Cuando la opinión de muchos no siempre es la correcta: John Stuart Mill y el ensayo “Sobre la libertad”

Jun 25 • Reflexiones • 4083 Views • No hay comentarios en Cuando la opinión de muchos no siempre es la correcta: John Stuart Mill y el ensayo “Sobre la libertad”

 

En su obra Sobre la libertad, John Stuart Mill establece los límites para el poder que la sociedad ejerce sobre los individuos, ya que una decisión mayoritaria errónea podría convertirse en una injusticia política

 

POR RAÚL ROJAS
A John Stuart Mill (1806-1873) se le ha llamado el filósofo inglés más influyente del siglo XIX. Mill escribió sobre lógica, epistemología, sobre la doctrina utilitarista, sobre la igualdad de la mujer, sobre economía y también Sobre la libertad, uno de sus breves pero interesantes ensayos. Este libro fue muy leído en su época y es considerado uno de los documentos fundacionales del liberalismo político. Hasta la fecha, cada nuevo líder del Partido Liberal en Gran Bretaña recibe un ejemplar de la obra al asumir el puesto. Mill fue educado por su padre en la tradición utilitarista de Jeremy Bentham, quien veía en la maximización de la utilidad general (el llamado “cálculo de felicidad”) el objetivo de la sociedad. Sin embargo, Mill moduló el simple utilitarismo hedonista de Bentham planteando que hay placeres de mayor calidad que otros, especialmente los placeres intelectuales, y que además la felicidad misma consiste en la posibilidad de perfeccionarnos al poder desarrollar todas nuestras capacidades plenamente. De ahí su famoso aforismo: “Es mejor ser un humano insatisfecho que un puerco contento”.

 

Sobre la libertad comienza planteando lo que será el objeto del análisis: “Mi tema es la libertad civil o social, es decir, la naturaleza y límites del poder que la sociedad puede ejercer de manera legítima sobre los individuos”. En el pasado, los tiranos fueron tolerados porque para proteger a los ciudadanos de los buitres “se necesitaba un depredador más fuerte que el resto”. Pero para proteger a la población de ese depredador máximo se fueron instituyendo ciertas “libertades o derechos civiles” que el soberano no podía transgredir, hasta que se logró convertirlas en preceptos constitucionales. Eventualmente, las sociedades europeas encontraron la solución al dilema: “Si los gobernantes son responsables ante la nación y se les puede remover, entonces se les puede confiar con el ejercicio del poder”. Se creyó entonces que un gobierno de la mayoría evitaría los excesos del poder. Pero no es así, nos dice Mill. No se ponderó, cuando la idea de la democracia era sólo un ideal, que la mayoría podría avasallar a la minoría o a un individuo. Si el “pueblo decide oprimir a una parte de éste, se necesita tomar precauciones como contra cualquier otro abuso de poder”, y es que pudiera surgir “una tiranía social más formidable que otros tipos de opresión política”.

 

A lo que Mill se refiere arriba, es que hay derechos civiles y humanos inalienables que ni siquiera un gobierno democrático puede violar, por eso hay que ponerle un límite “al grado en que la opinión colectiva puede interferir con la independencia individual”. Determinar esos límites es “tan indispensable como la protección contra el despotismo”.

 

La opinión de la mayoría, no por ser de muchos, debe siempre ser correcta, dice Mill. Esa opinión puede estar teñida por “prejuicios, supersticiones, deseos o miedos”. Además, en países con una clase dominante “la moralidad del país emana de esa clase, de sus intereses y sentido de superioridad”. En una sociedad esclavista la moral predominante es la de los propietarios de esclavos. También fue una mayoría la que en el pasado condenaba a la hoguera a los herejes o supuestos hechiceros. El mejor ejemplo de que el “sentido moral” de la mayoría puede fallar, son las guerras de religión en Europa. Cada uno de los partidos en lucha creía poseer la razón y Europa se desangró hasta que minorías religiosas en cada país exigieron “el derecho de diferir”. De ahí surgió la tolerancia de credo. Por eso, dice Mill, “el objetivo de este ensayo es proclamar un principio muy simple (…) que es este: el único fin que permite a un grupo de personas a interferir, colectiva o individualmente, con la libertad de acción de cualquier otro grupo es la autoprotección. El único propósito válido para ejercer el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es prevenir daños a terceros”.

 

Mill pone en claro que él no argumenta que las personas deben ser libres “sin importar las consecuencias”. El principio de la mayor utilidad social debe ser aplicado en el sentido más amplio “basándolo en los intereses del hombre como ser de progreso”. Sólo si alguien daña a otros “se le debe castigar”. Por eso la “religión de la libertad humana” tendría “tres provincias”: 1) “El dominio interior de la conciencia”, que demanda libertad de pensamiento y sentimiento, libertad de opinión y libertad de expresión; 2) “La libertad de hacer lo que nos place”, es decir, de vivir nuestras vidas de acuerdo a nuestro carácter; y 3) “La libertad de asociarse”, es decir, de unirse para cualquier propósito que no implique dañar a otros.

 

Esa es la esencia del ensayo: nadie tiene derecho a decirme lo que puedo o no hacer, mientras no infrinja yo la libertad o los derechos de otras personas. Más aún, el Estado no está para cuidarme o imponerme lo que me conviene hacer o no. Según Mill, no sería necesario abundar sobre esto si no hubiera “una tendencia creciente a extender innecesariamente el poder de la sociedad sobre el individuo”.

 

Basado en esa idea central, Sobre la libertad discute en los siguientes tres capítulos la libertad de conciencia y expresión, los derechos irrenunciables de la individualidad y los límites al ejercicio del poder por parte del Estado.

 

La libertad de conciencia es fácil de defender, en tanto que “a ninguna legislatura o ejecutivo (…) se le debe permitir decirle a la gente lo que debe creer o qué argumentos o doctrinas puede escuchar”. Suprimir opiniones disidentes despoja a la humanidad, e incluso a la posteridad, de posibles alternativas. Un gobierno realmente democrático no tiene porqué atentar contra la libertad de expresión. Alguien que emite opiniones confiables, sólo lo logró porque siempre mantuvo su mente abierta a otras convicciones y escucha la argumentación del contrario, ya sea para cambiar de opinión o para exponer las falacias en el discurso. Sin embargo, muchas veces se defienden pareceres erróneos sólo porque resultan útiles para gobernar. De esa manera se prefiere “el provecho” de las opiniones por encima “de su contenido de verdad”. Hay que tener cuidado al calificar a una convicción de ser peligrosa, porque nadie es infalible al opinar. Los ejemplos abundan y Mill menciona sólo dos: la condena de Sócrates por el Estado ateniense y la crucifixión de Cristo, precedida por una consulta de mayoría.

 

Mill llama a la defensa de la individualidad “uno de los elementos del bienestar”. Los individuos deben ser libres de opinar y actuar, porque “la humanidad no es infalible y sus verdades son medias verdades”. Más aún, la diversidad de opiniones es mejor que el reinado de una opinión monolítica. A veces hay indiferencia frente a este principio, porque no se reconoce que “el libre desarrollo de la individualidad es esencial para el bienestar personal”. Cuando una persona ha arribado a la madurez “es su privilegio, y su verdadero papel, aplicar e interpretar la experiencia a su manera”. Si le dejamos al mundo escoger por nosotros la manera de vivir y comportarnos, no necesitamos más que la “facultad de los simios para imitar”. Pero quien escoge su plan de vida por sí solo, debe observar, razonar, actuar, ser firme y desarrollar el autocontrol. Sólo en las primeras etapas de la humanidad se limitó la “espontaneidad y la individualidad”. Pero ya no hay razón para ello. La manera de lograr que “los humanos se conviertan en algo noble y hermoso es no reprimir su individualidad con la uniformidad, sino cultivándola y permitiéndoles crecer, dentro de los límites que imponen los derechos e intereses de los demás”. La manera que tiene cada quien de planear su vida, si posee sentido común y experiencia, “es la mejor manera, simplemente porque es su propia manera”, y esto es incluso la base del progreso humano porque “cuando la humanidad pasa un tiempo sin ver diversidad, rápidamente se vuelve incapaz de siquiera concebirla”.

 

Una vez expuesta la idea fundamental, la mejor manera de entender Sobre la libertad es leer los casos concretos de “aplicaciones” de los principios expuestos en la parte final del ensayo. Repasemos algunas de esas conclusiones.

 

La última sección del libro, que conceptualmente alberga una de las primeras conclusiones, trata del tamaño ideal del gobierno. Mill es partidario de no conferirle atribuciones excesivas, de limitarlo. Si los ciudadanos mismos pueden hacer algo mejor, por sí mismos, la función del gobierno es solamente ayudarlos. Aunque el gobierno no infrinja su libertad, se debe objetar la interferencia “si el objetivo se puede alcanzar mejor a través de la acción individual que con el gobierno”. Un ejemplo un tanto desconcertante es el de la educación pública. Mill se opone a que el Estado esté a cargo de toda o la mayor parte de la educación: “La educación estatal es un medio de moldear a la gente como copias exactas unos de otros. Como el molde es el que le conviene a la fuerza dominante en el gobierno (…) se instituye un despotismo sobre la mente, que conduce al despotismo sobre el cuerpo. Y esto es cierto cualquiera que sea la fuerza predominante: un monarca, los clérigos, la aristocracia o la mayoría del pueblo”. La única excepción se daría en países atrasados, sin los medios para desarrollar la educación privada, o cuando el Estado establece escuelas para experimentar y ponerlas en competencia de excelencia. Por eso el Estado debe ser minimizado, para que no ahogue a la larga la iniciativa individual.

 

Otra aplicación de los principios establecidos en el ensayo de Mill, sería la necesidad del libre comercio interior y entre todas las naciones: “Se reconoce ahora, después de una larga lucha, que la mejor manera de obtener productos a bajos precios es dejar libres a los productores y compradores, siempre y cuando los compradores tengan libertad de compra”. El gobierno sólo debe intervenir para controlar las condiciones sanitarias, evitar adulteraciones y prevenir fraudes. Pero fuera de eso, cualquier intervención es un “atentado a la libertad de productores y consumidores”. Increíblemente, para mí, John Stuart Mill, el filósofo de la ética utilitarista, pone como ejemplo negativo la prohibición de importar opio en China, la que pocos años antes había conducido a las Guerras del Opio entre el imperio inglés y aquel país asiático.

 

Mill es, como se ve, un liberal radical. En el caso del alcohol, los estupefacientes y el juego, el filósofo acepta que tienen un efecto nocivo sobre las personas que se hacen adictas. Pero, aun así, Mill piensa que, si la adicción sólo afecta al individuo, el gobierno no tiene el derecho de “proteger” a la persona. Le puede dar consejos, le puede tratar de hacer ver lo que le conviene, pero no puede obligar a nadie a comportarse de una cierta manera. Todo, claro, supeditado a la máxima de que la adicción de esa persona no dañe a terceros. Si el alcoholismo conduce a que un padre de familia no se ocupe de sus hijos, esa conducta puede ser sancionada por la autoridad, que entonces puede intervenir con los medios a su alcance. Pero incluso proponerle a otra persona usar estupefacientes no puede ser sancionado porque “si una persona puede hacer algo, también puede recomendárselo” a otra persona.

 

Con respecto al matrimonio y el poder de los maridos sobre la mujer, Mill piensa que el matrimonio es un contrato y, como todo contrato, puede ser anulado a petición de una de las partes y que ambos, marido y mujer, deben tener los mismos derechos. La contradicción que Mill encuentra es que el Estado, “quien debe vigilar que nadie tenga poder sobre otro”, ha abdicado de esa responsabilidad en el caso de las relaciones familiares, “un aspecto que tiene gran efecto sobre la felicidad individual”. El Estado debe dejar de patrocinar el poder de los maridos y debe proteger la igualdad de derechos en el seno de las familias. En el caso de los niños, el Estado sólo debería hacer obligatoria la necesidad de proporcionarlos educación hasta un cierto nivel, pero debería de abstenerse de ser él quien la proporcione. Si los padres no pueden pagar una escuela privada, el gobierno los debe subsidiar.

 

Otra conclusión de Mill pareciera contradictoria con todo lo expuesto en su ensayo. Según el filósofo inglés, los países europeos pueden limitar el número de niños que una familia decide tener, si los padres no pueden mostrar que tienen los recursos necesarios para criarlos. Tener hijos “es un crimen contra el retoño, a menos que él o ella tenga la posibilidad de llevar una existencia deseable”. Por eso las leyes existentes de control de la natalidad no infringen la libertad de los padres, serían una interferencia estatal para “evitar algo malo”.

 

Mill se opone también a la “disuasión” estatal a través de impuestos, por ejemplo, impuestos sobre las bebidas alcohólicas o el tabaco. Si se trata de impuestos para recaudar recursos para el Estado, no hay problema. Pero si se trata de impuestos que tratan de reducir el consumo, reduciendo la producción, e incluso la recaudación fiscal, tenemos entonces un impuesto que “castiga” a las personas de menores recursos. Ese sería un ataque contra su libertad porque es una prohibición de facto. El Estado no debe tratar de ser el tutor moral de nadie.

 

Como vemos, los principios propuestos por Mill son sencillos, pero ya la aplicación en la práctica no es tan fácil o incontrovertible. Pocos países han sustituido toda la educación pública por la educación privada. Pocos países han introducido límites estatales al número de hijos en las familias. Donde se ha hecho, como en China, los resultados han sido contraproducentes. De hecho, el avance social en cada país y la disponibilidad de contraconceptivos han conducido a una reducción drástica de la natalidad, hasta llegar incluso a tasas negativas de crecimiento de la población, sin coerción alguna.

 

El siglo XIX fue la cuna de tres ideologías políticas que en el Siglo XX lucharon encarnizadamente por la supremacía política: el liberalismo, el socialismo y el anarquismo. Si podemos tomar a Marx y a Godwin como representantes paradigmáticos de las últimas dos corrientes, John Stuart Mill es, sin duda, el máximo exponente del liberalismo político, así como lo describió en Sobre la libertad.

 

FOTO: John Stuart Mill acompañado de su hijastra Helene Taylor, con quien promovió los derechos de las mujeres/ Especial

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