Dos de Daniel Catán

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Las presentaciones de estas obras vuelven a colocar a este compositor como un clásico de la ópera moderna

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POR IVÁN MARTÍNEZ

En feliz coincidencia, la Ciudad de México vio presentadas en días anteriores dos de las óperas del compositor Daniel Catán (1949-2011), ese “Debussy latinoamericano” quien además de legar sus propios títulos a la tradición operística clásica, es el responsable de haber incluido el idioma español en ella.

 

La hija de Rappaccini (1991), la segunda de sus óperas, se presentó en dos funciones (24 y 25 de mayo) en la Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario gracias al contexto del festival El Aleph, y Salsipuedes (2004), la cuarta, en temporada desde el 26 de mayo y a la que todavía se puede asistir hoy domingo 2 de junio, en el Teatro de Bellas Artes con la Compañía Nacional de Ópera.

 

Consciente de la distinta naturaleza de ambas obras y de sus respectivas producciones, es imposible no caer en las comparaciones, pero aun en ambas, lo más trascendente es confirmar el instinto orquestador –no deja de ser una lástima que Catán no escribiera más música abstracta y aún más, que lo hiciera en terrenos sinfónicos–, el olfato teatral –no es el autor de estos libretos, pero los trabajó en conjunto con sus libretistas– y esa capacidad suya para en un lenguaje totalmente moderno y propio, saber precisar a sus personajes con líneas vocales-melódicas de largo aliento y de una expresión particularmente romántica –ojalá también hubiera escrito más canciones “sueltas”, como aquel exquisito bolero Comprendo, que incluyó en Il Postino–.

 

La hija de Rappaccini, sea por antigüedad, acceso a grabaciones o número de representaciones, es la que mejor se conoce. La producción presentada por la UNAM fue especie de colaboración con el estudio de ópera de la Universidad de Arizona: el director concertador ha sido Michael Dauphinais, coach allí, y la escena de Cynthia Stokes, directora del mismo, quien ya ha dirigido este título en diversas ocasiones recientes.

 

Visualmente y en intenciones teatrales pudo parecer modesta, pero fue efectiva; a un lado, la estructura que sostiene la recámara de Giovanni y al otro, el jardín de Rappaccini, con un gran árbol de tela sobre el que se proyectan diversos patrones. La iluminación y los vestuarios no han necesitado de mayor aportación aunque quizá la presencia de las bailarinas de la Compañía Juvenil de Danza Contemporánea de la UNAM se hayan sentido constreñidas en un espacio que, siendo fijo, no daba mucho espacio para su lucimiento.

 

La versión desde el foso fue una reducción orquestal que el mismo Catán preparó para solamente dos pianos, arpa y tres percusionistas. Y desde ahí, Dauphinais supo bien marcarla y dirigirla, dibujando de manera nada superficial las texturas y colores que podrían perderse en la reducción; atinado también el que pasajes originales de flauta fueran restaurados desde sintetizadores con timbres que agregaron cierta magia al aria de Beatriz.

 

Dos problemas ensuciaron esta producción: principalmente el descontrol (¿falta de ensayo?) del uso de amplificación, que estuvo variable en la función del 24 y provocó lo mismo excesos que pasajes inaudibles en los solistas. El otro: los propios solistas. Todos de voces suficientemente potentes y algunas quizá hasta bellas, ninguno entre Octavio Moreno (Rappaccini), Jéssika Arévalo (Beatriz), Andrés Carrillo (Giovanni), Evanivaldo Correa (Baglioni) o Kaitlin Bertneshaw (Isabela), ofreció a su canto fraseos de belleza o lirismo. Directos en su forma de cantar, sin procurar la redondez de las líneas o la poesía de sus palabras.

 

Justo en el terreno de las voces, Salsipuedes de Bellas Artes es donde mejor sale librada. Con diseño escénico de Luis Martín Solís apoyado en la escenografía grandiosa y fértil de Jesús Hernández, la iluminación intuitiva y rica de Rafael Mendoza, y el vestuario adecuado de Sara Salomón, el resultado de esta producción que tuvo bastantes tropiezos administrativos durante su preparación, ha resultado en una puesta visual aceptable.

 

El mayor mérito antes es de los cantantes. De los cuatro personajes principales: la naturalidad actoral de Ángel Macías (Ulises), Liliana Aguilasocho (Lucero), Josué Cerón (Chucho) y Mariana Sofía García (Magali) y más que ello, su canto y un instinto bien adquirido para frasear esas líneas tan puccinianas encima de los ritmos caribeños a los que recurre el compositor en esta ópera. No menos destacado ha estado el barítono Armando Gama (Capitán Magallanes) ni menos correctos, aunque con mayor terreno para el lucimiento, Luis Alberto García (General García) y el Enrique Ángeles (Coronel/Madame Colette).

 

No que hubiera sido problemático, pero entre la naturalidad con que Solís configuró la escena y lo destacado que ha estado el cast (incluso aquellos personajes “menores” como Angélica Alejandre o Arisbé de la Barrera), al director colombiano Ricardo Jaramillo, desde el foso, se le ha ido una extraordinaria oportunidad para controlar decibeles, procurar un mejor sonido orquestal, e imponerse a una orquesta que, seguramente consciente, quiso hacer notar que sigue molesta con la reciente defenestración de su extitular Srba Dinic.

 

 

Ajuar de melómanos

Comprendo

Este disco de Rolando Villazón es todo una joya; entre el repertorio, siempre me ha parecido que lo más exquisito es Comprendo, el bolero de Catán.

 

Encantamiento

Otro ejemplo del lirismo exquisito de este autor es Encantamiento, aquí en su segunda versión, para flauta y arpa, que grabaron Alejandro Vázquez y Ruth Bennett.

 

Mariposa de Obsidiana

Eduardo Díazmuñoz grabo aquí fragmentos de La hija de Rappaccini, pero más atractivo resulta por Mariposa de Obsidiana, cantada por Encarnación Vázquez.

 

 

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FOTO: Salsipuedes, de Daniel Catán, se presentó en el el Teatro de Bellas Artes por la Compañía Nacional de Ópera. /Marco A. Ramírez/ INBA.

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