Crónicas africanas
La aparición de epidemias en África expone desigualdades y maneras de tejer redes sociales. Este el texto de un mexicano que en los últimos años ha caminado por las varias Áfricas que forman ese continente, y ahora las decodifica con ojo sociológico y literario en crónicas que publicaremos
POR CARLOS ACEVES GAONA
Tripolitanos
Los chicos de Trípoli no provenían del antiguo fuerte levantino de las cruzadas. Las calles por las que rondaban no tenían la intrincada arquitectura mameluca ni las columnas romanas y cartaginenses o los terrenos inmensos de su Muamar Khadafi. Se trataban de jovencitos que merodeaban el puerto atlántico en el que sus abuelos habían bajado a rasar la selva para construir su ilusa esperanza de libertad. Trípoli no se refería a la conjunción de tres ciudades, sino a una sola, Freetown, Sierra Leona. Su líder tenía un enamoramiento por el citado dictador libio. La falta de padres le permitía ponerse a sí mismo el nombre y decidió ser el homónimo de su héroe. Robaba carteras y gallinas con su pequeña banda de infractores reincidentes, criminales triviales, narcos esporádicos.
Los chicos de Trípoli son como todos aquellos que pueblan las cárceles del mundo, ineptas para encerrar a poderosos, y efectivas en convertir en realidad toda sospecha de los jóvenes sin oportunidad bajo los techos corrugados. Los que no conocen otro tiempo que el de sus necesidades siempre atrasadas. ¿Quién no desconoce al amado y al aliado cuando son el obstáculo para la comida? Así con todo, se vuelven compinches, compadres, hermanos de orfandad, comparten la tierra y la polución que se vuelve su segunda piel. También comparte su sistema inmune, de tanto arrancarse los bocados. Y esto será importante en la historia de Khadafi el sierraleonés y de los hermanitos que pastoreaba.
Un día llego el ébola, y vino, como tantas otras epidemias, a resaltar lo obvio. En los 80, el VIH vio gritar las homofobias del reaganismo, cuya ciudad en la colina no incluía a los impuros drogadictos, los desdeñables haitianos y, sobre todo, los impresentables maricones. El sarampión congoleño no vino a gritar otra cosa que el silencio en el mapa que el coltán dibuja como un agujero deshabitado por otra cosa que no sean una serie de descartables niños mineros. El ébola salió una vez más en el 2015 de este planeta con déficit de atención y severos huecos en su geografía, vino a pintar al África del oeste con las mismas estampitas repetidas del álbum de estereotipos decimonónico. El virus es capaz de generar un miedo salvaje, pero es tan ínfimo miligramo que las metáforas no caben en los diagramas de su estructura celular. Mejor es materializarlo como un subhumano, como un zombi sangrante en quien damos ya por muerto a pesar de su insistencia por contagiarnos a nosotros, los hermosísimos escogidos del privilegio. Sucede que el ébola vino, y vino como siempre en la selva, con los primitivos, los comemurciélagos, de los que felizmente nos hemos olvidado hasta que sus males nos contagien desde el espanto televisivo. Vino a recordarnos, a renovarnos nuestro racismo y nuestras frases preferidas pobreteadoras y primitiveadoras. Recuerdo cómo estando en Nairobi, las personas me llamaban preocupadísimas para decirme que me cuidara, no importando que Freetown estuviera más lejos de la capital kenyana que de Miami, puesto que todo es África y el continente se vuelve una misma nuez cuando sus enfermedades nos espantan (y cuando no, también).
En cambio, Khadafi, el jovencito delincuente, estaba allí, en medio de todo. Y el ébola amenazaba la ciudad que, si bien lo maltrataba, era su única figura parental, sus pasillos y vericuetos el único mapa que trazaban sus neuronas. Y es que uno puede aguantar muchas cosas, pero no que amenacen tu única pertenencia, el último remanso espiritual en tu carcomida alma facinerosa. Así fue la conversión del Khadafi sierraleonés, se compadeció de aquellos conciudadanos a los que solía despojar de sus pertenencias, pues la sangre los vistió de un aura fraterna; como él, estaban desprotegidos, aniquilados, desolados, sin esperanza otra que la ciega supervivencia. Tomó a su banda de chorizos españoles, chantas argentinos, rateros mexicanos, north american petty criminals, y se fue allí por los caminos que conocía, parando en las puertas para avisar del virus, prestándose a los trabajos de recolección de muertos, de higienizar los callejones, de corretear a los perros de los cadáveres. Siete de sus maleantes asociados murieron, y como ya eran fantasmas desde niños, no contaron en la estadística como persona completa. Khadafi mismo se infectó de ébola, y se negó a la estadística del 90 por ciento que se muere. Su empleo de gamberro se suspendió temporalmente por el de héroe. Ya sabes cómo les va a los héroes: se mueren, pierden la batalla, no se casan con la princesa, se quedan en el destierro, los crucifican, los emplean como burócratas en el sótano de alguna dependencia sin importancia. Khadafi ya no da entrevistas en la radio francesa ni en la NPR. Es que el ébola mata tan rápido que las muertes son localizadas, marginadas, controladas, se acabó su epidemia y Sierra Leona y Liberia y África se perdieron de nuevo en la ignominia.
Allá en el Congo, tres años después, hubo otro brote de la misma enfermedad. Eso sí, los canadienses se apresuraron a donar vacunas, y los rebeldes con la misma prisa las destruyeron y abatieron a los médicos sin fronteras que los querían curar. Fueron los mismos trabajadores humanitarios agredidos que se apresuraron a justificar que no se trataba de primitividad que disminuía su pobreteismo y lo convertía en desagradecidaje, lo que pasaba es que el mundo desplegaba todo su humanitarianismo y compasionismo hacia la enfermedad cuya metáfora sanguinolenta era mucho más potente que las aburridísimas ronchitas que a nadie impresionaban, pero que mataba más parroquianos. La epidemia de sarampión precedió y sobrevivió al ébola con una mortalidad más acusada y sin casi nada de bombos. Los congoleños desconfiaron de las vacunas canadienses y los rebeldes protegieron sus minas. Las miradas del mundo se sorprendieron por tan triste, incomprensible y enojosa respuesta de los locales cuando no se someten pacíficamente a las buenas intenciones de sus antiguos esclavistas.
Khadafi perdió entonces el poder de su fama, África hecha una nuez compacta de donde salen todos los males del planeta perdió la figura del criminal clemente para regresar a esa imagen del negro insondable de pasiones mortalmente supersticiosas. El héroe murió, el libio y el leonés, pero ninguno murió de ébola, al primero lo mataron, al segundo lo volvieron a enterrar.
Amor peligroso
Al otro lado del Río de la Plata en Buenos Aires se ve Uruguay, así mismo desde Kinshasa casi se pueden oler los guisos de Brazzaville, capitales de los dos países llamados Congo por el río que comparten. Kinshasa —un poco como Buenos Aires— parece poco interesada en la masa de agua y prefiere mirarse al ombligo de sus calles atiborradas. El caos es una consecuencia de la urbanización rápida y descontrolada y lo sufren todas las metrópolis africanas con salvas excepciones como Johannesburgo (que por otro lado es insufrible en su vasta colección de suburbios indiferenciados). Pero, parece que en este Congo, como en Texas, las cosas se prefieren gigantes, por lo que el desorden normalizado de Nairobi o Bamako es comparativamente una máquina suiza.
Tal vez Kinshasa desde el cielo tenga un sentido, la muchedumbre humana bailando como una parvada de individuos aparentemente desaforados y en su conjunto sean una masa que se expande y se retrae al ritmo de una escapatoria eterna al halcón que presiente. Al nivel de la tierra la dinámica parece como las partículas cuya densidad maligna de necesidades y urgencias les da una carga eléctrica, chispeante al choque inevitable. Sus habitantes tienen paciencia negativa, grito pronto, bocina más pronta, rumba constante en los altavoces, colores primarios en la ropa llevados con garbo casi militar sino fuera por la voluptuosidad recargada. La timidez es un gran defecto, la introversión casi un insulto, el minimalismo el mito de una tierra lejana.
El peluquero se alegra de verme, no lo niega ni lo esconde; soy un extranjero que llega a un pequeño local atrás del lodo, desprotegido del mall de los blancos. Entonces, parece más dedicado a tomar la selfie perfecta en mi compañía que a rebajar sensatamente la longitud de mi cabello y barba. Sus herramientas no están adecuadas para el tipo de pelo al que le dicen “caucásico”; mi obsesión geográfica calcula la cantidad de kilómetros que dividen al Cáucaso de Azerbaiyán de la gran Tenochtitlan y me confundo en pensar como fui a ser agrupado con esa tribu. Ya en su labor toma un peine desproporcionado y lo introduce repetida y dolorosamente en mi cuero cabelludo: su miopía, entusiasmo y herramienta le hacen conducirse como si yo tuviera un florido afro en vez de mi alopecia avanzada. Después de una intensa negociación sobre el uso de su peine, el peluquero asertivo toma una navaja Gilette, que me transporta a la década de los 80 cuando veía perplejo el ritual paterno de la afeitada. Poco consuelo es el bonito recuerdo. Se acerca con la navajita y yo me arrepiento de haber venido a la peluquería y de paso de todos mis pecados. Pero esta vez, a juzgar por mi rostro aún íntegro, es más hábil con la navaja que con el peine. En lo general, me deja bien, en lo particular descubro que el cabello está irregular, pero quiero participar de la fiesta que hacen los tres ocupantes del local ante su primer cliente caucásico y no arruinárselas con reclamos del corte disparejo.
Después vamos al restaurante donde nos tratan mal y bien, pero no en el medio. Se tardan, pero me explican, me ponen cara de impaciencia ante mi indecisión y luego se ríen conmigo de cualquier babada, son afectuosos mal encarados. Otros comensales comienzan a hacerse de palabras, en una mesa lejana. Entre la persiana de bambú veo como una mujer azota un vaso en el piso, se escucha la ruina de parte de la vajilla. Otros clientes salen enojados, una mujer reclama y la sientan en un lugar seguro donde al final la dotan de una bolsa de plástico con comida para llevar, lo que ella agradece y se va contenta. Mientras tanto, el tema escala en el privado: al parecer otra mujer lanzó un vaso a uno de los meseros quienes se reúnen para defender a su colega, interviene los gorilas de la seguridad y la gerente que al final hace que todo el mundo haga las paces. Una vez en tregua, clientes y empleados prosiguen en su prisa, en desesperación, en su felicidad y en su cariño. La labilidad emocional es vertiginosa, se podría pensar en bipolaridad cultural pero yo nunca los he visto deprimidos. Es mejor. El diagnóstico es el de manía constante, insoportable para el neófito, una sobrevivencia inexplicable, milagrosa, a este nivel de intensidad del contacto humano.
La agresión como relación, el choque, la chispa que en otros lugares imagino que ya hubieran derivado en guerra civil —bueno, también en éste— o en insensibilidad catatónica. En cambio, la ausencia de relación en Kinshasa es, cuando menos, sospechosa. La indiferencia puede ser manipuladora como la tardanza de un servidor público de ponerte un sello quince minutos antes de que tu avión salga para que le des un poco de “azúcar”. Pero también es signo de descontento real y por tanto de pronóstico ominoso, un compás de espera en la canción de heavy metal que preconiza un grado más de ruido. El silencio en la ciudad, aunque no lo he experimentado, tiene que ser sinónimo de una falla catastrófica en un sistema acostumbrado a malabarear apocalipsis.
Yendo hacia el aeropuerto, el tráfico atroz se libera por unos momentos, veo desde la ventanilla al pasajero externo de un transporte público, está subido en la defensa, y agarrado a una cornisa que no alcanzo a ver. No puedo apartar mi vista fascinada y preocupada cuando me descubre, entonces me muestra todos los dientes que caben en su sonrisa, suelta una mano para agitarla en un saludo entusiasmado, mientras que yo respiro para soportar el pánico e intento con un muy torpe lenguaje de señas exigirle que abandone el saludo y se apañe nuevamente a su muy precario asidero. Pero termino por rendirme a la sabiduría de su cuerpo acostumbrado a coquetear con la catástrofe y me digo que este es apenas un guiño del amor peligroso de Kinshasa.
ILUSTRACIONES: Dante de la Vega/ EL UNIVERSAL
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