El año de la plaga

Jun 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 5914 Views • No hay comentarios en El año de la plaga

/

En Diario del año de la plaga, el escritor inglés Daniel Defoe dejó plasmado el ambiente de incertidumbre y superstición que se vivió en Londres durante la peste de 1665

/

POR RICARDO ECHÁVARRI

Quién hubiera imaginado que Daniel Defoe se inspiró en sus recuerdos de niñez y en su propia sobrevivencia de la gran plaga que asoló a Londres, en 1665, para crear su inmortal Robinson Crusoe -un náufrago que logra sobrevivir, después de muchos avatares, en una isla remota.

 

Ese año, el bullicioso Londres sufrió los estragos de la peste bubónica, a tal grado que murió la mitad de sus habitantes, unos 100 mil (aunque en una epidemia de tal magnitud, nadie puede llevar una contabilidad precisa de muertos, pues muchas veces los propios buscadores, encargados de llevar el registro, morían, o los conductores del carro de los muertos ni siquiera sabían leer y escribir). Con todo, las famosas Tables, que semana a semana se pegaban en las puertas de las parroquias, fueron el primer intento moderno por mantener informada a la población.

 

Tal acontecimiento dramático, Defoe lo reconstruyó en su Diario del año de la plaga. Ante los primeros signos de la visita de la plaga, los Defoe enfrentan la disyuntiva de fugarse de Londres, o permanecer ahí para cuidar sus escasos bienes. Su padre y su tío, dos talabarteros, deciden quedarse y ser parte del drama humano que envolvió a la ciudad. En esas circunstancias familiares, Defoe, a la edad en que se forma la memoria, grabaría en su mente los estragos de la gran plaga y, al año siguiente, el gran incendio que acabó con el centro de Londres.

 

Daniel Defoe está inventando un nuevo género: la novela. Y descubre el carácter trans-genérico de esta, su capacidad de cambiar de piel, de doblarse en otro tipo de narración, ya sea en cartas, memorias, biografías o crónicas de viaje. Defoe hace de la novela un género dúctil, capaz de asumir las apariencias de otros géneros. A su vez, con su Diario, funda el canon del testimonio moderno. “Lo que cuento lo vi con mis propios ojos”. Después de él, todo autor que se precie de escribir lo verosímil deberá hacerlo no de oídas, ni de segunda mano, sino a partir de la experiencia viva, asumirse en el aquí y ahora –in media res– de lo contado. El testimonio surge de la experiencia del ojo, está relacionado con lo ocular, con ese sentido privilegiado que en poco tiempo encontraría sus extensiones mecánicas en la fotografía y en la cámara oscura que daría origen al cinema.

 

Londres se le presenta como un drama vivo y Daniel Defoe describe toda la secuencia de acontecimientos que tienen relación con la epidemia. Así aparecen los primeros signos, un cometa que ilumina el cielo un año antes, y que en la supersticiosa tradición europea se le conoció como “el cometa asesino”, atribuyéndole, entre otras desgracias, la Viruela de Burgos, la muerte de Felipe IV y la guerra en los Países Bajos.

 

Los catastrofistas y agoreros del fin del mundo no se hicieron esperar. Surgieron, como hongos, astrólogos y videntes anunciando desastres al por mayor. El busto de yeso de San Roger, que era el ícono de ese tipo de profesión, se multiplicó por todos los barrios. Salieron a la luz panfletos alarmistas, como el Almanaque de Lilly y Las predicciones astrológicas de Gadbury. Aparecieron profetas en las calles. Uno de ellos, Águila Salomón, singular cuáquero, es focalizado por Defoe: “salió desnudo, excepto por dos cajones alrededor de la cintura, gritando como Jonás en Nínive: ‘en cuarenta días, Londres será destruida’”.

 

Ante los primeros brotes de la peste, al otro lado del Londres amurallado, destaca la trivialización o el valemadrismo de los londinenses. Sí, la plaga, en casos aislados, ha llegado a los suburbios y a Saint Giles, pero dentro de las murallas las partes céntricas -Westminster, Tower, la City- están libres. Los londinenses aún ven ese mal como algo lejano. Hay un extrañamiento de la plaga: “solo puede atacar a los pobres”, o bien se le asocia con algún origen extranjero o exótico: “la trajeron dos franceses”, “se originó en Turquía”. Lo cierto es que la plaga salta las murallas, brota en poco tiempo en todos los distritos de la ciudad, e incluso va extendiendo su mancha por la campiña y las pequeñas ciudades del país, obligando al propio rey Carlos II y su corte, que habían huido a Salisbury, a volver a empacar maletas y mudarse a Oxford.

 

Las autoridades dictan medidas de salud, pero ante la magnitud de la epidemia, resultan insuficientes. Una sola Casa de la Plaga -un hospital, equipado con apenas un centenar de camas- resulta desbordada por los miles de infectados que aparecen a diario. Entonces las autoridades ordenan que las casas con algún enfermo se cierren y se les pinte en la puerta una gran cruz roja; un vigilante deberá evitar que nadie entre ni salga. Algunas personas, temerosas de infectarse de algún familiar enfermo, huyen por la puerta trasera. Los más desesperados, víctimas del encierro, saltan por la ventana. En un caso extremo, a un vigilante lo hacen volar, con una bomba de pólvora, unos desesperados reclusos hogareños ansiosos por salir a respirar al aire libre.

 

Se puso en marcha la cuarentena, el aislamiento forzado. Se pegó en los muros el desesperado llamado Stay in home (“quédate en casa”), entre otras medidas, para detener el avance de la visita maléfica. Se clausuraron las cervecerías y los bares (en los suburbios siguieron operando clandestinamente). Se cancelaron las populosas fiestas en las bodegas, las “obras de teatro, carnadas de osos, juegos, cantos de baladas, luchas de escudos”. A los mendigos se les prohibió circular por las calles. Se ordenó, indebidamente, la matanza de perros y gatos (depredadores naturales de las ratas, cuyas pulgas, se supo dos siglos más tarde, trasmitían la bacteria yersinis pestis). El dogcatcher se ufanaba de “haber matado 4380 canes en solo unas semanas”.

 

Algunos de los médicos más famosos, como el dr. Brook o el dr. Berwich, murieron por la misma infección que querían curar. Europa tenía siglos asolada periódicamente por la peste y otras epidemias, pero la medicina apenas iba entrando con lentitud al Siglo de las Luces, y aún vivía los resabios de la alquimia, o era ejercida por barberos; no había una cura efectiva que pudiera extirparla. El instrumental médico era escaso y, como se pensaba que las “emanaciones” provocaban la enfermedad, los médicos usaban, sin mucho éxito, la máscara de pico de ave, con gruesos lentes, rellenada de paja y rociada de perfumes.

 

Pronto surgirían todo tipo de charlatanes ofreciendo a los londinenses remedios milagrosos para curar la enfermedad. Hubo a granel imitadores de Nicolás Flamel, quien había compuesto el Elixir de la Vida. Pronto los londinenses vieron proliferar remedios milagrosos, tales como las “Píldoras Antipeste” y la “Bebida contra la Plaga. “Llegaban a obtener -escribe Defoe- hasta cinco libras al día por su remedio”. De esa numerosa plaga de charlatanes, Daniel Defoe no registra un solo caso consignado por las autoridades.

 

Al fin la curva de la peste fue disminuyendo y finalmente cesó. La abatida Londres comenzó su renacimiento, sin saber que el próximo año, otra calamidad, el gran incendio, devastaría la vieja ciudad, sobre la que se erigiría la ciudad moderna que hoy conocemos. Los londinenses se sintieron renacer. Abrieron las ventanas de sus casas y buscaron airear sus viviendas (“quemaron incienso y las perfumaron”). El mejor relato de ese “año melancólico” -1665- se lo debemos a la singular pluma de Daniel Defoe, quien supo narrar el caos con una plasticidad y maestría que solo poseen los grandes autores.

 

FOTO: El carro de los muertos, transporte en el que los sepultureros recogían los cadáveres./ Especial

« »