue masacrada. La ciudad se levantó en armas y se desconoció la autoridad de Moctezuma, quien insistía en no luchar. De regreso en Tenochtitlán con el resto de su ejército, Cortés sacó a Moctezuma a un pretil, para que calmara a la gente, pero “le dieron una pedrada los suyos en la cabeza, tan grande, que de allí a tres días murió”.
Los soldados españoles huyeron de Tenochtitlán, a través de Tacuba (durante la después llamada “Noche Triste”) y pudieron recuperarse en Tlaxcala. Cortés decidió no regresar a Veracruz sino continuar la guerra para “no desamparar esta tierra”. El desenlace lo narra la tercera carta, con una nueva campaña contra Tenochtitlán, que se dará por tierra y por el lago, con ayuda de bergantines construidos para sitiar a la ciudad. Cortés reagrupó a sus tropas y comenzó a subyugar durante varios meses a las comarcas circundantes, hasta que Tenochtitlán quedó sitiada. Entretanto, una epidemia de viruela, enfermedad ajena a América y traída por los españoles, había diezmado a la población. De hecho, Cuitláhuac, sucesor de Moctezuma, fue una de las victimas. El sitio de Tenochtitlán duró casi tres meses hasta la captura del nuevo huey tlatoani, Cuauhtémoc, lo que selló la caída de la ciudad. Llevado ante Cortés, Cuauhtémoc “puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase”. Fue hecho prisionero y, en 1525, fue ejecutado por Cortés, cuando ya no lo necesitaba.
Habría muchas otras cosas por señalar, pero las Cartas se distinguen de las historias de Gómara y Bernal Díaz del Castillo por el belicismo y el descaro con el que Cortés las escribe. Es la historia descarnada de la violación de Mesoamérica, apenas maquillada por todas las referencias a la “verdadera fe” y a Dios en las alturas. Con la conquista del actual territorio mexicano culminaba el ciclo de descubrimientos que se inició en el siglo XV, pasando por los viajes de Cristóbal Colón, que extendieron el mundo conocido, hasta los reportes de Cortés, que dieron cuenta de las culturas milenarias asentadas en América. Colón puso a América en el mapa, Cortés a las culturas mesoamericanas, destruyéndolas.
El continente americano se había desarrollado de manera independiente, durante miles de años, hasta que la invasión europea condujo a esa mezcla cultural que es hoy Hispanoamérica: una combinación cultural y étnica ambivalente que comenzó con un genocidio. El mestizaje nació de la derrota, cuyo símbolo más visible fue la construcción de catedrales con las piedras de las pirámides. La historia de América quedó interrumpida de tajo para seguir otros derroteros. Por eso decía Octavio Paz que en este continente no tenemos una tradición que continuar “sino un futuro que lograr”. En las palabras del poema náhuatl:
Nada es para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
FOTO: La captura de Tenochtitlán, de la serie La Conquista de México, realizada en el siglo XVII. Autor desconocido/ Biblioteca del Congreso de Estados Unidos
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