El Maverick no era mi coche

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Luego de la muerte de su padre, un hombre rememora distintos episodios de su infancia, algunos formativos pero otros tantos dolorosos por el descubrimiento de algunos secretos familiares y hallazgos fraternos

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POR JORGE CÓRDOVA MONARES
Hoy murió mi padre. Recibo la llamada al amanecer. Una llamada que espero hace veinte años. Mi hermana, media hermana en realidad, dice con voz tranquila al otro lado del teléfono: “ya murió mi papá”. Por un momento no digo nada. Dos días antes lo visité en su casa. Cuando mi padre se deterioró, ella se lo llevó consigo para cuidarlo, no podía estar solo por más tiempo. Le acondicionó la habitación de su hijo mayor que ya no vivía ahí. Mi padre dormitaba en una cama que para entonces le quedaba inmensa. Quieto, enjuto, con un murmullo de voz cuando hablaba. Me senté al lado de la cama y observé su rostro, su respiración fina que apenas empujaba el pecho, sus manos. Unas manos que siempre me parecieron grandes para el resto del cuerpo, blancas con pecas, cuadradas. Eso recuerdo en silencio con el teléfono pegado a la oreja. Mi hermana suspira y dice que esa noche mi padre estuvo inquieto. Él no quería que lo dejara solo. Le tomó la mano y le dijo: “no me dejes, güey”, ella le contestó que no lo haría y con la mano de mi padre en la suya se recostó a su lado. Esperó a que se durmiera, retiró su mano y se fue a dormir a la recámara de invitados, quería estar sola. Dos mujeres rompen la bruma al caminar hacia ella que yace con los ojos abiertos, tensos. Se detienen al pie de la cama. Ella las mira, sabe quiénes son: mi abuela Aurora y mi tía Carmela. “Lo venimos a acompañar”, dice mi abuela. “Ya nos tenemos que ir”, dice mi tía. Después se hunden en la oscuridad. Mi hermana despertó y fue a ver a mi padre. Lo encontró iluminado por el azul amanecer que se metía por la persiana entreabierta, tenía los ojos cerrados, apacible, pero ya no respiraba.

 

 

Voy para allá, digo, y cuelgo.

 

Llego a casa de mi hermana. Me paro delante de la puerta, pero no toco. Después de un rato suena el timbre del interfono, me han visto por la cámara. Ella me recibe y me conduce a la sala, nos sentamos frente a frente separados por una mesita de cristal. Se acomoda un mechón de cabello rubio tras la oreja mientras baja la mirada al reflejo de sí en la mesa.

 

¿Quieres tomar algo?, ¿tienes hambre?, dice.

 

Niego con la cabeza. La forma en que se acomoda el cabello me recuerda a alguien. Me parece que responder sólo con un movimiento no es apropiado y digo: “no te preocupes, gracias”. Inclinada hacia mí, con las manos entrelazadas sobre las piernas, mi hermana me dice que ya vino la funeraria por él. Asiento y digo que no pude llegar antes.

 

Karla Acedo llegó a vivir en la casa al final de la calle. Por un tiempo, nos veía jugar por la ventana hasta que un día se integró. No recuerdo cómo fue eso, tal vez jugábamos beis de banqueta frente a su casa, salió, se sentó a vernos jugar y alguien la invitó a unirse, o un día, cuando llegué a la esquina ella ya estaba ahí. En cambio, tengo el recuerdo claro del primer día que fue a la escuela. Llegamos al salón después de la ceremonia de los lunes. Era la locura, los niños lanzaban las mochilas a sus pupitres desde la puerta, bromas, gritos desbordados, en eso estábamos cuando la maestra Lupita y el director aparecieron del otro lado de los vidrios polarizados, con ellos venía una niña sin uniforme. Todos corrimos a nuestro lugar y nos sentamos muy callados. Entraron, nos pusimos de pie y saludamos al unísono con aquella entonación cantadita: “buenos días, maestra Lupita, buenos días, señor director”, mientras ellos llegaban a la pizarra. El director nos pidió que tomáramos asiento, y después de un breve silencio, dijo que se iba a incorporar a la escuela una nueva compañera que venía de Sonora, que esperaba que la tratáramos como era debido, le dio la bienvenida a la chica y se dirigió a la puerta. Todos volvimos a ponernos de pie y fue la maestra la que nos hizo sentar. “Ella es Karla, va a ser su compañera este ciclo, como ya oyeron al señor director, trátenla con respeto, ¿te quieres presentar tú misma?”. Me gustó desde el principio. Era una chica menudita de facciones finas que nos miraba desde el frente del salón sin pena alguna, y al hablar con ese acento del norte, que me gustaba, sonreía y se le hacían hoyuelos y luego, cuando algunas niñas le hicieron preguntas, enarcaba las cejas y ladeaba la cabeza para prestar atención. Yo la miraba, su cuello blanco, la cabeza redonda con el cabello apretado en una cola que caía lacia, pesada, rubia con tonalidades. Me alegraba, entonces se quitó un mechón de la frente y se lo acomodó tras la oreja. Algo brillante, dorado, se movió en mi estómago. Era ahí, en la panza donde la sentía, y sí que tenía una buena. Karla fue a sentarse en la fila de al lado unos cuantos pupitres delante de mi lugar.

 

El semáforo cambia, el auto de atrás toca el claxon. Subo el puente de Chabacano. Tuve que comer en casa de mi hermana. Había que hacer tiempo para ir a la funeraria. Me dejó en la sala con la televisión prendida mientras ella se bañaba y luego, nos sentamos a la mesa. De lado derecho, el metro sale de la estación, avanza allá abajo, en Tlalpan, y me alcanza justo cuando paso por lo más alto del puente. Veo el tren serpentear hacia Viaducto y empiezo a descender. Mientras comíamos en silencio, ella estuvo a punto de decir algo, pero no lo hizo. Me di cuenta sin levantar la vista de mi plato, me di cuenta que ella quería hablar, hablar en esa forma en que lo dicho cambia todo, en que las personas no vuelven a mirarse igual. Pero yo no quise ir ahí. Comí y callé y no levanté la vista. Antes de que acabáramos, llegó su esposo, solemne como debía ser en esos casos, la besó, y me dio un abrazo fuerte, terrible, y luego se sentó a comer. Me dijeron que dejara mi coche en su casa y nos fuéramos juntos a la funeraria, pero no acepté, quería tener la libertad de largarme en cualquier momento. Frente a mí, el sol incendia las nubes a su paso, cae tras los enormes edificios al poniente, por momentos me deslumbra al seguir la camioneta, los pierdo, y luego aparecen de nuevo unos cuantos coches adelante. Tomamos Vértiz hacia el centro, el sol queda a mi lado izquierdo, conduzco con suavidad, me deslizo por la avenida y por un instante olvido a donde voy, sigo la camioneta que me guía a través de las calles de mi infancia, entonces, recuerdo que vamos al encuentro de mi padre.

 

Cuando llegué a visitarlo a casa de mi hermana, acerqué una silla y me incliné hasta tener su mano a la altura de los ojos. Quería algo de él para el tiempo, para el resguardo. Desde niño me gustaban sus manos. Las movía mucho para hablar y muchas veces yo les ponía más atención que a lo que decía. Las recordé al volante con esos guantes recortados de piloto, al sostener los cubiertos con los antebrazos muy correctos en la mesa, al tomar un vaso de café con leche, las recordé llevándome de la mano por pasillos alfombrados de hoteles de paso donde se encontraba con mi madre, balnearios, le gustaban los balnearios. Miré su mano por mucho tiempo hasta que mi padre despertó.

 

Viniste, dijo. Me alegra. ¿Tu familia está bien?
Sí, pa, todos estamos bien.
¿Tu mami?, ¿tu mujer?
Todo bien, pa.
Su voz era un hilo rasposo, delgado, entrecortado. Se quedó callado un rato y luego, de la nada:
No fui muy cabrón, ¿verdad?
No, papá, no te preocupes.

 

En ese momento en verdad me pareció que él no había hecho ningún daño, o por lo menos que un poco era normal en el trámite de una larga vida.

 

Mi hermana y su esposo están en la entrada de una funeraria en la colonia Juárez.

 

¿Dónde estabas?, dice su esposo. Te estamos esperando.
Perdón, es que no había lugar, tuve que estacionarme varias calles adelante.
¿No te quedaste en la esquina?, insiste.
No cabía, y luego pasé a buscar agua, digo.
¿Agua?, pero aquí hay toda la que quieras, dice.

 

Mi hermana lo toma del hombro y le dice que ya está bien, que seguro ya hay gente esperando. Él se da cuenta que está fuera de lugar, dice algo como disculpa y ambos me sonríen antes de entrar. En todo ese tiempo yo no digo nada. De pronto no sé qué hago ahí, podría rendirle homenaje a mi padre desde mi casa, apenas formo parte de su círculo. Estoy solo delante de la muerte de mi padre. Nos detenemos en la pizarra que indica los números de velatorio. “Velatorio 4: Eduardo Franco Voit”. Muchas veces he leído y escrito ese nombre, lo he dictado para que otros lo escriban, el mundo de la formalidad insiste en vincularme a él, y en cada caso, esa reiteración de mi origen ha sido una invocación. Ese nombre está bajo agua turbia, un compartimento donde apenas llega luz, un espacio donde también está la primaria Mtro. Celerino Cano Palacios, la calle de Atenor Sala. Al leer su nombre lo veo venir con dos botellas de refresco con esa forma de tomarlas con una sola mano con las boquillas entre los dedos. En la recepción nos dicen que ya hay gente en la sala, pero que el cuerpo aún no está listo.

 

El hermano de Karla era un niño muy bonito, de anuncio. Tenía un par de años más que nosotros, era rubio, delgado, tan alto como yo, en la escuela nos formaban por alturas y yo siempre era de los últimos de mi grupo, Acedo, todos lo llamábamos por su apellido, era un buen jugador de básquet y beis, sobre todo de beis, parecía saber todo sobre el juego y era de los pocos chicos de la cuadra que tenían manopla, también era de los pocos que tenían “casa propia”. Todas las niñas lo amaban, y como no, sonreía todo el tiempo de una forma abierta, clara, que te hacía sentir bien a su lado. Su padre instaló un tablero de básquet en la azotea y Acedo invitaba a jugar a unos pocos afortunados. Un día coincidí en la esquina con los hermanos De León, quienes eran muy cercanos a él. Estábamos sentados en la banqueta a las afueras de su casa. Acedo nos vio desde la ventana de su recámara, gritó que éramos unos perdedores y nos invitó a jugar en su azotea, más bien, invitó a sus amigos, pero yo estaba ahí. Nunca había entrado en su casa hasta ese momento. La posibilidad de encontrar a Karla me dio calor en los cachetes. Para subir a la azotea había que pasar por la cocina. Ella estaba sentada a la mesa, hacía la tarea mientras la madre preparaba la comida. Llevaba el cabello recogido en un chongo y una camisa vaquera a cuadros rojos. Pasamos en fila detrás de ella, tenía un lunar pequeño en el nacimiento del cabello. Los chicos saludaron y ella murmuró algo sin dejar de escribir. Yo quería prolongar mi paso, detenerme y tomarla de los hombros por detrás. Pasé sin que ella supiera que estaba ahí. Más tarde, no me concentraba en el juego, la pelota se me escapaba al botarla y erraba los tiros. Mientras jugaba estaba pendiente de las escaleras, pensaba que Karla podía subir en cualquier momento. No podía dejar de ver su cuello, la piel bronceada, el lunar. Los otros me molestaban como siempre, se burlaban, pero no me importaba, no estaba ahí por ellos. En medio de un tiro directo, escuché pasos en la escalera de caracol, sabía que era ella. Afiné el tiro y adopté una pose muy profesional para lanzar la bola, la botaba sin perder de vista la canasta, flexioné las piernas, listo para tomar impulso. Primero apareció el rostro, ojos miel, nariz respingada, esa sonrisa suya con hoyuelos, su cuello, y antes de que estuviera de cuerpo entero lancé la bola con un saltito que pretendía ser grácil. La bola pegó en la pared por encima del tablero. Los otros se rieron de mi salto.

 

No saltas ni un kilo de tortillas, dijo Acedo.

 

La pelota fue a dar a los pies de Karla. La tomó y desde ahí la lanzó y encestó.

 

Fue terrible, los chicos se ensañaron de verdad. Yo estaba paralizado en medio de la azotea, todos me miraban, los oídos me zumbaban y de pronto, la luz pálida del atardecer se volvió gris. Ella me miraba en silencio, no se burlaba ni nada, pero no me quitaba la vista de encima. Cuando pude moverme corrí a las escaleras, pasé a su lado y le pegué con el hombro. Bajé tan rápido como pude, me seguían, atravesé la cocina sin despedirme, escuché el adiós lejano de la señora, y antes de alcanzar la puerta me empujaron y me estrellé con ella. Eran los chicos, Acedo al frente, me agarró del cuello de la playera y me azotó varias veces contra la pared.

 

¿Por qué le pegas a mi hermana, pendejo?
Pero yo no le hice nada
La empujaste no te hagas, dijo Alejandro, uno de los hermanos De León.
Mira, cabrón, no te parto tu madre porque estamos en mi casa, pero aquí no vuelves a entrar y si te veo molestando a mi hermana te la parto.

 

Para mí era común que me agredieran por nada, siempre justificaban sus abusos con las razones más estúpidas, pero esta vez, no estaba seguro de no merecer la agresión, recordaba que había golpeado a Karla con mi hombro al salir, pero no me pareció que fuera para tanto.

 

Ya déjalo, no me hizo nada, dijo Karla al entrar en la sala.
Acedo me soltó, abrió la puerta, me dijo que me largara. Miré a Karla, mientras salía, le dije que me disculpara, ella me vio inexpresiva.
¡Ándale, puto!, Acedo me empujó y azotó la puerta.

 

Afuera ya había otros niños, los vi jugar pero no los escuchaba. Caminé unos pasos. Poco a poco, la luz adquirió los tonos azulados del atardecer y oí los gritos de los niños. Me recargué en la pared y me puse a ver la punta de mis zapatos mientras oscurecía.

 

Entramos a un salón amplio y bien iluminado. Hay algunas personas sentadas en parejas en los sillones, otras de pie platican en susurros con vasos de unicel en las manos. Voy directo al servicio de café, pero antes de llegar, me intercepta la esposa de mi papá, la madre de mi hermana. Me sujeta con ambas manos y me lleva con ella a un sillón mullido en el que la ayudo a sentarse, me invita a su lado.

 

Hace mucho que no nos vemos, dice sin soltarme. Fue en un cumpleaños de tu papá, ¿verdad?
Le digo que sí, aunque en realidad no tengo idea de cuándo fue eso, ni en qué circunstancias.

 

Mi padre no vivió con nosotros, venía mucho, a veces a diario. Mis padres mantuvieron por años una relación divertida, para ellos más que para mí. Se veían para salir, iban a comer, al cine o a tomar una copa, y muchas veces terminaban en un hotel. Al principio, cuando yo era muy pequeño, me llevaban con ellos, pero conforme crecí yo mismo preferí quedarme en casa. Sus excursiones se podían extender varios días, incluso una semana. Mi padre se jubiló a los cuarenta seis años, así que tenía tiempo de sobra y en un descuido, sus paseos podían llegar a algún balneario de Morelos, o incluso Acapulco. Al final volvía a su casa con su familia que lo esperaba. Por si fuera poco, siempre encontró tiempo para la palomilla, y esto incluía otras mujeres. Así fue por mucho tiempo, hasta que un día mis padres se pelearon, no es que no se pelearan, lo hacían, pero después de algunos días de descanso se reconciliaban. Pero esta vez no pasó así, fue definitivo. Mis padres no se volvieron a ver en su vida. Cuando sucedió esto yo tendría catorce o quince años, estaba en la secundaria. De algún modo, esto también fue un rompimiento entre él y yo. Nos veíamos o hablábamos por teléfono de vez en vez, pero estos encuentros fueron cada vez más esporádicos hasta que se diluyeron y nos dejamos de ver por años. Me hice adulto sin su presencia. Tuve un hijo y apenas lo conoció. Mi padre se convirtió en una idea, una imagen que no se movía en el tiempo, siempre ubicada en los setenta. Era un hombre del que nada sabía en realidad.

 

La esposa de mi padre me pide un café. Me levanto para ir por él y me toma la mano y dice:

 

Sin azúcar, hijo, por favor.

 

Me dice eso como la súplica más dolorosa, como si me pidiera algo imposible de conceder. Ladea la cabeza y no me suelta y repite por lo bajo, “por favor”.

 

Sin azúcar entonces, digo y zafo la mano de entre las suyas.

 

Entre el olor excesivo a flores y el del café, doy vueltas a una cucharilla de plástico. Yo creí que mi padre moriría de una forma terrible. Asesinado por una de las yonquis indigentes que metía a su departamento, o por un joven traficante de la Buenos Aires, en un cajero automático en la madrugada alucinante, o de un paro. De manera que la forma en que murió parece un alivio para todos. Una vez vi un cortejo fúnebre en un pueblo de Morelos. Íbamos en coche mis padres y yo dando tumbos por una calle sin pavimentar. Los árboles se alzaban por encima de casas de adobe y jacales de carrizo y paja que se apilaban al margen de la calzada como si fuera un río. Perros flacos nos ladraban al paso. A la distancia escuché un tambor profundo, arraigado, como un andar cansado, y por encima, apenas elevado de la tierra, el sonido brumoso y vibrante de las trompetas. En la bocacalle nos adelantó un grupo compacto de hombres y mujeres vestidos de manta y jorongos. Serios, sombríos, solemnes tocaban sus instrumentos que resplandecían al sol. Nos detuvimos. Después de ese primer grupo venía otro de puros hombres en calzones de manta con el torso desnudo, cargaban el féretro ensimismados. Luego mucha gente con veladoras y unas mujeres envueltas en rebosos negros que lloraban con desgarro al final de la procesión. El cortejo avanzaba lento, a un mismo paso, cabizbajos, misteriosos flotaban sobre el polvo de la tierra seca al otro lado del parabrisas. Los vimos pasar en silencio. Mi padre chasqueó la lengua y dijo:

 

Pues claro, no murió un perro, y hasta a un perro se le llora.

 

El cortejo nos dejó el paso, la música se diluyó en la luz crepuscular, mi padre arrancó.

 

En el funeral de mi padre nadie llora.

 

Le llevo el café a la esposa de mi papá.

 

Gracias, hijo. Tómate tu café conmigo.

 

Me siento a su lado, y sin más dice:

 

Ten una vida feliz, Jorge. Te lo deseo de verdad.

 

Pues gracias. Sí, eso trato.

 

Discúlpame por no llamarte en tu cumpleaños, siempre me acuerdo tarde, pero sí quiero llamarte.

 

No sé de qué va, prefiero callar.
Sí, hijo. Ya nada de resentimientos, hace un ademán de negación con la mano, ya no importa.
¿Resentimientos?, digo, y me arrepiento de abrir la boca.
Sí, muchacho, hay que dejar las cosas, no tiene sentido. A ver si luego pasas a la casa a comer.

 

Me gustaría preguntarle de qué chingados habla, en vez de eso le agradezco la invitación y le digo que ya me organizaré para ir un día de estos. En eso estamos cuando entran unos hombres que parecen botones de un hotel con sus casacas guinda, cargan un soporte de madera, detrás de ellos viene un hombre de negro con un cuadro, una imagen de mi padre cuando joven. Lo montan sobre el soporte. Mi padre está en una comida, se ve un plato, un vaso jaibolero a medio llenar y envases de refresco.

 

Buenas noches, dice el hombre de negro con una voz modulada para hacerse oír sin parecer rudo. Estamos listos, necesitamos que alguien nos acompañe para aprobar los arreglos.

 

Mi hermana, que está con un grupo cerca del servicio de café, se adelanta y dice “vamos”. Me mira mientras el hombre de negro avanza, le dice que lo siga y los botones la flanquean como guardaespaldas. Como no me muevo, mi hermana me llama. “Jorge, ¿no quieres ir?” Me levanto y me uno al grupo. Salimos del salón y seguimos al hombre de negro por un pasillo, al fondo hay una puerta de metal. El hombre se detiene frente a la puerta, teclea un código, la puerta se abre y entramos. Una amplia habitación sin mueble alguno, a excepción de un ataúd de madera oscura sobre una base metálica con ruedas. Hace frío, la puerta se cierra tras nosotros. Los botones se acercan al féretro y mueven palancas de la base para mover el ángulo y ajustar la altura, abren la tapa con movimientos eficientes. Mi padre está recostado en una cama acolchada, con su ropa habitual: playera, pantalones de mezclilla y tenis. Está peinado para atrás, se ve raro, él no se peinaba de ese modo. No parece dormir como la gente suele decir, parece muerto. Además del peinado que lo hace otro, se les pasó el algodón en los labios. El rostro se ve estirado y con un abultamiento exagerado en la boca, parece un mono.

 

Eso es demasiado, dice mi hermana señalando la boca. Y el peinado, él nunca se peinó así.

 

En el baño de algún hotel mi papá me pasa el peine y como el cabello no se acomoda como él quiere, humedece sus dedos con saliva y me los pasa por el fleco.

 

No es él, dice, no es él.
¿Quién es él?, ¿el que yace en ese satín acolchado?, ¿el hombre de las manos que siempre me gustaron?, ¿el yonqui que me hizo llevarlo a comprar su droga con mi hijo pequeño en el asiento trasero del coche?
¿A ti qué te parece, Jorge?

 

A mí me parece que debería dejarme en paz con su innecesario intento por incluirme.

 

Sí, no es él, me fuerzo a decir. De lado.
¿Qué?, dice ella.
El peinado, la raya va al lado derecho.

 

Llegó la salida de sexto. Como era costumbre, se organizó una misa y un festival en el que todos los grados prepararon un bailable para despedirnos y como el gran número de la jornada, los de sexto bailamos “el vals”. Por la tarde hubo una fiesta en un salón. Después del incidente en casa de Karla hablamos poco, yo seguí sin existir para ella y aunque a mí me interesaba de la misma forma que cuando llegó, hice poco, o más bien nada, por acércame más. Pensé que era mi última oportunidad. Mi papá llegó puntual para ir a la misa, tocó el claxon y mi madre, que no estaba lista, me mandó a su encuentro. Estaba estacionado frente al zaguán del edificio en su Maverick del 77 color verde. Bajó del auto para abatir el respaldo de su asiento y yo cupiera atrás. Nos saludamos de beso como me había enseñado, para él era importante conservar ese gesto de cariño entre nosotros, pero además, esta vez me tomó de los hombros y revisó mi ropa, “te ves muy bien, pa”, me dijo. Yo me sentí perfecto para lo que tenía planeado. Mi madre llegó y nos fuimos a la iglesia. Recuerdo poco de lo que ahí pasó. Hay tres fotos de ese día, dos en las que poso con cada uno y otra más donde estamos juntos los tres. Tampoco recuerdo por qué ellos no fueron al festejo en el salón, mi madre arregló que me sentara con un amigo y su mamá. El salón tenía unas escaleras centrales como palacio. Bajamos en parejas entre bruma de hielo seco. Los chicos llevábamos una mano a la espalda y con la otra cogíamos la mano de nuestra pareja. Las niñas daban pasos lentos para no enredarse con sus vestidos blancos largos que se arrastraban por los escalones. Bailamos “el vals”, y luego nos sentamos a la mesa a comer. En todo ese tiempo yo no dejé de pensar en cuál sería el momento para acercarme a Karla y declararle mi amor. Ella estaba unas mesas más allá, a diferencia de mí, con toda su familia. Cenamos y después, empezó el baile. Ella bailaba con un grupo de niñas, me acerqué y como siempre lo único que obtuve fue el saludo.

 

¿Te puedo traer algo de tomar?, le dije.
No, gracias, contestó sin interrumpir su baile.
Hay agua de horchata y está muy buena.
No gracias, dijo en un tono más denso.
Acedo no me quitaba los ojos desde su mesa.
Quiero hablar contigo, dije, y no me gustó mi voz apremiante.
Yo no quiero hablar contigo, volteó por primera vez.
Eso debió bastar, pero insistí. Acedo estaba de pie en su mesa.
Oye…, me salió un pitido de voz, me recompuse. ¿Quieres ser mi novia?
¡No!, ¿estás loco?
¿Por qué no quieres?

 

Acedo venía en camino. Karla dijo:

 

¡Porque estás muy feo, niño!, y déjame de molestar si no le voy a decir a mi hermano.

 

En ese momento llegó Acedo y ella lo detuvo. No dejaba de mirarme mientras trataba de liberarse de su hermana. De pronto lo odié, estaba más concentrado en ese niño que me quería golpear que en lo que acababa de pasar. Me di vuelta y fui a jugar con mis amigos, pero algo no iba bien. En medio de una persecución con otros chicos me detuve y me dejé atrapar porque de pronto tuve muchas ganas de llorar, tantas que no podía correr, pero tampoco llorar. Cuando un compañero tocó base para rescatarme me quedé ahí, tieso con mi llanto en la panza, la panza por la que seguro Karla me había despreciado. Fui al baño y me eché agua en la cara. Acedo me siguió, me acorraló contra la pared y me abofeteó varias veces mientras me decía hijo de tu puta madre y esas cosas. Lo tomé del cuello y lo apreté más y más duro, lo empujé y le caí encima sin que él pudiera hacer nada, yo era más pesado y fuerte. Se puso rojo y los ojos le lloraban saltones, entonces lo dejé. Se quedó tirado, jalaba aire, le di una patada en la cara y entonces fui yo el que lo amenazó con romperle toda la madre si volvía a meterse conmigo.

 

Salimos de la primaria y yo perdí interés en Karla. En el verano las cosas siguieron casi igual, ambos jugábamos en la calle con los otros chicos, incluso en el mismo equipo, pero sólo hablábamos lo necesario. Yo ignoraba a esa chica que todo un año me volvió loco. Acedo, al que después del incidente en el baño descubrí en varias ocasiones observándome con rencor, poco a poco se relajó y ese verano llegamos a ser amigos. Al terminar las vacaciones fuimos a escuelas diferentes, les perdí de vista. Los chicos de la cuadra crecimos y fuimos remplazados por otros, y un día, los Acedo se mudaron.

 

Estoy de pie a un lado del féretro. Miro el retrato de mi padre. Mi hermana se para a mi lado con un café en cada mano, me tiende uno sin quitar la vista del retrato. Yo no quiero café, pero lo acepto para hacer las cosas más fáciles.

 

La escogimos mi mamá y yo de un álbum viejo. Si quieres podría mandarte hacer una para ti.

 

Marcela, por favor, deja de hacer eso.

 

El café me estorba, lo pongo sobre el ataúd, pero me doy cuenta de inmediato de lo que acabo de hacer y lo tomo de nuevo.

 

Sólo quiero que te sientas…
Sé lo que quieres. Te pido que no lo hagas. Estoy bien con cómo han sido las cosas.
Bebe café. Me toma del antebrazo.
¿Nos podemos sentar ahí un momento?

 

Atrás de nosotros hay un sofá vacío, nadie quiere estar cerca del ataúd. A ambos lados del sofá hay unas mesitas de madera, floreros de cristal, flores blancas olorosas. Ahí dejamos nuestros cafés. Mi hermana entrelaza las manos, aprieta los labios, toma aire antes de hablar y sin dejar de mirar sus pies empieza:

 

Tengo un recuerdo de ti que se impone sobre cualquier otro. Cada vez que nos encontramos a través de los años, yo te vi de esa manera, aún hoy, y siempre quise hablarte de ello.

 

Se queda inmóvil, suspendida en el silencio, volteo por mi café y le doy un trago ardiente.

 

No sé por qué ese día no tuve escuela, dice. Pero el caso es que fui con mis papás a hacer la despensa a la tienda esa que estaba en Vértiz y Obrero Mundial. Para ir allá tomamos Viaducto, íbamos platicando y oyendo música, mis papás estaban tranquilos, y eso me hacía feliz, ellos peleaban todo el tiempo. Tomamos la salida para Vértiz, y pasamos por la escuela que está ahí en la esquina, era la hora de la salida y había muchos niños con sus papás. Nos tocó la luz roja. Me llamó la atención el uniforme guinda con un suéter cruzado con botones dorados. Pensé que tenían un uniforme más bonito que el de mi escuela.

 

Sonó el timbre. La maestra se quedó con las palabras en la boca. Todos cerramos los cuadernos y libros y nos inclinamos casi al mismo tiempo para guardarlos en las mochilas. Eran las 12:30 en punto. Me levanté el primero y caminé hacia la puerta, conocía la rutina, formarse en la entrada del salón para avanzar en filas de hombres y mujeres. Abrí la puerta, el aire penetró en el aula, era un día claro, brillaba en las hojas de los árboles. Varios niños salieron detrás de mí y nos quedamos ahí, recargados en la baranda en silencio, los de quinto tenían educación física en el patio. Hice casita con mis manos para ver al interior del salón, ella bromeaba con su compañera de banca mientras guardaba los útiles. La maestra salió del salón y nos llamó a formar filas, nos hizo tomar “distancia por tiempos”. Miré el tráfico en el Viaducto, las nubes colgadas del cielo, las azoteas vecinas, el anuncio de Viejo Vergel en Vértiz. El grupo avanzó. Éramos dos filas desordenadas que bajaban las escaleras, niños y niñas cantaban jingles de la televisión, se golpeaban con la mochila o conversaban con risillas que retumbaban en el cubo de la escalera. Del otro lado de la reja, había muchas personas, madres y padres, abuelos, hermanos mayores, perros y vendedores de chucherías que se acomodaban junto a la pared minutos antes del toque. A las 12:40 estaba afuera de la escuela. Me detuve en un tendido en el que una mujer vendía paquetes de tarjetas del Hombre Nuclear, compré tres paquetes, abrí un sobre, me metí el chicle en la boca y mastiqué mientras pasaba las tarjetas, tres estaban repetidas. Alcé la cabeza, vi a Karla en dirección a la calle, ella también abría un sobre de tarjetas. Metí las repetidas en el sobre y me apuré a alcanzarla antes de que llegara a la esquina.

 

Hola, ¿cambiamos las repetidas?, mostré los sobres.

 

Ella me miró indiferente y después de un momento que me pareció eterno dijo que sí, me tendió un juego de tarjetas. Entonces, vi el coche de mi padre parado ante el semáforo en rojo. Le dije a Karla que me esperara. Me acerqué al coche, una niña de mi edad miraba hacia la escuela desde el asiento trasero, adelante iba una mujer con una pañoleta que le cubría el cabello entubado y mi padre al volante. Lo llamé desde la banqueta, pero él no apartó la mirada del frente. Le grité y agité los brazos por encima de la cabeza, pero tampoco me hizo caso. La mujer también me ignoraba, en cambio la niña me veía desde el otro lado de la ventanilla cerrada. Bajé de la banqueta, toqué con la mano cerrada en el cristal de la mujer, ella giró la cabeza, me miró impasible, la luz cambió y mi padre arrancó de golpe sin voltear una sola vez. La niña pasó frente a mí, estábamos muy cerca, solo unos centímetros de vidrio y metal nos separaba. El coche avanzó y ella se pasó al medallón trasero para no perderme de vista. Antes de dar vuelta a la izquierda, la niña me dijo adiós con la mano. El auto subió el puente para cruzar Viaducto, vi fragmentos del Maverick verde a través del pretil de cemento, el paso fugaz de mi padre rígido al volante. Un auto tocó el claxón, me subí a la banqueta. Miré al rededor, los chicos corrían mochila al hombro al encuentro de sus padres y estallaban en risas y gritos bajo el brillo del medio día, la salida de la escuela era la misma de siempre. Karla estaba en la esquina y abría otro sobre. Sacó las tarjetas, pasó cada una lento, se puso la luz roja otra vez, guardó las tarjetas en la mochila, y antes de cruzar Viaducto se acomodó el cabello en esa forma suya y se alejó por el puente.

 

La cara de ese niño, ¡Dios!, el asombro en sus ojos, dice mi hermana Marcela.

 

Se cubre la cara con las manos, los ojos asoman entre los dedos.

 

Mis papás se dijeron cosas horribles.

 

Entrelaza las manos de nuevo y las deja en el regazo.

 

Mi papá nos llevó de regreso a casa y nos dejó en la calle, ni siquiera bajó del coche para acompañarnos a la entrada. Así supe que tenía un hermano.

 

Damos varios tragos al café frío. La madera pulida del ataúd me devuelve una imagen distorsionada de nosotros inmóviles en el sofá. Ella voltea a verme, tiene los ojos acuosos. Quiere saber si recuerdo aquello, y además, si el daño me acompañó todo este tiempo como a ella el rostro de ese niño.

 

Tenías un suéter amarillo, digo.

 

Sus ojos se mueven de un lado a otro, buscan, parpadea varias veces.

 

Con mi padre no había un nosotros completo, digo. Aunque yo también viajara en el asiento trasero de ese Maverick, no era mi coche. Yo siempre supe que él tenía una familia a la que pertenecía y que yo y mi mamá éramos… no sé qué éramos.

 

El agua en sus ojos escurre, aprieta los dientes, se abraza a sí misma, pero no puede encerrar el llanto. Todos nos miran. Cuando estoy a punto de poner mi mano en su hombro, llega su esposo y la abraza.

 

Volví a encontrar a Karla muchos años después, en el tiempo de la universidad. Ya no era la misma chica menudita, pero aún tenía el cabello largo y rubio. Era la cantante de los Green vitamin. En medio de una frase me vio, fijó su mirada un instante, usaba unas largas pestañas negras, vi el momento preciso en que me reconoció, una luz en sus pupilas, pero no hizo ningún gesto de asombro, quitó la vista de mí y cantó. Al término de su función se tomó su tiempo para bajar del escenario, yo me quedé ahí, y al final se acercó con una cerveza en la mano.

 

Sabía que un día volverías a mí, dijo.
Aquí me tienes.

 

Bebió de su cerveza, nos preguntamos cosas, me dijo que Acedo vivía en Canadá, y después de un largo silencio incomodo me llevó con sus amigos a los que no les interesé un ápice. Tomamos cerveza con ellos y yo mantuve una sonrisa forzada todo el tiempo. A veces, ella me miraba desde lejos, entre gente aburrida que fingía estar a tono, y sonreía, en un momento hasta me puso una mano en el hombro. Cuando estuve seguro de que nada tenía que hacer ahí, me despedí de ella. Me pidió que no me fuera, “Quiero estar contigo, no ves que eres mi único amigo aquí”. Estaba un poco borracha y esa tontería que dijo me hacía tener más ganas de irme.

 

Vamos a la azotea a fumar, dijo.

Yo no fumo.

 

Me dio la espalda y fue hacia unas escaleras angostas al fondo del galerón, se detuvo y volteo, sonrió y con la cabeza me indicó que la alcanzara. Nos sentamos al filo de la azotea con las piernas al aire. La ciudad titilaba y el viento surgía de las brechas entre edificios. Prendió un toque, le dio tres fumadas, me lo pasó y se recostó en el cemento frío. Me acosté a su lado y fumé y vi el cielo. Le devolví el cigarro, fumó de nuevo. En mi turno me preguntó si todo me iba bien, me preguntó por mis padres. Mientras aguantaba el humo le dije que todo estaba bien, tosí. Por un rato no dijimos nada, suspendidos en la oscuridad plateada de la ciudad nocturna. Alcanzó mi mano con la punta de sus dedos, y luego la cogió y apretó entre la suya. Cerré los ojos.

 

Mi hermano no está en Canadá, dijo. No sé por qué dije eso.
¿Dónde está entonces?, dije.
No hay nada que me haga feliz, no hay nada que me guste, dijo. Pienso mucho en todos nosotros. Nos recuerdo tal como éramos.
Abrí los ojos, el cielo era negro.
Tú… ¿estás bien?, dije. ¿Tu hermano está bien?
No, dijo. Te recuerdo enamorado de mí, siempre mirándome con esos ojos tuyos tan bonitos. Me gustaba sentir tus ojos sobre mí.

 

Giré mi cabeza porque necesitaba ver a la cara a esta chica loca que tanto me había dolido. Su perfil pálido emergía de la oscuridad, el rímel se le había corrido. Sin soltar mi mano, inmóvil en el piso de esa azotea, Karla me contó que Acedo había muerto el año anterior de una sobredosis. Me contó que aquella tarde a la salida de la escuela, se refugió en las tarjetas del Hombre Nuclear para que yo no supiera que había presenciado todo el asunto con mi padre. Me dijo que nada le importaba ya. Pasamos la noche en la azotea y bajamos cuando la luz blanca se expandió y el grito del “gas” se escuchó a la distancia. Nos dimos los teléfonos, pero ninguno llamó.

 

Salgo de la funeraria al amanecer. Ya hay bullicio en la calle, la gente va y viene con el cabello húmedo. El aroma a flores persiste en la oscuridad. A unos metros del coche pulso la llave, los cuartos parpadean y escucho el click de los seguros. Me siento al volante. La gente pasa al otro lado del parabrisas. Aislado dentro de esta cabina, recuerdo a todos tal como fuimos una vez. Luminosos y claros, imprecisos y sombríos. Cierro los ojos, la gente desaparece así nada más.

 

ILUSTRACIONES: Dante de la Vega

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