Viéndolas crecer
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La obsesión por las inevitables impurezas corporales lleva al protagonista de esta narración a recorrer opciones poco ortodoxas de aseo personal
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POR GERARDO GONZÁLEZ PRADO
Comenzó con una comezón en el brazo derecho.
Mientras se rascaba con gran intensidad, observó sus dedos. El color blanco de las uñas largas sobresalía cuando estas rascaban tan fuerte que podían cortar su delgada y suave piel.
Un escalofrío inexplicable recorrió su cuerpo de pies a cabeza. Luego la comezón fue en la cabeza. Unas ganas inmensas de rascarse le inundaron. Casi se arrancó los pelos cuando terminó de restregarse con gran fuerza la cabeza. Volvió a ese lugar indeterminado de profunda excitación silenciosa al contemplar sus dedos: las uñas que no se habían cortado en días, largas y sucias, al final de cada uno.
En cuanto regresó a su casa buscó un cortaúñas de manera maniática. No lo encontró. Había volteado casi toda la casa. Vació cajones, bolsas, mochilas y nada, no encontraba ningún objeto que le permitiera cortar sus uñas. Gritaba desesperado, aventó varios objetos; golpeó cosas, paredes y pisos. Tantos fueron sus desplantes que la vecina del departamento de abajo llamó a su puerta para ver si todo se encontraba en orden.
Se limitó sólo a decir que estaba bien e inmediatamente después se colocó una gabardina por la lluvia que comenzaba a acribillar el suelo de la calle con sus gotas y salió.
Caminó cuatro cuadras, protegiéndose del agua con un paraguas azul, hasta llegar a un establecimiento que vendía todo tipo de souvenires. Allí compró un cortaúñas de color plateado con la figura caricaturesca de un oso.
Regresó por el mismo camino, viendo sólo el suelo a su paso. Nunca levantó la cabeza en todo el trayecto.
Desenvolvió el cortaúñas de un empaque que le pareció inútil e inservible. Inmediatamente después se dio a la tarea de cortar una a una las uñas largas de los dedos de las manos. Ávidamente hacía caer los pedazos muertos de cutícula, veía como se posaban en el suelo restos de su cuerpo aún vivo.
“Vaya ironía, pensó, tener que deshacerse de partes del cuerpo que no sirven, como los dientes cuando uno es pequeño, cabello, uñas. Quizá era una forma de evolucionar o de readaptarse a diferentes condiciones, así como las víboras lo hacen”.
Cuando terminó, juntó todos los restos en un frasco de mayonesa vacío, se puso la ropa de dormir, vio un poco de televisión desde su cama hasta que el sueño se apoderó de su cuerpo.
Despertó e inmediatamente volteó a ver sus pies descalzos sobre el suelo alfombrado de su cuarto. No les quitó los ojos por minutos. Anonadado ante el espectáculo de sus pies sollozó con sus manos en el rostro angustiado.
Rápidamente buscó el cortaúñas que había comprado la noche anterior. Estaba seguro que lo dejó sobre la cómoda que estaba frente a su cama, bajo un espejo en el cual se veía y se encontraba extraño, como otra persona dentro de sus pensamientos. No lo encontraba, volvió a desordenar todo su cuarto. Quitó las sábanas, sacudió las almohadas y nada. Revisó en los bolsillos. Tampoco.
De nuevo salió a la misma tienda a comprar un cortaúñas nuevo. Cuando regresaba a su departamento con la compra hecha se detuvo unos instantes a revisar los periódicos con las noticias del día. Nada extraordinario, de mal en peor iba todo, igual que siempre. Aprovechó para comprar una revista de salud y bienestar.
Ya en casa –con más calma y no como el día anterior, cuando la locura se apoderó de su persona–, comenzó a cortarse las uñas de los pies, poco a poco con los clics del aparato iban desprendiéndose los pedazos gruesos e inertes. Cuando terminó de cortar el pedazo largo de la uña del dedo más pequeño en el pie derecho, observó los dedos de sus manos. Otra vez estaban apareciendo esos filos blancos. Eran las uñas que estaban creciendo sin cesar.
Sin dejar pasar más tiempo comenzó a cortar todas las uñas de sus dedos. Cortó más de tres cuartos de uña. Se veía cómo la carne recién descubierta palpitaba.
Clic, clic, clic, se escuchaba. No soportó tener las uñas de los pies más largas que la de las manos, se cortó con el filo de la pequeña navaja el interior de la piel del dedo gordo, donde va la uña. La sangre empezó a salir. No le importó. Continuó con su labor de corte y confección de dedos.
Al rato limpió la sangre que regó mientras caminaba de la cocina a la recámara. Un camino trazado color rojo relucía antes de ser limpiado por todo el departamento.
Durante tres días no se bañó, tampoco se afeitó. En las manos tenía unos guantes y en los pies unos calcetines. No era capaz de atreverse a mirar esos dedos con uñas crecidas.
Al cuarto día decidió ver cuánto habían crecido. Casi nada. Sin embargo, no se contuvo y volvió a cortar los restos de uña que le quedaban: manos y pies sin uñas, pura piel en su cuerpo. No se podía rascar. Se tocó el rostro con los dedos. Una sensación de llama ardiente lo hizo estremecerse, supuso que sólo era cuestión de acostumbrarse.
Una comezón en la espalda lo sacudió. Con su mano izquierda trató de mitigar esa sensación. Sus dedos reaccionaron cuando tocaron la aspereza de la camiseta. Los alejó. El dedo mayor de la mano sangraba en donde iba la uña. Chupó la sangre y pensó. Se rascó con el palo de la escoba que estaba en la cocina.
Pasaron dos días: guantes y calcetines en sus extremidades. Volvió a destaparlos, desnudarlos y vio cómo salía a la superficie una especie de bicho diminuto de sus dedos: era la uña luchando por nacer. Acercó su dedo índice a la boca, arrancó con los dientes lo que creyó que era un bicho. Los demás dedos seguían igual, sin rastros de nacimientos indeseados.
Otro día pasó, calcetines y guantes para afuera, dos dedos con escasas señales de uña. Cortó esos remanentes.
Ocho horas pasaron, descubrió de nuevos pies y manos. No soportó lo que vio. Corrió frenéticamente a la cocina. Con el cuchillo más grande que había de un solo golpe destazó la mano derecha. Después el pie derecho.
Siempre fue zurdo.
Sólo le quedaron diez uñas para ver crecer y después cortar.
ILUSTRACIÓN: Eko
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