Jojutla: cruce de caminos
/
El estado de Morelos, en el centro de México, es uno de los más dañados por el terremoto del 19 de septiembre. Hay tantos edificios a punto de desplomarse que no se puede llegar al centro más que a pie. Hasta aquí han llegado voluntarios desde distintos puntos del país conscientes de que el momento de ayudar es ahora, como nos cuenta este cronista, que visitó este lugar un día después del fatídico sismo
/
POR VICENTE ALFONSO
/
Jojutla, Morelos. El parque Cabeza de Juárez es uno de los puntos clave de Jojutla, pues aquí confluyen tres de sus avenidas principales. No obstante, el sitio es apenas más ancho que un camellón y rara vez está lleno de gente. Si uno lo busca en google maps, puede comprobar que en este lugar no aparece nadie. Hoy, en cambio, el parque está lleno. No cabe una persona más. Y siguen llegando: vienen de Cuernavaca, de Chilpancingo, de Zapopan, de la Ciudad de México. Llegan a pie, en moto, en taxi, en camionetas y hasta en autobuses rentados. Ofuscados, un par de agentes de tránsito intentan, sin éxito, organizar el tráfico. Se saben más que rebasados, pues desde la tarde-noche de ayer martes se instaló aquí un centro de acopio al que acuden cientos de voluntarios a donar víveres, agua, ropa y medicamentos. Se trata de un lugar de apoyo espontáneo que ha logrado organizarse por medio de redes sociales, pues los voluntarios afirman que en ningún momento se han acercado las autoridades a coordinar las acciones. Y eso que hoy, aquí, hay decenas de funcionarios de protección civil, bomberos, militares, médicos, además de policías federales, estatales y municipales. Además, no muy lejos de aquí están el gobernador y el presidente de la República, quienes han venido, en palabras del primer mandatario, a “estar con la gente y coordinar acciones con el gobierno estatal” tras el sismo de 7.1 grados que ayer cimbró al país.
/
Jojutla es el municipio más dañado por el terremoto. Hay aquí tantos edificios y casas a punto de desplomarse, que no se puede llegar al centro más que a pie. Además de viviendas, se colapsaron iglesias, guarderías, escuelas, farmacias. Las cifras son cambiantes: los más conservadores hablan de 150 edificios derruidos, pero hay quien habla de 300 y de más de mil construcciones con daños graves.
/
Por Cabeza de Juárez han pasado también, en las últimas horas, cientos o quizá miles entre los casi 60 mil habitantes de este municipio en busca de medicamentos, ropa y comida. Esperan para recibir atención médica de parte de jóvenes voluntarios que hacen lo posible por remediar sus dolencias. Uno de esos voluntarios es Pedro Edmundo Avilés, quien a sus 25 años vive su primera experiencia tratando víctimas de una tragedia. En las horas que lleva aquí ha atendido toda clase de casos: desde un bebé de dos meses con ataques de tos por la nube de polvo, hasta personas a quienes les cayó una barda encima, pasando por pacientes de diabetes a quienes la impresión les disparó los niveles de glucosa. Entre todos esos casos, no obstante, el que más le ha impresionado es una mujer de cuarenta y tantos años que presentaba un cuadro de estrés postraumático severo, pues su casa se había incendiado. La mujer, madre de tres niños, estaba desesperada porque no tenía a dónde regresar. Tal era su dolor que ni siquiera se había dado cuenta de que traía los brazos llenos de raspones y heridas.
/
Cuando le pregunto al joven médico por qué decidió venir desde Cuernavaca, responde sin dudar: “En la Facultad, el primer día de clases, te preguntan por qué quieres estudiar Medicina. Creo que el noventa por ciento de mis compañeros, yo incluido, contestamos que para ayudar a la gente. Y ahora es el momento de ayudar”.
/
/
Entre velas y fugas de gas
En Cabeza de Juárez inicia la zona donde más daño hizo el sismo. No sólo aquí, sino en todo el país. “En la colonia Zapata y sus inmediaciones se cayeron más casas de las que quedaron en pie”, me dice un hombre de playera gris y pantalón de mezclilla. Luego me invita a comprobarlo. Basta caminar doscientos metros por la avenida 18 de marzo para constatar que no miente: si bien no todas las casas se cayeron, las fachadas de varias están afianzadas con polines de madera. Es un intento desesperado de los vecinos por no perder su patrimonio. Sobre la banqueta reposan, apilados, muebles, electrodomésticos, vajillas, juguetes. En una mesa, un grupo de jóvenes voluntarios prepara tortas que más tarde repartirá entre los vecinos. Pegada en un portón, una cartulina informa en dónde y a qué hora se hará una misa por el descanso de dos personas, una mujer y una niña, que murieron ayer.
/
Cien metros más allá, el escenario es apocalíptico: cuatro trascabos reposan frente a un montón de escombros en el sitio donde se colapsaron varias casas, entre ellas una de tres pisos. Aquella es la mía, dice el hombre y señala una construcción de dos plantas, aún en pie, la fachada color naranja. Le pregunto si quedó muy lastimada. Ya lo verá usted, responde. En eso, una mujer y un hombre nos cierran el paso en una especie de retén improvisado. No son policías, ni bomberos, ni trabajadores de protección civil. De hecho ningún logotipo los identifica, pues son brigadistas voluntarios. Pero el argumento que usan para detenernos es contundente: se ha detectado una fuga de gas y hay riesgo de explosión. “De hecho, tengo que pedirle que apague su celular”, agrega el hombre. A cada momento llega alguien ante los brigadistas y les pide permiso de pasar. La respuesta es siempre la misma: imposible. No mientras haya riesgo de explosión. Sin más remedio, el hombre de playera gris se recarga en un coche a esperar. Justo ese momento pasa otro voluntario preguntando a los vecinos si tienen luz. Ante la negativa general, saca de su mochila una bolsa de velas y comienza a repartirlas. Un mar de manos se extiende hacia él. “Una por persona”, dice. “Si no, no van a alcanzar”. No ha terminado cuando los vecinos se recuerdan entre sí que no deben encenderlas hasta que la fuga esté controlada. Y yo me pregunto que pasaría si alguien, por la razón que sea, se hubiese olvidado de la fuga y hubiese encendido una vela, un cerillo o un cigarro. ¿Dónde está la gente de protección civil?, pregunto. “Seguramente acompañando al presidente”, responde una mujer.
/
Pasados quince o veinte minutos, la fuga es suprimida. Al menos eso dicen los voluntarios mientras liberan el paso. Sigo al hombre de la playera gris y entramos en su casa, una vivienda pequeña, pintada por dentro con colores pastel: en los muros hay grietas enormes en las que se pueden meter tres, cuatro dedos. Empleamos cinco, quizá seis minutos en llenar tres bolsas y dos mochilas con todo lo que encontramos en el piso: vasos, películas, cuadernos, zapatos. Súbitamente me preocupa estar en una construcción que podría colapsar. Pero quiero ser útil. Al hombre también le preocupa que la casa se venga abajo, lo adivino en su cara. Cuando salimos, me señala dos bicicletas encadenadas a un árbol y me pregunta si puedo llevarme una hasta el albergue. Le digo que sí.
/
Regreso a 18 de marzo. No soy el único voluntario que intenta ayudar a sacar muebles y pertenencias de las casas. Hay en la calle una cuadrilla de jóvenes que hacen lo mismo. Justo en ese momento, el dueño de otra vivienda pide ayuda: hace falta sacar dos camas del segundo piso. Varios jóvenes levantan la mano, pero retroceden tras ver que el muro central de la casa está tan fracturado que resulta increíble que no se haya caído. El techo, también casi vencido, se inclina hacia nosotros. Entonces uno de los jóvenes entra corriendo mientras los demás voluntarios alcanzamos a ver y escuchar cómo la construcción resiente sus pasos. Pienso qué sentiríamos los demás si en ese momento la casa se colapsara. Y me pregunto si vale la pena arriesgar la vida por un objeto.
/
La respuesta me la dará, horas más tarde, otro joven llamado Jorge. Con 25 años, encabeza una cuadrilla de más de cuarenta muchachos y muchachas que, desde las primeras horas de hoy, recorre las calles de la ciudad buscando en qué ayudar. Formada por paramédicos, especialistas en electrónica, abogados y psicólogos, hacen de todo, desde remover cascajo hasta dar primeros auxilios. Se trata de una cuadrilla mucho mejor constituida que la turba bienintencionada con la que estuve trabajando en la avenida 18 de marzo. Sin que se lo pida, Jorge me explica por qué: “A mi equipo le digo que tenemos que resguardar primero nuestra integridad física y después ayudar. La primera regla es no hacernos daño”.
/
Nativo de Galeana, una población a cuarenta minutos de aquí, Jorge me explica que la cuadrilla se formó espontáneamente con las muchachas y muchachos que llegaron a ofrecerse como voluntarios a la presidencia municipal de Jojutla, pues ni el alcalde ni su equipo los tomaron en cuenta. Como pasaron las horas y nadie les decía qué hacer, se organizaron en un grupo al que bautizaron como Brigada Alianza. “Estuvimos como tres horas haciendo nada hasta que de plano nos reunimos y dijimos: tenemos material, tenemos equipo, y salimos a trabajar”.
/
El muchacho no duda en señalar la falta de coordinación entre los diferentes grupos que han llegado a ayudar: “Tenemos Sedena, Policía Federal, Policía Municipal, Mando Único, Protección Civil, Bomberos… infinidad de equipos de trabajo que dicen ‘vamos a hacer esto’, pero no dicen ni cuándo ni cómo”.
/
/
Ayuda psicológica gratuita
Vuelvo una vez más a la avenida 18 de marzo a un albergue que está en las instalaciones de la Escuela de Estudios Superiores de Jojutla, donde hay otro centro de acopio. En el estacionamiento hay varias tiendas de campaña y por todas partes se apilan torres de muebles: refrigeradores, camas, libreros, televisiones. Refugiados a la sombra de los árboles, algunos vecinos intentan dormir o comer algo. Escucho entonces que, entre las tiendas de campaña, una mujer llora mientras habla por teléfono. De sus palabras infiero que perdió un familiar y que también perdió su casa. Junto a ella, otra mujer más joven carga un bebé de meses que mira todo con la curiosidad del que no comprende. Es una mirada que acá, hoy, he encontrado en los rostros de mujeres y hombres maduros.
/
La mujer cae entonces en una crisis nerviosa. Una muchacha se acerca y, tras unos minutos, la convence de platicar. Se trata, una vez más, de una joven voluntaria, una estudiante de últimos semestres de psicología llamada Mayté Esquivel. Lleva en el pecho una cartulina que dice Ayuda psicológica gratuita. Me asombra que, con la parquedad de elementos que tiene a mano, se las arregle para ayudar. Ofrece a la mujer un paquete de donitas abierto y ésta empieza a comer sin muchas ganas. Después la voluntaria se ofrece para cargar al bebé de la otra mujer, y ésta accede. Alguien más les acerca un par de sillas. Minutos más tarde miro a la mujer esbozando una sonrisa. Es obvio que su gesto es más una intención, pero por algo se empieza.
/
/
El miedo latente
Muchos, si no es que setenta por ciento de Jojutla, están durmiendo en la calle” me dice Minnet Castañeda, una mujer de treinta años que se dedica a administrar un pequeño restaurante en la calle Leona Vicario. El porcentaje me parecería exagerado si no hubiese visto lo que vi en la colonia Zapata y en la avenida 18 de marzo.
/
Minnet me cuenta que estaba atendiendo el restaurante cuando empezó el sismo: “La casa tronaba, el piso se movía… sentí que se iba a abrir la tierra. Fue algo tremendo, espantoso. La gente salió corriendo”. Después señala unos rasguños que tiene en la cara, y me cuenta que se los hizo una señora a la que trataba de calmar. Me cuenta que tras el temblor llegó el caos: “Todo mundo corría por sus hijos. Nos avisaron que la primaria 10 de abril se había caído, que también había daños en el kínder Leona Vicario, y que en la secundaria técnica se cayeron salones y bardas. Tenemos sobrinas en los CENDIS, fuimos por ellas. Había tal saturación de carros que no se podía pasar, y tuvimos que correr diez cuadras sin parar”.
/
Le pregunto a Minnet qué necesitan. Me responde que es importante que venga el apoyo para las personas que lo perdieron todo, pero que también hay casas afectadas: “el miedo está latente porque nadie ha acudido a decirnos si se pueden habitar o necesitamos salirnos”, dice, y su voz se quiebra.
/
Es ella, en toda la tarde, la única persona que me confirma que el presidente Peña vino: ella no lo vio, pero su padre sí, y hasta pudo cruzar unas palabras con él. Asegura que le dijo que Jojutla se cayó, y que el presidente respondió que lo iban a reconstruir. “Estamos en espera de que se cumpla”, dice, y concluye: “Hay muchas pérdidas humanas: amigos, vecinos, familiares, niños. Duele. El dolor une a la gente, y estamos unidos todos”.
/
/
FOTO: Cientos de personas fueron afectadas al colapsar sus viviendas en las colonias Juárez y Zapata del centro de Jojutla, luego del sismo de 7.1, que tuvo su epicentro a 70 kilómetros de aquí. / Guillermo Perea /EL UNIVERSAL /