Cuentacuentos infantil a pedido
POR JAVIER MUNGUÍA
Hasta donde sé, el Mario Vargas Llosa lector nunca ha expresado entusiasmo alguno por la literatura infantil: no hay indicios en sus ensayos y notas periodísticas de que la haya leído y disfrutado si exceptuamos la obra de Alejandro Dumas (cuyos libros lo iniciaron en la lectura) y tal vez las de Mark Twain y Robert Louis Stevenson. Sin ser narradores circunscritos al público infantil, estos tres han acabado incorporándose al canon de la literatura para niños. Pese a este manifiesto desinterés, Vargas Llosa ha incursionado dos veces como autor de libros infantiles; ambas, con motivo de un encargo. En 2010 hizo su primer intento con Fonchito y la luna a petición de Arturo Pérez Reverte, quien coordinaba la colección “Mi primer…”, publicada por Alfaguara; en 2014 El barco de los niños formó parte de la iniciativa Save the Story, promovida y coordinada por Alessandro Baricco con el fin de publicar versiones infantiles de clásicos escritas por escritores contemporáneos destacados.
No soy un purista que descalifica a priori las obras literarias motivadas por un encargo: estoy convencido de que en ellas también se puede volcar el genio de un artista; además, en la literatura en particular y en el arte en general importan menos las intenciones que los resultados. Tampoco creo que la narrativa infantil posea una especificidad como subgénero que le suponga características exclusivas respecto del resto de la narrativa de ficción: ni la brevedad ni la sencillez ni los protagonistas de pocos años lo son. En el caso de los cuentos infantiles de Vargas Llosa, sin embargo, sí resultan ser factores de peso el que se hayan escrito a pedido y no por convicción y el que el autor no parezca tener la menor idea de cuáles son los procedimientos y los alcances de la literatura que leen los niños.
En ambos cuentos, el autor recupera un personaje central de sus dos novelas eróticas (Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto) que luego reaparecería en El héroe discreto: Fonchito, hijo único de don Rigoberto e hijastro de doña Lucrecia. Pero del sicalíptico, precoz y endiablado infante de rizos rubios y aspecto de ángel apenas queda en los relatos para niños algún rasgo físico. Un Fonchito parece antípoda del otro.
En Fonchito y la luna la candidez del protagonista está hiperbolizada hasta lo inverosímil y la cursilería parece ser la única estrategia. Fonchito desea dar un casto beso en la mejilla de Nereida, la niña bonita de su escuela. Ella le pone como condición, qué original, que antes le baje la luna. Fonchito se apena ante lo que juzga una negativa categórica hasta que hace un descubrimiento sorprendente: que la luna se refleja en el agua. Así es como puede concretar su sueño.
Predecible y aderezada con imágenes manidas (“luna redonda como un queso”, “piel suave como la seda”), esta historia implica una importante dosis de menosprecio a su lector: en ella vemos una visión del mundo edulcorada y ramplona que el autor no se ha permitido ni en sus peores novelas. Fonchito y Nereida son personajes etéreos y de una inocencia cercana a la estupidez que no le hace justicia a la gama compleja de sentimientos que experimentan los niños. Tanta irritante condescendencia supone una idea muy pobre de la literatura infantil y de la niñez misma. Vargas Llosa no leyó a Ende ni a Dahl ni a Nöstlinger ni a Sandoval ni a Sendak ni a Hinojosa ni a tantos otros grandes autores del rubro que le habrían podido enseñar mucho.
El barco de los niños es un libro algo más digno que Fonchito y la luna aunque no exento de negligencias. Inspirada en el relato de finales del siglo XIX La cruzada de los niños, de Marcel Shwob, basado a su vez en hechos entre históricos y míticos del siglo XII, la versión de Vargas Llosa consigna el encuentro de Fonchito con un viejo que le narra por episodios el viaje en barco muchos siglos antes de un grupo de niños que deseaba recuperar Jerusalén para la cristiandad y enfrentarse a los musulmanes a base de “cantos, súplicas y oraciones”.
Este cuento es un avance respecto del anterior porque hay menos condescendencia ante el receptor y el centro es la aventura: si la de Fonchito y la luna era una historia casi sin desarrollo y de conclusión previsible, la de El barco de los niños apela a la emoción de un viaje, a la curiosidad, y ofrece incluso alguna sorpresa final que termina por ubicarla en el género de lo fantástico. No se convoca, además, a la sensiblería.
De cualquier modo, el relato está escrito con desaliño, sin el esmero y la seriedad de los mejores trabajos de su autor, esos que lo ubican como uno de los grandes novelistas de nuestra época y un ensayista prominente. Daré algunos ejemplos. Apenas iniciada la historia del viejo, este nos informa que en el siglo XII la religión era tan relevante que ocupaba la vida entera de los seres humanos: dios, el diablo, el pecado y la otra vida eran asuntos centrales. Esta visión sobrenatural del mundo, propia de la Edad Media, queda desmentida cuando unas páginas después un marinero intenta convencer a un compañero de travesía de que las sirenas no existen dándole una visión naturalista del mar, que se invalida cuando páginas después se nos dice que en esa época se creía que el océano estaba “rodeado por bosques de llamas y abismos infernales, poblado por monstruos gigantescos que podía hundir cualquier nave de un solo coletazo”. Sin ser la indeterminación la apuesta del libro, el viejo niega de forma categórica ser un fantasma para después afirmarlo. Además, aunque la cruzada de los niños sea en apariencia pacífica, la dimensión moral de esa atrocidad que fueron las cruzadas está del todo ausente, como si los lectores fueran incapaces de entenderla y debieran quedarse con la mera aventura sin cuestionarse nada.
De los Mario Vargas Llosa que conocemos, podemos prescindir sin gran remordimiento del narrador de cuentos infantiles.
Fonchito y la luna, Mario Vargas Llosa, México, Alfaguara, 2010, 40 páginas.
El barco de los niños, Mario Vargas Llosa, México, Alfaguara, 2015, 96 páginas.
*Fonchito y la luna y El barco de los niños son las únicas aproximaciones del Premio Nobel de Literatura a la narración infantil /Foto:Especial
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