Farmacia McCarthy
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Un escritor del norte de México trae a cuento sus lecturas de iniciación y las caminatas en que nacieron ciertos apegos literarios. Nada vuelve a levantarse ahí donde la memoria se derrumba, reflexiona
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POR LUIS JORGE BOONE
Leí Todos los hermosos caballos allá cuando tenía más o menos veintiún años. Se trata, a grandes e irresponsables rasgos, de una novela de carretera con desviación a brechas y acampadas en campo abierto. Es una novela de iniciación: dos jóvenes, John Grady Cole y Lacey Rawlins, se adentran en el wild side ni gringo ni mexicano que era el territorio fronterizo texano-coahuilense de hace un siglo; en él viven amor, violencia y muerte.
El libro me arrebató. Me dio dos vueltas en el aire. Me bateó de jonrón y me sacó del campo. Me hizo mirar el paisaje doméstico, el del desierto de Coahuila, de otra forma. Por primera vez pude concebirlo de manera literaria, como un hecho estético. Como un material de trabajo.
Poco tiempo después leí Albedrío, de Daniel Sada, que puntualizó la lección: lo que miras todos los días puede, y debe, al final, ser tu tema. Esta novela —Daniel me contó una vez que es la más personal de las que escribió— cuenta la historia de Chuyito, niño habitante de Castaños, que se fuga con los gitanos que llegan al pueblo a montar su show que consiste en proyectar con ínfimos recursos una película incompleta. Se enamora de la niña que crían los gitanos para abusar de ella (en la historia, los personajes usan una frase parecida a será la novia de todos) y se marcha con ellos para rescatarla. Historia, asimismo, de iniciación y carretera. Historia de amor y límites también.
Puedo resumir así la enseñanza que se filtró en mi cabeza de escritor principiante, de poeta joven, a partir de estas lecturas fundacionales: No salgas a buscar tu tema. Lo que hay que hacer es entrar, mirar lo que te rodea aquí cerca y asumirlo.
Años después, cuando fue tiempo, emprendí el camino hacia uno mismo que es regresar al home, esa base beisbolera que, resignificada por la carrera, ya no es sólo un punto de partida, pista de despegue, sino la meta a la que hay que regresar de vez en cuando. La Batería de Poder Central en Oa1.
De la lectura de McCarthy conservo un recuerdo al que me gusta volver. En la novela hay un pasaje donde uno de los muchachos llega a Monclova. La escena inicia cuando éste sale de la farmacia que está en contra esquina de la plaza del centro de la ciudad. Cruza la calle, atraviesa la plaza y se sienta en una banca enfrente de la iglesia. Mira las dos torres de los campanarios y escucha el sonido de la llamada a misa. Se echa a andar de nuevo y encuentra un periódico al que el viento empuja por la calle. Lo levanta, lo lee. Echa a andar de nuevo y llega a la avenida principal que más adelante se convierte en la carretera que conecta, 190 kilómetros al sur, con Saltillo.
Leer eso me voló la cabeza. Aquello estaba ocurriendo justo en ese momento —ah, el tiempo sin tiempo del lector—, en mi propia ciudad, o en todo caso en la ciudad vecina, aquí adelantito.
Salí de mi casa en el límite entre Monclova y Ciudad Frontera, caminé hasta el bulevar, me subí al camión, minutos más tarde me bajé en el centro de la que muchos siguen llamando la Capital del Acero y rehíce el trazo marcado en la novela para después retornar a casa. Me habrá tomado, quizá, un par de horas, salir y volver. Estaba feliz. Era una pequeña dicha que Cormac McCarthy tuviera que haberse paseado por esas mismas calles, que seguramente unas décadas atrás hubiera respirado ese mismo aire, y que la ciudad que me había visto nacer y crecer le hubiera parecido buen lugar para localizar un par de acciones de su novela.
Eso sí, noté cierta discrepancia, y cotejé la información con el terreno: la iglesia nada más tiene una torre. Todo lo demás cuadraba: la calle por la que caminaba largo y tendido el personaje era la De La Fuente, que entronca con el bulevar Pape, y que a su vez, en terreno federal se convierte en la carretera 57.
Mientras pensaba en cómo escribir esto, me preguntaba si tendría que citar el pasaje exacto; cuál parte transcribir, cuál parafrasear. Le di un par de vueltas rápidas a mi ejemplar. La primera vez que leí la novela lo hice de prestado, así que no pude subrayar nada. Yo soy de esos lectores a la antigua que regresan los libros ajenos. O casi todos. O lo era en ese entonces. Mi ejemplar, que compré muchos años después, casi no está subrayado. Durante un tiempo renuncié a hacerlo con los libros que sentía que iban acompañarme toda la vida, pensando que subrayar un libro entero no tiene sentido. Así que nunca he sabido dónde están con exactitud esas páginas. Me puse a buscarlas.
Pero caso enseguida suspendí la búsqueda. Tuve miedo de que mi memoria estuviera equivocada, y que el pasaje ocurriera de otro modo, que fuera menos impactante de lo que lo recordaba o que de plano me lo hubiera inventado.
Empecé a hacerme preguntas. ¿Qué fue lo que pasó hace casi veinte años? ¿Es verdad que salí disparado de mi casa a repetir el itinerario del personaje, que según recuerdo es John Grady Cole? ¿Por qué recuerdo esa escena de manera tan vívida?
Siempre dije que quería tomarme una foto saliendo de la farmacia. Botas, sombrero, filtro blanco y negro, el show completo.
Un día, caminando por el centro, a medida que me acercaba al lugar afloraba de nuevo el deseo de sacarme la fotografía, pero fue entonces cuando constaté que ya no sería posible.
Era tarde. Habían tumbado la farmacia.
Pasó hace como cinco o seis años. Es un hecho extraño: ningún otro edificio en el centro de Monclova ha tenido el mismo destino. Ahora sólo queda un rectángulo plano entre los locales y las casas, un poco de escombros, algo del mosaico del piso.
No recuerdo del nombre del establecimiento. Ni se me antoja necesario averiguarlo.
En mi cabeza tiene un nombre que me dice más que San Pablo, Guadalajara, Del Ahorro, o tantas otras franquicias que hoy prometen aliviar el dolor y la pena a precios accesibles en todas las ciudades del país. La Farmacia McCarthy era una descastada; negocio local, invisible para el resto del mundo; lugar donde a veces compré alguna revista o unas pastillas de menta, y donde el tiempo pasaba sin prisa por los estrafalarios objetos que nada tenían que ver con su giro, pero que se mostraban en la vidriera sin estar a la venta: juguetes, recuerdos de viajes, adornos.
Cada vez que veo ese pedazo desolado de la urbanización monclovense donde nada se ha construido hasta la fecha (2018), el corazón se me encoge un poco. La realidad se dejó arrebatar el escenario de una ficción amada. Entrecruzamientos de esos no se dan muy seguido, y a este un trascabo viene y me lo arrebata, chingao…
Cerré mi ejemplar y dejé en paz la búsqueda. Unos días después me puse a escribir sin paracaídas.
Que echen abajo un edificio es una cosa. Demoler tú mismo un recuerdo, otra muy distinta. Mejor así. Nada vuelve a crecer, nada puede levantarse, ahí donde la memoria falla o se derrumba.
Quédese con la realidad el que se aviente a cargarla hasta su casa. Yo opto por la bisutería de las nostalgias hechas a mano: esos leves suvenires de la memoria. Una planta de plástico, un paisaje oriental en una cajita de vidrio, una pelota de colores deslucidos. Todo cubierto por el polvo. Todo reluciente tras el cristal de los recuerdos que se conservan bajo la luz de la querencia.
Nota:
1. En las sagas de DC Comics, Oa es un planeta ficticio y centro del Universo DC. La Batería de Poder Central proporciona poder a los 3 mil 600 Linterna verde que vigilan el universo.
ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas