Días de lucha en Ciudad Dorada

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Esta crónica recoge algunas reacciones de los habitantes de la capital de Oaxaca por la declaración de la cuarentena por el coronavirus. En estos episodios se narran los conflictos familiares, la segregación de vecinos posiblemente infectados, además de las pesadillas existenciales por la pandemia

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POR RODRIGO ISLAS BRITO

Los meses del miedo
Oaxaca, Oax. Peluca, nuestra gallina, recorre un extracto del frondoso patio trasero de la Nave como si fuera un avión dando vueltas en una autopista. Es una especie de insecto mariposa a la que sigue. Va, viene. Cacaraquea un triunfo que nunca ha de alcanzar. No se detiene.

 

Hace más de dos meses mi madre me dijo que mejor le llegara en la cuarentena del lugar en el que vivíamos porque se la habían pasado diciendo en la tele que personas que no desarrollaran los síntomas podrían ser portadoras y contagiar de muerte con el rey virus a adultos mayores de 65 años, hipertensos y con enfermedades crónicas. Las tres cosas que entre sus hipocondrías y sus demencias había acumulado mi madre en su vida.

 

Peluca y yo discutimos cabrón. No, esperen. Yo nunca he discutido con Peluca. Fue con mi madre con la me volví a gritar una vez más. Le dije que no se la prolongara, que lo de llegarle a la verga me lo hubiera dicho antes de que yo usara casi todo mi capital en pagar las deudas del pinche recibo del internet y estar yendo con tapabocas a Telmex a presionar para que fueran a arreglar el módem que se desconfiguró.

 

Ella gritó que no sabía que la cosa estaba tan jodidamente grave. Que ahora veía que eso de que nos iba a caer una plaga bíblica era en serio. La discusión siguió sobre algunos tópicos ineludibles de nuestro pasado en común y quién de los dos tenía más o menos miedo a morir. Al día siguiente, cuando salí temprano a ver lo del internet, sin que yo se lo pidiera, mi madre me dio cien varos para comprarme calzones nuevos. Dijo algo así como que si no me veía llegar de regreso con esas trusas, me las iba a sacar por el trasero. El tema de mi destierro no lo volvimos a tocar. Aunque mi madre nunca fue de las que renunciarían a sus ideas tan fácilmente, le dije entonces que la vida nunca había ido tan rápido, hoy pienso que a esa rapidez le han agregado un turbo con servicio de Vel Rosita.

 

En aquellos momentos en las calles de Oaxaca nada más estábamos deambulando los que tratábamos de conseguir dinero para costear nuestra cuarentena, o los que desde entonces les valía madre el Coronavirus y andaban refinándose su caldo de camarón con unas chelas (caldito y chelas que hoy ya difícilmente se encuentran) y los encuestadores del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, mejor asimilado como INEGI, cumpliendo estoicos casa por casa su deber censor en tiempos de pandemia. Esos cabrones también eran de otro planeta.

 

Semanas antes de que mi madre me pidiera por última vez en su vida que me fuera de la casa, abordó a un chavo del INEGI que encontró en una casa vecina y le preguntó por qué no la habían censado. Él dijo que pasó por donde vive y que salió una señora (la casera bolerista) que le dijo que ahí no vivían más que ella y su marido. “Mi hijo y yo vivimos en el departamento de arriba”, le dijo mi jefa reclamando su lugar en las estadísticas del gobierno. El chavo del INEGI le hizo la observación de que aquello desde afuera más bien parecía una covacha y que ni se preocupara porque el cálculo era que no sólo ella, sino que miles y cientos más, se quedarán fuera del Censo Nacional de Población y Vivienda por mera ley de probabilidades.

 

“Y además, para acabar pronto, eso de que te incluyan o no en una encuesta donde sólo te preguntan generalidades para fingir que en algo les interesas no significa nada”, acabó explicando el chavo con chalequito y gorrita café-gris.

 

“La verdad es que a nadie le importa nada, doña”, dijo el joven encuestador en una reflexión que a mi señora madre, hija de Dios, princesa del rey de reyes (como ella misma se autonombró en las postrimerías de la pandemia) dejó inmersa en un silencio y meditación profunda y sin red sobre el mismo sentido de la vida. Debo decir que aquel día mi madre conoció a los millennials.

 

Un mes antes había hablado por primera vez desde mi niñez con ella de una manera tranquila. Venía de haber visto aquel clip de una China en erupción coronavírica en la taquería de los dueños de La Chata y me encontraba entre aterrado y con ganas de planear cosas.

 

–Ni tú ni yo nos hemos caído bien últimamente, pero lo que viene va a necesitar que trabajemos en equipo, le dije.

 

–Tú tienes sobrepeso y te alimentas mal, así que eres propicio a que el virus te mate primero, dijo ella.

 

–Tú no cantas mal las rancheras –le contesté–. Tienes sesenta y pico de años, casi entras dentro del rango de población que marcan como más propicio para chupar faros luego luego y gente unos cuantos años mayor que tú, en estos momentos ya anunciaron en Reino Unido, los van a separar de la población general para que no contagien a nadie o para que nadie los vea morir (aunque eso último no lo dijeron expresamente en aquella nota que ya después me enteré que era una fake news).

 

Así que después de una amistosa platica que no habíamos tenido en siglos, los dos concluimos que queríamos seguir vivos para marzo del 2021, por lo que prometimos que si el virus no nos mataba, no nos asesinaríamos entre nosotros, a lo que me sentí tan animado que incluso recomendé en mi Facebook una cosa del tipo: si lo necesita, haga algo parecido en casa, créame, es el momento.

 

Al final, me sorprendí a mí mismo abandonando a mi madre en plena pandemia. “Jamás me arrepentiré de haberlo hecho”, le cuento a Peluca después de haberme fumado un churro.

Días de lucha

 

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Escuchar de un amigo un sincero y sentido “yo no me quiero morir” ahora que le fui a vender dos ciegos, me permitió distinguir que me he venido haciendo demasiado tiempo a la idea de chupar faros. Ramón me contó que a inicios de la cuarentena pensó que se moría, le dio catarro, calentura y diarrea. Pensó que era el Coronavirus, aunque al final afortunadamente el susto quedó en una gripilla colombiana.

 

“No es el único. Nosotros de este lado, cuando empezó el desmadre no sentimos miedo, sentimos terror y cuando se dio el contagio masivo por los ojetes que se lucieron cantando desde sus balcones… ¡Dios!, mi hijo, mi esposo yo volamos literalmente al campo con una psicosis espantosa”, me cuenta una amiga reportera oaxaqueña que ahora reporta desde algún lugar de Italia, país donde el Coronavirus hizo un daño humano no registrado desde la Segunda Guerra Mundial.

 

“Esta madre está perra”, me acuerdo que hace cuarenta días nos dijo un maestro visitante del mundo exterior. Jair y yo le habíamos preguntado cómo estaba allá afuera la cosa. Dos semanas atrás que platicamos, el maestro se veía tranquilo, esperando. El día que lo volví a ver, la cara del profe Agustín estaba tapada bajo el tapabocas que no se quitaba en ningún momento. No quería contagiarse y regresar a su casa y contagiar a su esposa e hijo que compartían entre sí una diabetes hereditaria. Incluso había dejado de tener aventuras de esas peligrosas en las que gustaba de apostar todo. El maestro nos dijo que entonces ya se estaba moviendo mucha banda para que no se siguieran celebrando tianguis en localidades, por los menos de la región de los Valles Centrales, pues ya todo el mundo se estaba dando cuenta de la magnitud del pedo, menos los de la Villa de Zaachila, que a esos de plano les valía madre la vida. Que no creían o que no querían creer que fuera a pasar algo realmente grave.

 

“Es como el cuento de Pedro y el Lobo”, dijo Jair Santos, “donde a la banda ya le han visto la cara tantas veces que ya no cree en advertencias”. El maestro observó que lo que veía cabrón era aguantar un mes sin sexo. Por alguna sincrónica razón los tres miramos a la gallina que en la tierra buscaba con su pico su alimento. Después nos miramos entre nosotros con cara de mutua reprobación.

 

Por esos días también andaba perdiendo mi segunda chamba de reportero gracias a mi cobardía. Sólo porque alguien, que pensé confiable, me dijo que el chavo Efraín que me había contado el calvario de su familia después del novio de su hermano resultará positivo por Covid, era un mitómano crónico. Yo ardí en pánico de que toda la historia fuera falsa y llamé al dueño del portal para que bajara la nota.

 

El dueño no bajó nada y lo que me bajó fue el trabajo. Me dijo que cómo podía ser tan poco profesional como para entregar una nota sin haber verificado antes correctamente mis fuentes, que no permitiría que lo que se estuviera jugando aquí fuera la misma credibilidad del portal.

 

Al final la información fue real, el chavo no mintió y dos miembros de su familia terminaron por ser contabilizados en el conteo oficial de casos positivos de Coronavirus en el estado. El motivo que ahora encuentro para mi duda, después de once años consecutivos de estar reporteando, fue que la mariguana se manifestó demasiado paranoica en mí, eso y que ya estaba a esas alturas abotargado de sufrimiento en mi pecho por tanto susto. El mismo día que me dieron las gracias en mi segunda chamba, también sin liquidación aunque creo que con apenas cuatro meses trabajando ahí no hubiera alcanzado gran cosa, hablé vía telefónica con Efraín, quien me pidió que si escribía algo le pusiera que él se negó a decirme quién de su familia salió o no positivo por Coronavirus. “Pronto no importará”, definió.

 

Me contó sobre un letrero que estaba frente a su ventana de encierro: “Estimada clientela, por el problema de salud por el que estamos pasando todos, reanudaremos actividades hasta pronto aviso”. Efraín me dijo que leer aquello todos los días lo consideraba amable, incluso esperanzador. “Este mal los estamos pasando todos. Ojalá la gente se diera cuenta de ello pronto, antes de que quieran correr de su casa a alguien de su familia porque empezó a toser”. El padre, la esposa del padre, su hermana menor, su hermano mayor, la esposa del hermano mayor y él mismo seguían en cuarentena divididos en tres casas debido a la posibilidad de ser positivos todos. Su hermana y su hermano mayor han presentado síntomas claros de la enfermedad y ambos están esperando los resultados de sus pruebas de Covid-19. A su padre, diabético de 56 años, no le habían hecho la prueba porque no presentaba síntomas. Efraín, quien seguía pidiendo no dar su nombre real, me confirmó entonces que verdaderamente se reservaría los resultados de las pruebas de sus familiares.

 

“La gente sigue creyendo que perseguir a los posibles contagiados por el virus significa una diferencia. Que eso los salvará de algo. Qué ilusos”, me dijo desde entonces el chavo de 26 años, grave, irónico. Me contó que su hermano fue denunciado en su círculo social como sospechoso de tener Coronavirus por sus mismos amigos con los que comentó sus miedos.

 

La pronta expansión de la noticia que fue más allá del pequeño mundo familiar y llevó a que al padre de Efraín empezara a ser bombardeado con mensajes preguntándole: “Oiga, licenciado, ¿que según su hijo tiene Coronavirus?”

 

El padre negó o aclaró lo que pudo las acusaciones. Efraín me mandó capturas de pantalla de las conversaciones en el que le exigen a su progenitor que diga si es su hijo al que mencionan como enfermo de Coronavirus para saber por dónde anduvo y a quién pudo infectar.

 

“La gente se torna tan básica cuando tiene miedo. El que lleva el asunto de la pandemia por parte del gobierno, Hugo López Gatell, ya dijo que va llegar un momento en que los casos positivos van a ser tantos que ya no se van a poder ni contar”, Efraín suspiró y calló unos segundos, dijo que esperaba que en algún momento de la historia del mundo la gente dejará de obsesionarse con que la diagnostiquen como coronavírica o no coronavírica.

 

Esto en un momento en el que el secretario de Salud del estado, Donato Casas Escamilla, dijo que sólo se tenían disponibles 77 camas de terapia intensiva con 20 ventiladores específicos para lo contingencia. A lo que después el gobernador, Alejandro Murat, culpó a personal médico del Hospital Civil de haber desaparecido equipo médico contra el Covid-19 del que finalmente se llegó a la conclusión de que nunca existió.

 

Efraín me habló de la impotencia, la tristeza y la rapidez con lo que se van suscitando las dos. De su familia que sólo quería estar encerrada sin contestar teléfonos ni preguntas, ni morbos, ni ganas de linchar.

 

“Según lo que he averiguado, el trancazo del Covid-19 te dura hasta dos semanas y si bien te va tres días”. Efraín contó que cuando hizo pública la historia de su familia hubo gente cercana que lo identificó y de inmediato se fueron a acribillar con mensajes a su hermano y hermana, quienes decidieron negarlo todo. “Y no los culpo, aunque tampoco me reclamaron. Historias como las que nos está pasando a nosotros se van a repetir por montones; tampoco es que en Oaxaca hayamos hecho mucha prevención sobre el asunto”, dijo el chavo como un oráculo. “Además lo que tiene mi hermano puede ser también influenza”, dijo Efraín para después mandarme por WhatsApp una nota cuyo encabezado da cuenta que hoy en Oaxaca se reportan ocho muertos y 97 casos positivos por esa misma causa.

 

Para eso que pasaba su familia, citó una frase de la filósofa y académica Judith Butler: “El virus por sí mismo no discrimina, pero nosotros humanos seguramente lo haremos, formados y animados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia, y el capitalismo”.

 

En su reclusión por sospecha de haber adquirido un Coronavirus, del que se sigue manteniendo asintomático, Efraín me dijo que volvería a ver el letrero que hay frente a su ventana, ése que lo anima a creer que aunque mucho se hablara de aislamiento como una solución frente al caos, al final también algo de unión podía surgir de todo este repentino y tan masivo sufrimiento.

 

 

Los días del amor
“Tuve un sueño donde te morías y había una placa de perro con tu nombre”, fue lo que me dijo Magda, desnuda sobre su propia cama, después de la segunda vez que cogimos. Tanto amor y tan poco tiempo. Ella se había quitado ya el tapabocas y yo también. Pero no nos habíamos besado ni intercambiado ningún tipo de fluido en nuestras bocas. Incluso no le había hecho sexo oral. Ella no lo pidió y, por alguna extraña razón, yo no tenía ganas.

 

–Tuve un sueño. Estaba en la punta de un edificio y miraba cómo en una azotea cercana una pequeña casita escuálida, como edificada con palillos, temblaba por el aire. Me parecía graciosa, peculiar. Al día siguiente vi cómo el viento la alzaba y la arrojaba en medio de unos edificios. Luego me enteré de que había matado a cinco peatones en su aterrizaje. Me sentí culpable por no haber dicho nada sobre el estado de la casita antes de que eso pasara. Lo superé pronto.

 

Magda no me había contado antes sus sueños. Me pregunto si ese último era el mismo sueño donde yo me moría y me enterraban como a un perro. Entonces preferí la duda. A lo mejor en su sueño era yo el que estaba adentro de la casita endeble. Ahí vivía y valía gorro cuando el vientecillo me levantó por los aires.

 

Me acuerdo cuando el legendario Capi en tiempos de mi juventud divino tesoro en el Pochote Cine Club, cada vez que entraba el horario de verano se la pasaba por lo menos las dos primeras semanas diciendo cosas como “son las seis pero en realidad son las siete o son las nueve pero ya tengo un sueño como si fueran las diez.” Era como un gusto por martirizarse. Aunque creo que lo usaba también para hacer plática con las gabachas y las japonesitas, a las que luego les pedía que le dejaran sus pantaletas. Pero Magda no usa pantaletas y esa es otra historia, y aquellos fueron otros tiempos.

 

Trato de no divagar demasiado. Veo a Magda callada, dándome su espalda desnuda; yo también prefiero el silencio. En México ya suman 36 mil 327 contagios acumulados de Covid-19, mil 305 más que ayer. Se han registrado ya en el país 3 mil 573 muertes a causa del virus. Un día antes en el Piticó de la esquina, ha corrido como pólvora la noticia de que una subgerenta de una de sus sucursales en las afueras de la ciudad ha muerto por Covid. Jair Santos me ha contado que al ir a pagar a la caja escuchó a una empleada en una esquina hablar sobre que la citada subgerenta se iba a reportar a trabajar el domingo, pero que el sábado falleció. Estuvo de incapacidad unos días, la denuncia de que murió por Covid es de un portal de noticias no muy conocido. Una llamada anónima es su fuente.

 

La gente en las redes acusa fake news. Lo cierto es que por primera vez en toda la cuarentena el Piticó ha puesto afuera de la sucursal que está cerca de mi nueva casa, anuncios de que es obligatorio el tapabocas y de que a la tienda de conveniencia –competencia local contra los Oxxos– no pueden entrar más de cinco personas.

 

“Mañana nos dirán cómo regresar a una nueva normalidad militarizada con riesgos de la salud. Ah, y con una crisis económica marca Coronavirus. Pero según López Obrador ahí la iremos pasando”, dijo Jair en la mañana mientras comía unas calabacitas con carne molida que él mismo cocinó para los dos.

 

Ahí sobre un cacho de almohada que me había prestado Magda, pensaba que no había mejor lugar para valer madre que una pandemia que reducía todo a armarla o no armarla. Me preocupaba que una noche antes, el zar anticoronavirus Gatell hubiera mencionado específicamente a la ciudad de Oaxaca, la ciudad donde yo y mis conocidos vivíamos y habíamos jugado a encerrarnos, en el top cinco de las entidades (sí, Gatell mencionó específicamente a la ciudad y no al resto del estado) que más rápido y sostenido incremento de Coronavirus estaba teniendo en México.

 

Un taxista foráneo de la ruta Tlacolula-Oaxaca había resultado positivo por Coronavirus. Su esposa lo había reportado en un programa de radio y ahora el tipo se encontraba grave y a punto de ser intubado. Busqué un poco la foto del enfermo. Una semana antes en el inicio de mí muy errática profesión de mercar mota, había ido a Tlacolula a venderle algo a un compa y me había venido de regreso en un colectivo. Afortunadamente nunca encontré la foto, ni compartí mis dudas. Decían que ahora la Secretaría de Salud del estado estaba buscando a aquellos y aquellas que se hubieran subido al colectivo del nuevo positivo. “Chido no saber ni de qué taxi se trata”, dije yo. Creo que lo dije en voz alta porque cuando volteé ya tenía el rostro de Magda muy cerca del mío. Ella me miró y no quiso saber más. Se acercó un poco a mi boca y yo completé el resto. Nuestros alientos hoscos de aislamiento se sintieron uno al otro. Se midieron, se contuvieron en algo ante el peligro.
No pensé en el coronavirus el tiempo en el que duró el beso.

 

FOTO: Aspecto de la ciudad de Oaxaca durante la curentena por coronavirus./ Edwin Hernández/ EL UNIVERSAL

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